Abizanda y el Museo de Creencias. ELFOS 5.

Número IV MMI Septiembre-Octubre

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Un lugar de magia y misterio:
Abizanda y el Museo de Creencias

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La carretera nos lleva, como volando por cerradas curvas, por el margen del embalse de El Grado, donde los Pirineos centrales de España comienzan blancos a columbrarse. Son las aguas demasiado azules en la claridad de la mañana estival, un azul alegre que no consigue ocultar el fantasma del pasado. Pronto aparecen, como saliendo de la tierra, las ruinas negras del pueblo abandonado de Mipanas. Estamos en plena provincia de Huesca, una de las tierras más heridas por las hendiduras de los pantanos.

Cuatro o cinco revueltas más y, sin esperarlo, a nuestra izquierda, al otro lado del río, como un gigante, aparece enhiesta la torre antigua, perteneciente a un olvidado castillo medieval. La torre es como la señal de identidad del pequeño pueblo de Abizanda. Antiguamente, una muralla rodearía las hoy escasas casonas de piedra que se arraciman sobre el saliente. Nos preguntamos cómo acceder a esa torre perdida, herencia de un pasado belicoso preocupado por la defensa de los montañeses. Hay que continuar algunos de cientos de metros más adelante para encontrar el desvío -brusco, difícil, casi en ángulo recto- apenas señalizado hacia Abizanda. Pero la torre tiene como un magnetismo, ejerce una ignota atracción sobre el viajero que nos lleva a adentrarnos por la estrecha carretera local, al encuentro del pueblo.

Vueltas y revueltas sobre asfalto, sin señalización, rodeados de olivos y carrascas, viendo siempre la preciosa composición de un pueblo pirenaico, gris y ocre de piedra y lajas, amontonado casa sobre casa hasta llegar a la torre y, por supuesto, la vieja iglesia. En una de las curvas, por fin, un cartel nos pone sobre aviso: nos acercamos a conocer los secretos de una torre del siglo XI y, además, el contenido de un museo poco común: el Museo de Creencias y Religiosidad Popular del Pirineo Central.

Dejamos el coche a la entrada del pueblo, aunque podríamos haber aparcado sobre gravilla a las afueras, junto al llamado "Hogar de Paz", el cementerio nuevo del pueblo. El viejo cementerio, luego lo descubriremos, pasa casi desapercibido bajo la hierba descuidada, donde siempre estuvo, al lado y bajo la fachada de la iglesia. Nos dirigimos hacía allí, pues la abadía del siglo XVI es hoy el lugar rescatado para el museo.
Calles empinadas, de cemento nuevo sobre adoquines perdidos, bajo sombras recias de paredes pétreas y alguna que otra desgraciada construcción de ladrillo. Aquí y allá, aperos, fajuelos, leñeras y pozales con parras aportan la savia de personalidad al pueblo (también dolientes ruinas de casas en venta, desahuciadas, abandonadas).

Por fin, tras un último recodo, la iglesia. Luce con claridad, como recién limpia a pesar de los años, bueno, de los siglos. Se asienta sobre raíces aún más antiguas que su factura. Junto a la iglesia creció la vieja abadía. De allí se ha obtenido el espacio perfecto para un museo que combina el misterio de los iniciados con la simple fe del pueblo llano. Estamos hablando, como le gusta señalar al director, Angel Gari, de un museo-esfinge, un lugar de claves para las preguntas y respuestas, una oportunidad para cuestionarse creencias de nuestro pasado que en algunos ámbitos aún se mantienen vivas. Por eso, antes de penetrar en el recinto, hay que desnudarse de tópicos e ideas preconcebidas. Como dijo el presidente de la Comunidad aragonesa cuando lo inauguró el pasado día 24 de agosto de 2001, "aunque uno no crea en estas cosas, hay que reconocer que forman parte de nuestras raíces".

