Llevaba la capucha caída sobre la espalda y lucía espléndida su belleza en la oscuridad del pasillo. Su piel blanca como la nieve que el sol no mancillaba hace tiempo, parecía tener luz propia. Los ojos inmensos y oscuros taladraban la noche y le hablaban en silencio. Sus pies descalzos parecía no tocaran el suelo. Como si estuviera levitando sobre los bastos ladrillos del pavimento. Al caminar suavemente, dejaba asomar las puntas de sus dedos de una perfección inigualable.
Pedro estaba atónito. El miedo inicial dejó pronto paso a la admiración, y enseguida al deseo.
-¿Estaré soñando? -Pensaba-. No, no es posible, estoy despierto y bien despierto, bien que lo estoy notando todo. Es ella. Se fijó en mí esta tarde y ha venido a buscarme. Se habrá escapado de la vigilancia de las demás, y ha venido a buscarme.
La figura abrió los labios, lenta, muy lentamente, y le dijo nada más con voz celestial:
-Pedro, ven conmigo.
Él se levantó sigiloso. Aquella vez la cama fue su cómplice y no hizo ningún ruido. Se acercó a ella, la tomó de la mano y marcharon juntos por los pasillos.
Amaneció temprano. En Julio el alba llega muy pronto. El rumor de los pájaros en el huerto fue rápido en aumento, pasando enseguida a una algarabía de trinos y revoloteos. La luz entraba ya por la ventana.
Luis se removió en su lecho y al rato abrió los ojos.
-Pedro, despierta, que hoy tenemos otro día bueno.
Pedro no le contestaba.
-¿Me oyes dormilón? ¡Venga arriba, que se nos escapa el tren!
Pedro seguía sin moverse.
Luis se incorporó, bajó al suelo y dirigió la mirada al lecho que ocupaba su compañero.
Pedro estaba inmóvil. Los ojos abiertos miraban al techo, miraban más arriba del techo, estaban fijos en un punto imposible cerca de las estrellas. La expresión de su rostro era de una felicidad total. Su boca dibujaba una leve sonrisa. Una sonrisa que hizo estremecer a Luis. Él había visto ese gesto en la boca de la novicia la noche anterior. Pedro había muerto. Se había ido con ella para siempre.
Por la ventana entró de nuevo la suave cantinela del campanil, que desde lo más alto convocaba de nuevo a la congregación para el rezo de los maitines.
Sombras blancas y grises se desplazaban silenciosas desde las celdas hasta la iglesia a través de los claustros medio en ruinas que algunos tímidos rayos del sol naciente comenzaban a iluminar con la luz y la vida del nuevo día.
Sólo una de ellas quedó rezagada. La más bella, la más joven. En su rostro oculto por el hábito se adivinaba la luz hermosa de la vida. Y la sombra gris y triste de la muerte.
©2002 Jesús Monreal