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María J. Gutiérrez Lera

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Cambió de postura. El suelo de arcilla tenía, precisamente allí, una joroba molesta. Veía mucho con aquella lámpara de grasa, se alegró de haberla traído. Con pulso firme plasmó otro trazo rojo sobre el techo, lento, sentido. Quedó muy satisfecho. El color que había conseguido era como el cielo cuando el día estaba cayendo, rojo sangre, como los días de la caza.

Salió a rastras de la cueva cuando ya era casi de noche. Ponerse en pie tras las largas horas tumbado y comprimido era en verdad una durísima tarea. Sintió todo su cuerpo al desperezarse, como si estuviese dibujándolo trozo a trozo en una pared rocosa, los pies, los brazos, la espalda, la cabeza, dolorido, plegado, entumecido.

A pasos lentos caminó hacia el poblado. Desde allí veía el resplandor de las hogueras y oía las voces, los gritos, los ladridos de perros domesticados. Nunca se alejaba mucho porque había fieras cerca y no le hubiese gustado tropezárselas; no era hábil con las armas. Tampoco algunos vecinos de otras tribus eran, lo que se dice, unos encuentros agradables.

Aquellos días del verano, los demás jóvenes estaban inquietos y entusiasmados ante la cercanía de las Grandes Pruebas. Neb no se entusiasmaba por eso. No las pasaría este año, ni tampoco al próximo; tal vez el siguiente. Era un muchacho débil y su disgusto por los juegos violentos le había separado desde niño de sus compañeros de aldea. En las últimas semanas los chicos también solían acercarse con disimulo a las chozas de las muchachas, a pesar de que estaba tan prohibido. Se oían siempre risas y gritos desde dentro. A Neb no le atraían tampoco las muchachas. Su madre había muerto hacía años, y desde entonces ninguna otra mujer se había aproximado a él.

Se sentó junto al fuego, ya en la aldea, y vio danzar y reír a sus compañeros, enloquecidos por la noche y las hogueras. Luego se levantó despacio, alcanzó la choza de adobe y se acostó.

Era temprano cuando a la mañana siguiente volvió a la cueva. Malos sueños esa noche, parecía como si nada estuviese tranquilo dentro de él. Se tumbó sobre la arena fría del refugio, en aquella postura aprendida, y contempló otra vez su trabajo. Eran sólo unos trazos, unos pocos trazos, pintados con cuidado, con mimo, sin duda con mano maestra. Neb los miró despacio. No sabía bien lo que eran, lo que representaban. A la luz de la llama, esa curva parecía lo mismo una garra alzada que una cabra, un oso o un bisonte. Dejó caer sus manos sobre el pecho y suspiró. Le gustaba el color rojo de las pinturas, rojo fuego y rojo sangre. La suya era de ese mismo color, la había visto un día, cuando se había herido una mano machacando tierra para sus pinturas. Y también era así la de los animales que asaban las mujeres después de la caza, la que teñía las armas de piedra.

Sus compañeros irían ya pronto de cacería por sí solos, a demostrar que eran valientes, buenos hombres, buenos guerreros. Algunos, tal vez, morirían; otros volverían heridos, asustados, fracasados... Pero otros triunfarían, muchos triunfarían, y entonces habría la gran fiesta, las danzas y la música fuerte de las noches, y saldrían de sus chozas las muchachas jóvenes, tan blancas, y habría niños, pronto habría muchos más niños en el poblado. Era bueno eso. Si había jóvenes guerreros ni las fieras ni las otras tribus podrían acabar con todos ellos.

Neb se preguntaba a veces por qué las muchachas nuevas eran tan blancas, cuando tendrían que ser rojas, rojas como la sangre, como la pintura. Tal vez porque estaban días sin salir al sol del verano... Se removió. Otra vez aquel bache del suelo clavándose en su espalda. Cambió de postura y volvió a mirar su obra desde la recién adquirida perspectiva. De pronto, las líneas trazadas en rojo no tenían ya lomos ni zarpas de fiera. Aquella curva delicada, estremecida, sugería un suave torso de mujer, un brazo, un rostro... Dulce, bello, perfecto, la curva de un mentón o una cintura...

© copyright 2000 María J. Gutiérrez Lera

"Media docena de cuentos variopintos"

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