Esta es la historia de la manatí que se convirtió en mujer. Me fue relatada hace algunos años por una anciana de una comunidad amazónica a orillas del río Puru, tierra rica en verdor, donde las creencias de sus habitantes son realidades difíciles de creer para nosotros, cristianos de otras partes. ¿Quién diría que un amor hacia otra persona puede ser tan intenso? Algo tal vez difícil de explicar para quienes no conocen lo que puede el verdadero amor. Esta historia aún me permite vivir en la época y lugar de los hechos, sentado cerca de la orilla del río, donde queda uno hipnotizado al mirar la luna reflejada en las misteriosas aguas. Las aves, insectos, otros seres y el silencio de la selva son testigos del relato que he de comenzar.
Vino nadando hacia la orilla del río. La noche era tranquila, iluminada por la luna llena que, según dicen los nativos, otorga a los manatíes el privilegio de convertirse en seres humanos, para poder aprender de éstos y comprender misterios que no alcanzan los animales. La Madre Luna premió a una manatí hembra, para que en un periodo de un año adoptara la figura de una mujer. Pasado ese tiempo, la hembra habría de regresar a las aguas y unirse al rebaño de animales de su especie. Si la hembra no lo hiciera, sería víctima de repentinos síntomas que la llevarían a la muerte. Todo esto sucede sólo una vez al año y según los lugareños, en aquella noche en la que el silbido nocturno y la propia intuición, recomiendan a los humanos no salir de sus cabañas.
Al despojarse la hembra de su piel, se convirtió en una mujer de belleza privilegiada. Su pelo color azabache y negro le llegaba hasta la cintura. La luna la iluminaba con su luz mientras la selva entera le rendía honores y los otros manatíes rugían en señal de despedida. Un solitario pescador que regresaba apresurado a su casa al sentir los fríos síntomas de la noche, la vio y quedó hechizado por tal visión. Cuando consiguió salir de su impresión, vio que al lado y sobre una piedra, estaba tendida la piel del manatí. Ella, desnuda, lentamente se acercó y le dijo en tono suave:
- Si tomas mi piel, serás mi dueño y en todo un año seré tu mujer para cuidarte, preparar tu comida, preocuparme por tu ropa y ver que no te falte lo necesario para que puedas vivir y mantener nuestra casa.
El pescador, a pesar de que todavía no salía de su asombro, la agarró de la mano y la condujo por la senda hacia su vivienda. A partir de esa noche se convirtieron en marido y mujer. Silenciosa fue la reacción de la gente al ver que Kispi (así llamaremos al pescador) de la noche a la mañana, tenía mujer. Los demás habitantes de la aldea la observaban de lejos, y sin necesidad de comentar entre ellos acerca de la vida de la nueva pareja, creían saber lo sucedido justo a partir de esa noche tormentosa. Así pasaron los meses y con ellos llegó el fruto de compartir el lecho y las noches juntos. La barriga de la mujer comenzó a crecer. Los vecinos, siempre silenciosos, intuían que la pareja había procreado. Todos guardaban silencio y miraban al cielo como esperando que las cosas cayeran por su propio peso.
Un día le dijo la mujer a su pareja:
- Kispi, ya llevo ocho meses viviendo contigo y dentro de poco un niño ha de nacer. Después, la luna enviará a las brisas nocturnas para avisarme de que debo regresar. En caso de no hacerlo moriré y nuestro hijo quedará huérfano de madre y sin protección de la naturaleza.
Kispi escuchaba con mucha pena y sabía, al mismo tiempo, que era impotente ante las leyes y magia de la naturaleza. El alma se le desgarraba y las lágrimas caían resbalando por sus mejillas, mientras el fuego que los iluminaba parecía extinguirse.
Llegó el momento en que la mujer dio a luz una niña. La pequeña sólo pudo gozar de la compañía de su madre durante algo menos de tres meses. Un día, cuando el sol comenzaba ya a ocultarse, la mujer salió a recoger agua del río; se quedó mirando al agua y creyó entender que le transmitía un mensaje. Regresó a paso acelerado hacia su vivienda. Al llegar, miró a Kispi fijamente a los ojos. La noche avanzaba. En su interior, Kispi pudo adivinar lo que ocurría. Con dolor en el corazón, extrajo de debajo de unas tablas de madera la piel de manatí y se la entregó a la mujer. Ella tomó la piel. Luego susurró unas palabras en el oído de la durmiente niña antes de despedirse con una penetrante mirada a los ojos de Kispi (Lo que le comunicara mediante ese diálogo con los ojos es cosa que nosotros, normales cristianos, no alcanzamos a interpretar).
A paso acelerado la mujer fue hacia el río. Los habitantes del poblado, percibieron también el extraño mensaje que esa noche especial llevaba consigo. Reinaba el silencio. En el interior de cada casa, todos sabían lo que ocurría. Apenas cinco minutos después de que la mujer se encaminara hacia el río, se escuchó un trueno seguido de un fuerte alarido. Kispi tomó a su hija en sus brazos y, corriendo, se dirigió hacia las orillas del río. Desde ahí pudo ver cómo sobresalía del agua la cabeza de un manatí. Los observaba y los miraba con una gran ternura, como sólo se reserva para seres que significan mucho para uno. Luego se zambulló en el agua para unirse al resto de los de su especie.
Kispi dedico los años siguientes al cuidado de su hija. Cada vez que tras el atardecer surgía una Luna que ocasionaba aquellas místicas noches, se encaminaban padre e hija a las orillas del río para ver a los manatíes y escuchar sus desgarradores aullidos. Un día, cuando Llama -el nombre que le fue puesto a la niña- tenía ya dieciséis años, se acercó su padre para acariciarle la cabeza y la besó. En ese momento del día, el sol ya estaba para ocultarse y la gente se apresuraba para guardarse en sus viviendas. Kispi se despidió de su hija. La muchacha lo siguió con la mirada y vio que Kispi se iba para la orilla del río, quizá con la intención de remar río abajo en su canoa. Lluma sabía que nunca más vería a su padre. Ella mantenía la vista fija en el camino que tomó su padre y permaneció inmóvil hasta que un lejano aullido la despertó de su estado de hipnosis. Entonces, con su corazón palpitante, prendió fuego cerca de su vivienda y se quedó ahí el resto de la noche, cantando y susurrando oraciones en voz baja.
Y este fue el relato que una noche, una señora conocida como Doña Lluma me dió la oportunidad de escuchar. Todavía la recuerdo, sentada cerca de la orilla, iluminada por la luna y mirando fijamente a las aguas del río. Pasan muchas cosas extrañas en la selva, cosas que nosotros, "normales cristianos", no nos podemos explicar.
Copenhague, enero 2003 © Ludwig Murillo Valdez
Ilsutración 2003 © Mónica Roca