Después de muchos años de difícil convivencia con su marido, Matilde tuvo que tomar una decisión drástica:
- O te deshaces de toda esa colección de animales que andan por casa, o me voy yo.
A Félix le costó aceptarlo, pero no quedaba otro remedio. Vendió el asno y los conejos, regaló los dos perdigueros, el mastín y los galgos, liberó las palomas, los canarios y la calandria... al final, logró convencer a su esposa para quedarse con Sultán y Diablo. El viejo perro pastor y el pequeño gato negro obtuvieron in extremis el perdón de la dueña de la casa.
Pasaron los días. La convivencia matrimonial no acababa de enderezarse. Las discusiones proseguían, y la mayor parte de las ocasiones, los causantes eran el perro o el gato. Matilde no perdía oportunidad para acusar a los animales y poner a su marido en la difícil tesitura de interceder por ellos o dar la razón a la esposa. Una tarde en la que dormitaba a la sombra de la higuera en el patio, Sultán se levantó de repente, como siempre hacía cuando escuchaba acercarse alguna visita. Félix creyó oir a su esposa azuzar al perro. Luego escuchó gritos, relinchos y un disparo. Echó a correr hacia la calle y vió a sultán tirado en medio de una mancha de sangre. Un jinete le había disparado porque, según dijo, el perro se avalanzó incomprensiblemente contra el caballo.
Félix nunca supo si en realidad había sido su mujer la que provocó el incidente. Pero la vida se le hizo insoportable a partir de entonces. Su mujer le gritaba continuamente, lo ridiliculizaba ante los convecinos, se enzarzaba en agrias discusiones sin motivo aparente. El creía que estaba loca. Una noche en la que regresaba a casa, encontró al gato fuera. La mujer le prohibió que lo entrara, alegando que estaba endemoniado. El aceptaba sin rechistar. En el fondo, deseaba pasar los últimos años de su vida con tranquilidad, envejecer junto a su mujer, y morir con la conciencia tranquila.
Cuando aquella tarde escuchó la conversación entre su mujer y las comadres, no daba crédito a sus oídos.
-Matilde, escucha lo que te digo, tu marido ha pactado con el diablo– decía una, en voz baja. Otra añadía:
-Dicen que se ha amancebado con una bruja y que su amante durante el día...
-¡Toma el aspecto del gato negro ese que tenéis!- terminó una tercera santigüándose.
Félix se encolerizó. Irrumpió en medio de la reunión aullando y dando empentones contra todo lo que encontraba a su paso. Agarró del cabello a su mujer, la condujo a rastras hasta la puerta y sujetándola con una mano, la obligó a contemplar lo que hacía con el gato.
El pobre Diablo, sin imaginar lo que le venía encima se dejo coger por su dueño. Llegaron bajo la higuera. De un empujón, sentó a la mujer. Se quitó el cinturón, lo pasó alrededor del cuello del gato y lanzó el otro extremo en torno a una rama del árbol. Lo agarró con la mano libre. Luego soltó al gato que quedó colgando, retorciéndose enloquecido como una culebra, mientras se ahogaba.
Después de ahorcar al animal pasaron los días y la calma pareció llegar por fin a la casa. Un buen día, Matilde amaneció con un gato negro. Félix entendió que era una manera de hacer las paces definitivamente. Pero había algo extraño en el nuevo inquilino. A las dos semanas de estar en casa, se había hecho con toda la atención y el cariño de la mujer. Al hombre, sin embargo, le bufaba en cuanto lo veía. Además, parecía distinto. No era del todo negro. Le había crecido alrededor del cuello un pelaje blanco. A Félix le recordaba el cinturón con el que ahorcó a su Diablo.
Una noche llegó a casa borracho. Cogió un hacha. Fué a su habitación. Descargó el hacha contra la cabeza de su mujer dormida. Bajó el cuerpo a la bodega, excavada en tierra al lado de la casa. La emparedó en un hueco con cal viva. Luego buscó por todos los lados al gato, pero no apareció. Se sentó al fin en la puerta de su vivienda, tranquilo, relajado, feliz.
A los dos días llegaron el aguacil y los guardias. Félix estuvo presente cuando inspeccionaron toda la casa. En la bodega
se permitió incluso bromear y hastá dió una patada contra la pared falsa tras la que escondió el cadaver. En ese momento, se escuchó un lamento infrahumano que le congeló los huesos. Con las culatas de los mosquetones, los guardias derruyeron el muro. Apareció ante ellos el cuerpo con la cabeza destrozada de la desgraciada Matilde. Encima, un gato enloquecido maullaba sin parar.
Chema G Lera
Relato inspirado en una historia de la tradición oral catalana
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