La angustia del soñador

Número IV MMI Septiembre-Octubre

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relato

La angustia del soñador
Por Mariela Tabuchi y Sergio Borao

Pero, ¿a qué extrañarse por eso? ¿Acaso no le había ocurrido tantas veces? Y siempre del mismo modo: El despertar inquieto, la ausencia de todo recuerdo, la intranquilidad que le arruinaba las horas, la creciente angustia. Y luego, siempre, la certificación real, el nexo de unión con ese otro lado: Los rostros de los muertos, aterrorizados, encerrados en su propia inmovilidad, casi con un deje de incredulidad; y, ¡cómo no! su parca mirada velada por la aparente indiferencia. Y el olvido. No se quedó a ver quién era la interfecta. Sabía que no era nadie, un rostro anónimo, entrevisto quizá entre la multitud, apresado por su memoria como una fugaz instantánea y nada más. Pero también sabía, íntimamente, sin posible explicación, que su mero deseo había provocado esa muerte, como las otras.

Miró una vez más a la mujer. Con pena en los ojos (de verdad sentía mucha pena por ella, ahora, en la vigilia). Dio media vuelta y volvió hacia el auto. Se encaminó a la oficina. Era tarde. Las calles angostas de la monstruosa ciudad se sometían a su andar veloz. Cada tanto cruzaba fugaces miradas con transeúntes apurados que pasaban delante del coche. Esos ojos indiferentes le mordían el alma porque pensaba que, tal vez, algún día, podrían ser víctimas de su involuntario poder sangriento. Pero sabía que, nuevamente, las tinieblas lo dejarían en la más absoluta inconsciencia. Ni siquiera de acordaría del día vivido. Habría una laguna inexplicable en su mente. Sólo recordaría cuando sus fuerzas mortíferas volvieran a acometer. Pero ahora era el momento apropiado para actuar, para terminar de una vez con la pesadilla que carcomía lentamente su corazón, haciéndolo casi insensible.

Acomodó el auto en el aparcamiento y tomó el ascensor hasta el sexto piso. Con gesto adusto, saludó a algunos empleados que, como él, llegaban apurados. El breve trayecto hasta la sexta planta logró crispar sus nervios. No podía evitar el oscuro sentimiento que le oprimía. Cualquiera de esos que ahora eran sus compañeros de viaje podía ser el próximo. ¡Y ellos, mientras, ignorantes de todo! Con paso vivo entró en la oficina, saludó a Silvia, la nueva secretaria, algo presuntuosa, algo antipática. No pudo no recordar, una vez más, la imagen de Carlota, sonriente, tal como la vio por penúltima vez, antes de… Pero no quería pensar en eso. No pensar: He ahí lo inmediato. Concentrarse en el trabajo, sonreír forzado, fingir que su vida era como la de todos: insulsa, con pequeñas alegrías y pequeños desengaños; con algo de felicidad y un mucho de hipocresía. Hablar de autos y del tiempo; de fútbol y de minas. Dejarse seducir por el brillo de una mirada, por un aleteo de pestañas, por una risa fresca. Actuar, en suma, representar el papel que le tocaba. Y mientras, sus noches estaban llenas de desdicha, de desdichas ajenas que no podía evitar; de sueños incontrolados que eran algo más que premoniciones. Si pensaba en ello, no podía evitar sentirse cómplice de las fuerzas del mal. Podía sentir el aliento fétido de las tinieblas rondándole, como si emanase de él mismo. Por eso era necesario seguir sonriendo, estrechar manos cordialmente, besar labios que atenuasen el dolor, platicar con amigos que nunca lo fueron, ver televisión, asistir al estadio los domingos, mezclarse con la otra gente. Y todo para no sentirse infectado por el estigma de la maldad. Pero al llegar la noche, todo sobrevendría nuevamente. Otra vez los sueños, los rostros implorantes, su propio desdén que en la vigilia le resultaba inconcebible, la catástrofe y el olvido. ¿Cuántas veces? se preguntaba ¿Cuántos muertos que no recuerdo?

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