
Si bien han existido diversos autores que han cultivado el cuento sobre aparecidos, es en la mitología popular donde éste encuentra su expresión máxima.
Podemos recordar cuentos de Poe, de Bécquer y de algunos otros escritores que no pudieron o no quisieron sustraerse a la tentación de dejar que su mente se perdiese por los camposantos y sus muchos misterios.
También, desde puntos de vista dispares, han hablado de ello algunos de los autores sudamericanos más destacados. Así Juan Rulfo o Miguel Otero Silva, constructores de universos donde lo muerto y lo vivo cohabitan hasta el punto de no poder diferenciarse.
Pero entre todos los géneros y subgéneros de la literatura, éste es, sin duda, el que más se presta a la tradición oral. Es ya una imagen casi obligada en estas fechas la reunión alrededor del fuego, o del hogar donde crepita la leña recién cortada, y la narración lenta, exigente con el detalle, contada en voz baja, de forma que apenas se rompa la magia silenciosa de la noche otoñal.
Por ese conducto, todos hemos escuchado historias sorprendentes o risibles, hemos saboreado los prolegómenos del miedo, nos hemos dejado cautivar, acaso voluntariamente, por esa voz tenue que describía minuciosamente escenas que sabíamos imposibles, pero que se hacían reales y casi palpables si uno prestaba la suficiente atención; en algún momento, casi con seguridad, habremos respingado al sentir la brusca elevación del tono del narrador, preámbulo obligado para un final sorpresivo y, a menudo, trágico.
Así pues, hoy no vamos a recomendar la lectura de un libro determinado. Hoy es un buen día para consultar a nuestros mayores. Seguro que guardan, en algún rinconcito de la memoria, un cuento que pueda helarnos la sangre o hacernos mirar debajo de la cama antes de acostarnos.
Silvio WJ
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