III
Regresó a su apartamento e hizo planes para todo el día. Mantenerse ocupado: he ahí la clave para evitar la depresión. Tomó una larga y relajante ducha, se afeitó y bajó a desayunar a la cafetería de su amigo Tomás, a sólo dos manzanas de su casa. Charló cordialmente con la camarera, se hartó de tostadas y café, leyó la prensa local y bromeó con otros clientes habituales. Después se fue al centro, de compras. Visitó grandes almacenes, un par de librerías y una tienda de deporte, donde adquirió unas botas de montaña.
Comió en el restaurante de Salva, un viejo amigo en el que siempre podía confiar. A los postres, charlaron. Salva le aconsejó que se fuera unos días al Pirineo. Recomendó Benasque o el Valle de Tena. Ferrer se decantó por la Selva de Oza, donde conocía al encargado del camping. Brindaron por ello. Partiría al día siguiente, con el alba.
Salió del restaurante pasadas las cinco de la tarde. Se metió en un cine elegido al azar. Vio una película malísima cuyo título hubiera sido incapaz de recordar. Luego paseó por las calles del centro. Acuciado por la sed, entró en dos o tres bares. Atardecía cuando llegó a casa de Mariví. Puesto que su jornada había concluido, la mujer le invitó a cenar. Sólo a ella fue capaz de confiarle sus dudas, la confusión que había invadido su espíritu, el miedo ante las impredecibles encrucijadas de lo desconocido.
Se quedó a dormir. A pesar del calor que entraba por las abiertas ventanas, el contacto de la carne cálida logró relajarle. Esa noche no tuvo sueños amenazadores. Se sintió feliz.