Cuando Mauro salió de su casa esa mañana, no sospechaba los increíbles acontecimientos ocurridos la noche anterior. Como
siempre, cerró la puerta con dos llaves y fue a buscar el auto para ir a la oficina. Tal vez presintió algo diferente, una atmósfera enrarecida, alguna
cosa que no estaba en su sitio. Pero, al no descubrir de qué podría tratarse, no le prestó mayor atención. Subió al auto y arrancó.
Algo en el desacostumbrado rugir de su motor le alarmó. ¿Pero qué? No hubiera sido capaz de explicarlo. Anotó mentalmente la
posibilidad de llevar el auto al mecánico, mientras cedía el paso a una joven despampanante en un deportivo rojo. Condujo distraídamente por las calles del
centro, sin poder concretar esa sensación que le iba creciendo en las entrañas. Cuando por fin llegó frente a la estación y vio el tumulto, casi no necesitó
que nadie le dijese lo que había pasado.
Detuvo el coche, descendió y caminó hacia la multitud sin saber muy bien por qué lo hacía. A pesar de estar en el centro, no
escuchaba ningún ruido, tan sólo sus ideas, moviéndose como un torbellino en su cerebro. Estaba como sumido en un sueño del que no podía despertar. Ese marco
de irrealidad le llenaba el corazón de angustia. Sufría y no entendía demasiado bien el motivo. Los cincuenta metros que lo separaban de la estación (¿o deberé
decir de sus presagios?) se le hicieron interminables. Era como si el tiempo no transcurriera, como si el espacio se alargara indefinidamente...
Finalmente, llegó junto a la muchedumbre arracimada, tratando de asomarse por encima del hombro de los otros para vislumbrar el
motivo de tanta expectación, mas su poca estatura se manifestó como un grave inconveniente. Por las voces que estallaban y corrían a su alrededor, se enteró
de que había ocurrido un accidente (pero eso ya lo sabía desde antes, lo había intuido… ¿cuándo? Todo se le arremolinaba en la cabeza) Otros apuntaban
diferentes hipótesis, palabras vacías que pasaban por los oídos de Mauro sin dejar el menor rastro. Algunos, los menos, sólo callaban, espantados.
Misteriosamente, la gente se fue abriendo a su paso. Con una creciente intranquilidad, fue avanzando entre ellos, despacio, como
queriendo retardar al máximo el instante de la revelación. Un hombre corpulento, cuyo rostro reflejaba una dolorida sombra de tristeza, se movió un
paso. En el hueco resultante, Mauro vio, como en funestas instantáneas, el ir y venir de gentes uniformadas, los rostros asombrados a su alrededor, la
ambulancia, el hombre agachado, y la forma inmóvil que se destacaba contra el negro asfalto.
La visión de la mujer lo paralizó. No la conocía. Sin embargo, sabía exactamente lo que iba a sucederle. De pronto, el sueño de la
noche anterior se le hizo trágicamente patente. Lo que no pudo recordar al levantarse, aparecía ahora en imágenes espantosamente claras. Esa mujer asomada
a la terraza de la estación, mirándolo con ojos desesperados, pidiéndole ayuda con gritos silentes, estirando las manos hacia él... Y él, indiferente, frío,
despreocupado, egoísta, negándole su mirada. De pronto, gritos de terror, ella volando en cámara lenta, él contemplándola en silencio sin hacer un solo gesto
para alcanzarla... Y sentarse en la cama con esa sensación de angustia, sin poder recordar nada, nadando en un mar de tristeza infinita y de nuevo
despertarse como dentro de otro sueño. Y otra vez más, como siempre, el despertador, recordándole que había soñado, pero nada más. Regresar a este lado
olfateando la extrañeza del día, pero sin poder decir nada, sin poder hacer nada. Como aquel día en que murió su padre. Verlo allí, pálido, con los ojos
abiertos y esa expresión de terror en su cara (Jamás olvidaría la expresión de su cara), tieso, frío. Y él, allí, viendo fotograma por fotograma todo lo que
había pasado, todo el sueño que había sido incapaz de recordar. Culpándose por no poder cambiar los hechos a pesar de haberlos visto en su inconsciencia
apenas unas horas antes de que ocurrieran.
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