II
Con profundas ojeras, sin afeitar, rostro de pocos amigos y un cigarrillo entre los labios, Ferrer entró sin llamar en el despacho del capitán Ortega. Este pareció sorprendido, pero no hizo comentario alguno y, con un sobrio ademán, le invitó a tomar asiento frente a él.
- ¿Un café? - preguntó.
- No me vendría mal.
El capitán tomó un termo que guardaba en un cajón de su escritorio y vertió una generosa cantidad de café en una taza con dibujitos, regalo de su hijo. Luego se la alargó a su ceñudo subordinado.
- ¿Problemas de sueño? - inquirió.
Ferrer no contestó. Simplemente le miró con cierta impaciencia. El otro pasó por alto el detalle y abrió la carpeta que tenía delante.
- Este informe... Es, cuando menos, algo confuso. ¿No le parece?
- Cuenta lo que sucedió. No he añadido ni omitido nada.
- Entonces, ¿cree usted que debemos suspender la búsqueda?
- Yo no estoy capacitado...
- Deme su opinión. ¡Maldita sea! - Ortega pareció perder su habitual compostura, pero no fue más que un instante. Luego recuperó el tono pausado - ¿De verdad podemos confiar en la palabrería de los agentes del FBI? Usted ha estado con ellos en todo momento. Comprende su idioma. ¿No es posible que nos hayan puesto ante los ojos una cortina de humo para poder investigar a sus anchas el misterio?
- Si lo que quiere es mi opinión... Yo diría que los agentes fueron sinceros. Según he sabido, son expertos en casos excepcionales y, al parecer, éste lo es. Personalmente no entiendo nada. Pero así - insistió señalando el informe - es como ocurrió todo. No puedo hablar de los detalles que desconozco; sin embargo, me atrevería a afirmar que ellos creyeron la versión del gitano.
El capitán Ortega calló durante unos segundos, como esperando que su interlocutor añadiese algo. Luego preguntó:
- ¿Y usted?
- Y yo qué sé - estalló Ferrer - Nunca me había pasado nada parecido. Después de años de detener borrachos y ladronzuelos, de tratar con prostitutas, chulos y traficantes de poca monta, vienen los titulados universitarios y se quedan como si tal cosa al escuchar un cuento de viejas. ¿Qué quiere que le diga? Nunca me había sentido tan desconcertado.
- ¿Está cansado, Ferrer?
La pregunta pilló por sorpresa al cabo. Se tomó unos segundos para reponerse y responder.
- Quizá - dijo escuetamente.
- He pensado, si no le parece mal - continuó el otro como si hubiese recibido una contestación afirmativa - que le vendrían bien unos días de permiso ¿Qué me dice?
Ferrer miró a su superior como intentando averiguar sus verdaderas intenciones. Supo que le estaban quitando de en medio. Mas no le importó en absoluto. Al contrario. Unos días de alejamiento quizá le permitiesen aclarar sus ideas. Se encogió de hombros. Adoptó un tono sarcástico al contestar:
- Mientras no me los descuenten de las vacaciones...