Anmarin tenía una piedra que le colgaba del cuello con forma de media luna. Era una perla poco común; tenía un color verdosoanaranjado. Emanaba tristeza a todo el que la veía, pero no a Anmarin. Siempre la llevaba encima desde que su bisabuelo se la dió cuando ella sólo tenía cuatro años. Algunos decían que la piedra estaba maldita y que había caído del cielo cuando el Hombre era joven y el Mundo ya viejo.
Anmarin sólo se quitaba la piedra cuando se acostaba. La dejaba en un cuenco de cristal con agua; decían que así se mantenía su color. Una noche, Anmarin se acostó cansada de una fiesta que su padre Eltairion había celebrado en casa, con numerosos invitados y familiares a la mayoría de los cuales ella no conocía. Soportaba bromas, envidias e incluso insultos por no haberse desecho de la Maldita. Pero Eltairion se callaba, ya que a él tampoco le gustaba aquella piedra, pero era un hombre que aceptaba de buen grado lo que el destino le deparara, y ello incluía el que su hija hubiera cogido aquella piedra de manos de su bisabuelo como regalo.
Una vez recostada en la cama, con sus largos cabellos extendidos por todas direcciones, cerró los párpados ocultando sus ojos verdeazulados como el mar hasta el día siguiente, y se dejó vencer por el sueño. Los sueños eran su única vía de escape de la realidad, una puerta a un mundo diferente con colores, olores y sentimientos diferentes a los de su apesadumbrada vida en la casa de Eltairion. Empezó a moverse inquieta en un sueño incómodo, y la piedra giraba lentamente en el agua como si también estuviera incómoda.
Anmarin veía el Mar desde muy alto. Debajo de la montaña había una pequeña bahía donde morían dos ríos que surgían de dos grandes bosques a derecha e izquierda. El cielo tenía un azul inmaculado, homogéneo, sin nubes; y el Sol brillaba como un centenar de luciérnagas en un pozo oscuro y estrecho, y su reflejo dorado sobre las olas se podía ver en los ojos cristalinos de Anmarin. El aire olía a jazmín, la hierba fresca masajeaba sus pies y una suave brisa frontal acariciaba su piel como lo haría el mejor amante. Y entonces reconoció el lugar por más que nunca hubiera estado allí: la Cumbre Plana del Teilion, la Montaña del atardecer, donde según dicen vive el Sol para descansar durante la noche.
De repente, el Sol se desgajó en dos mitades que cayeron detrás de la línea que unía el Mar con el Cielo, y la Oscuridad lo envolvió todo. La brisa se transformó en molestas y bruscas rachas de aire, el olor a jazmín se tornó en fétido e irrespirable, y la hierba pinchaba sus pies como alfileres. Entonces, la Luna emergió de entre las cenizas del Sol en el horizonte, y al abrir sus ojos de plata vió a Anmarin asustada, acongojada y dolida ante aquel escenario.