Todo me ocurrió –si ocurrió alguna vez- aquella tarde al descubrir tras unas piedras móviles, entrelazadas por
una espesa vegetación aérea y trepadora, la estrecha entrada por la que me deslicé, no sin esfuerzos, al interior de una derruida caverna, sumida en un
desolado silencio. La oquedad parecía inmensamente grande, abovedada, profunda y oscura; las paredes, cubiertas ahora
de malsana maleza, parecían obedecer a un trazado preciso y nada caprichoso, dándome la impresión de ser obra de alguna inteligencia remota. Al verla tan
enorme, tan vacía y tan destruida; tan antigua, en suma, me estremecí ante las innumerables presencias invisibles de edades olvidadas.
La primera impresión de vida que recibí en aquella lóbrega ruina, surgió al tropezar con la caja redonda, que al
rodar bajo aquellas bóvedas ennegrecidas, arrancaba ecos interiores que se debilitaban, multiplicándose al rebotar contra las paredes. Entonces me di
cuenta de que se trataba de un objeto metálico de tamaño más bien mediano, a juzgar por la sensación recibida en el pie al hacerlo rodar tan involuntaria como inesperadamente.
Tanteé en la oscuridad hasta dar con aquel objeto; y, al cogerlo, pude confirmar mi sospecha de que era metálico;
también me di cuenta por primera vez de que era redondo y que algo suelto se movía en su interior si lo agitaba. Así que comprendí enseguida que se trataba
de una caja metálica, de forma circular que guardaba algo en su interior.
Después de examinarla detenidamente, la limpié de cuantos hierbajos y pellas de barro tenía adheridos en su superficie, que se mostró, por fin, lisa y
brillante. Mi idea inmediata fue abrirla, al descubrir la hendidura que la recorría toda alrededor; pero, pese a mis esfuerzos, no lograba conseguirlo.
Posiblemente estuviera tan corroída que sus partes se habrían fusionado lentamente con el paso de los siglos. Me acordé entonces de la navaja de hoja
corta y resistente que llevaba en el bolsillo; y, empleándola como palanca, logré aflojar la tapa y levantarla, por fin.
Del interior brotó un hedor de ácido corrompido, cuya fetidez penetró incontenible hasta mi cerebro. Aunque cerré
enérgicamente la caja, comprendí enseguida que el olor no era en absoluto repulsivo, antes al contrario, tenía esa agradable y vaga fetidez de tiempos
pretéritos que han sabido permanecer encerrados y que pugnan, apenas puestos en libertad, por recuperar sus pasadas cualidades. Así que volví a destapar la
caja cuyo característico olor o había desaparecido o me había habituado a él. Y, al hacerlo, noté que las sombras se hicieron más densas a mi alrededor.