De lo que nadie dudaba era de que había un lobisomem. Nadie sabía quién era. Durante algún tiempo se pensó que podría ser el padre Sebastião, tan magro y seco como era aquél hombre, todo lo contrario que sus iguales que llenaban la panza hasta con la mesa de los pobres. Pero luego se descartó la idea. El padre era demasiado piadoso para ser un alma condenada.
Alguien sugirió dar caza al maldito, pero en la aldea no existía nadie tan valiente como para ser capaz de enfrentarse a un lobisomem.
Yo nunca había creído mucho en las historias de los lobisomens y las bruxas. Había caminado por muchos caminos, entre pinares y cementerios, muy tarde por la noche, con luna y sin luna, y nunca se me había aparecido nada del otro mundo. Pero si el pueblo lo creía, no iba a ser yo quien llevara la contraria. Escuchaba las historias en silencio, sin intervenir.
Siempre tuve el sueño pesado. Cuando se está para dormir, se debe dormir. Por eso sé que aquella noche sucedía algo extraño cuando me desperté sobresaltado. No había sonado ningún ruído ni se había producido ningún movimiento. Pero había algo extraño.
Me giré para el otro lado. ¡Ana no estaba acostada!
-¿Tan tarde? -pensé-. Habrá ido afuera a aliviar la vejiga.
Pero algo no cuadraba. Tenía el presentimiento de que iba a suceder una desgracia. Lo más raro es que nunca fui dado a esas cosas.
Salí de la cama y fui hasta el umbral, en la puerta de la calle. Era noche avanzada. El cielo estaba punteado por las estrellas, y por encima de los pinos se veía la luna, blanca, blanca.
Siempre me ha gustado contemplar la luna. Acostumbraba a bromear diciendo que éramos colegas de profesión, ambos blancos, cubiertos de polvo de harina.
Mas aquella noche la luna no me confortaba. No conseguía dejar de pensar que había algo equivocado.
Oí un ruido en torno al gallinero.
Tal vez una raposa.
Desde que Fandango murió nunca más había tenido un perro. Bien que hacía falta para guardar la casa y el gallinero, pero a Ana no le gustaban los perros, nunca supe el porqué.
Cogí el extremo de la azada que estaba apoyado en la pared de la casa.
Me aproximé lentamente.