Este relato tiene como punto de partida el publicado anteriormente por la revista E.L.F.O.S. con el título de El Pozo de San Lázaro, del que toma el personaje del Cabo Ferrer (el autor cuenta con el permiso pertinente).
En El Pozo de San Lázaro, el cabo Ferrer participa en una investigación sobre la misteriosa desaparición de un niño en el río Ebro, en España. El caso queda sin resolver, envuelto en las brumas de la leyenda. Los agentes del FBI que han llevado el caso, regresan a su país. El cabo Ferrer los ha acompañado al aeropuerto de Zaragoza para despedirlos. Aquí es donde comienza Las Razones de la Tierra
I
El cabo Ferrer apuró su taza de café mientras el avión despegaba. Nunca le gustaron los aeropuertos. Por eso, en cuanto vio elevarse la enorme masa brillante, abandonó la cafetería y caminó con paso rápido hacia su automóvil. Al girar la llave en el contacto, al escuchar el sonido familiar del motor, pensó estar despertando de un extraño sueño. Los acontecimientos de las últimas horas habían conseguido desconcertarle.
Sólo quería dormir; dormir y acaso olvidar. Pero aún tenía que redactar el informe. ¡Burocracia! ¿Y qué iba a contar? ¿Los desvaríos del gitano? ¿La resignación de los agentes extranjeros? ¿Su propia perplejidad ante todo lo que había escuchado?
Las palabras de la mujer todavía martilleaban en su cabeza: "Acaso haya cosas que no deben ser comprendidas..." ¿Qué significado podía tener? ¿Por qué se habían rendido tan fácilmente? ¿En realidad no se podía hacer nada más? En catorce años de servicio, nunca se había sentido tan confuso.
Tal vez para aclarar sus ideas, condujo despacio, rodeando la ciudad, para dirigirse finalmente a la comisaría, donde intentó elaborar un informe coherente. Después de dos horas delante del ordenador, sudoroso y cansado, imprimió el texto definitivo y lo dejó sobre la mesa del capitán Ortega. En ningún momento le abandonó la oscura sensación de fracaso.
Anochecía cuando salió del edificio. Tomó un par de cervezas en el bar de la esquina, donde dos chavales del barrio jugaban al billar. Viendo caer las bolas numeradas en los agujeros, volvió a pensar en el muchacho desaparecido. Rememoró las viejas historias escuchadas en su niñez. ¿Era posible que todo ello fuese cierto? Se fue a dormir y soñó mares de aguas carnívoras que devoraban todo aquello que navegaba por ellas.
Despertó malhumorado. Apenas amanecía y el teléfono móvil estaba sonando. Maldijo en silencio. Contestó a la llamada:
- Diga.
- ¿Ferrer? - era Ortega.
- Diga, mi capitán.
- Venga cuanto antes. Tenemos que hablar.