En el silencio desolado de aquella gruta grande y vacía, mi imaginación comenzó a presenciar las más estimulantes fantasías olvidadas, las ilusiones más ancestrales, los temores y sobresaltos más inquietamente pueriles, en tanto que del fondo oscuro de la caja redonda se desenroscaban pequeños rectángulos de luces desvaídas que se escapaban sigilosamente y como sombras furtivas de una procesión espectral, se iban encendiendo rápidamente –cronometré que a una velocidad de veinticuatro por segundo- para disolverse en el trozo de pared en el que se reflejaban, el cual, se iluminó rápidamente llenándose de aquellas luces huidizas.
Traté, en vano, de no prestarle atención a las imágenes que se sucedían fugazmente. Pero al ver que allí, sobre
la pared de la gruta, los pequeños rectángulos escapados de la caja redonda, cobraban vida, formaban figuras prehistóricas, se movían, sentí el más absoluto
horror y, perdiendo la noción del tiempo, no pude hacer otra cosa que mirarlas absorto, atónito, embrujado sin duda por la perfecta simulación de la vida a la que asistía. Tan es así que me resulta difícil explicar la serie de fantásticos sueños, de extrañas paradojas, de profundas contradicciones que vi en medio de aquel caos de luz. Mis recuerdos apenas me presentan confusas imágenes imposibles de catalogar en nuestro orden: siluetas difuminadas que me
sugirieron otras eras primordiales, ya sepultadas bajo millones de años; formas de vida similares a las que se configurar en los más delirantes sueños,
teniendo la sensación de estar en muchos sitios a la vez, de vivir vidas distintas a la vez, de soñar, a la vez, miles de esos sueños que hacen enloquecer.
Aquella dantesca visión de sombras infernales, tenía ese aire de divinización sublime que sólo el sueño confiere a la realidad. El paso del tiempo se me revelaba por el cansancio que iba agotando mi cuerpo. Y, a medida que esto sucedía, aquellas visiones eran captadas con más claridad por mi alma, a la que llegué a sentir con miles de años de sabiduría y conocimiento sobre ella.
La visión progresaba como una vorágine incontenible, sumiéndome en el terror más absoluto o transportándome a un deleite nuevo y extraño para mis sentidos. Aunque todo provenía de aquellas imágenes, todo nacía en mí mismo, de tal suerte que al serme imposible dejar de mirarlas, era también imposible sustraerme a aquel caos, que, pese a ser multitudinario, no había perdido el sentido de su propia unidad.
En un momento, comencé a tener la sensación de visiones y sueños que yo mismo había tenido en otras edades y
otras galaxias, junto con las cotidianas visiones y sueños de siempre, esos que nunca pudieron ser realizados, ni soñados por nadie. Algunos de ellos eran
fascinantes, inexplicables en nuestro sistema lógico. Formas que jamás fueron, historias que nunca pudieron suceder, vacíos fantasmas mentales que no podían
concretarse en ectoplasma alguno y que, ni siquiera, podían vagar errantes por el cosmos.
Sabía que estaba al borde del pánico infinito; pánico que no podía sospechar aquella espantosa tarde en que me
aventuré en cierta cueva inmensa, vacía y ruinosa, de la que ni siquiera sabía si podría salir en el futuro. Ninguna de las experiencias vitales comúnmente
conocidas, ni aún aquellas exóticas admitidas como más avanzadas, pueden compararse a tener clara conciencia de una multiplicidad, indefinida e
infinita, en el espacio y en el tiempo. Y todo, sin perder la identidad individual, la mismidad, pero experimentando que algo en mi yo se ensanchaba hasta
más allá de los límites no conocidos por el hombre y entraba en contacto con otra realidad, que era una legión compacta de realidades.