En efecto, el museo nos lleva a un viaje intemporal entre restos que contabilizan miles de años de antiguedad, y otros de tan sólo unas décadas, pero unidos por el mismo nexo: fueron elementos creados por la humanidad para protegerse ante lo incomprensible o para introducirse en los mundos sobrenaturales: amuletos de vivos y amuletos de muertos, reliquias, oraciones, símbolos... Además, tiene el museo otra particularidad: sus fondos nos remiten no a unas señas de identidad de una región o país, sino que las piezas expuestas describen un mundo antiguo unido por lazos de humanidad, no de nacionalidad. Prueba de ello es la procedencia indistinta tanto del Pirineo aragonés como del vecino Pirineo francés. Por una vez, la montaña no fue barrera, sino lugar de paso y comunicación.

El hombre y su entorno, los diezmos que exige la naturaleza y la sociedad, la casa protectora, hogar donde no puede entrar el mal, y las prácticas religiosas, destinadas al más allá, esta podría ser una sucinta descripción de los entornos en los que se agrupan las piezas-testimonio. Pero las conexiones son miles, y después de ver, por ejemplo, los huesecillos de los relicarios, nos encontramos con los amuletos ibéricos que acompañaron los esqueletos de unas tumbas mucho más antiguas. Queremos decir que, una vez más, un museo de estas características hay que contemplarlo con una mente abierta.

En esa contemplación, acompañados por una música extraña y sugerente, de sones antiguos -flauta y tamboril, instrumentos de los pastores pirenaicos-, encontramos ocultos tesoros como éstos:

Una arqueta de metal dorado del siglo XIX, realizada para el Balenario de Panticosa, con un grabado que reproduce una escena en la que tres espantosas brujas persiguen por el aire a un jinete desesperado, quizá estemos ante una versión de la leyenda del Cazador Maldito que cabalga eternamente a lo largo de los Pirineos.

Los elementos del entorno del hogar-fuego, algunos tan olvidados que el museo ha tenido que realizar un elogioso trabajo didáctico para recordarnos sus nombres y funciones (cremallos, tederos, trébedes...), todos con sus símbolos protectores grabados en la fragua, no en vano las chimeneas eran camino de ida y vuelta de brujas, o bruxas pirenaicas.

Piedras y maderas talladas hasta la obsesión con símbolos solares que se repiten a lo largo del todo el Pirineo: rosetas, lauburus, tréboles, hexafolias; llamadores de forja para las puertas, réplicas más explícitas que simbólicas de elementos fálicos y, atención, vieiras y conchas, en un mundo que grita y reclama la fertilidad de casas y campos, y confunde elementos paganos y religiosos -la concha de venus y la de Santiago- en un extraordinario éxtasis de mundos paralelos que nos abocan a otro antiquísimo mundo: el de los amuletos, algunos parecidísimos encontrados en tumbas ibéricas y romanas, idénticos a adornos utilizados por otras culturas y en otros tiempos.

Contemplamos una excepcional pieza, desconocida de los expertos hasta el momento de esta exhibición: la que llaman una "rastra de bautizar", o sea, un cordón formado por distintos elementos que se colocaba en torno de la cintura de un bebé cuando era llevado a la iglesia para bautizarlo. En ese momento, sin nombre, estaba desprotegido contra los poderes de brujas y diablos. La rastra anudaba a su alrededor todos los amuletos y talismanes imaginables, incluídos silbatos con forma de hadas o sirenas, patas de animales totémicos y hierbas mágicas.

Hay tanto que ver... Uno se sorprende con los símbolos tallados en un hostiero, que era un instrumento antiguo para grabar el relieve las hostias que se consagran en el rito católico: allí aparecen, aparentemente fuera de lugar, los planetas del sistema solar, gallos, águilas, extrañas cruces... En otra vitrina, un cuchillo con cachas de asta de evidente uso ritual, con unas palabras grabadas en cada lado de la hoja en latín y en árabe ("deo gratias")...

Nos asombran unos rostros de niño con una cruz en la frente y de una diosa sonriendo, figuras aparecidas en el interior de un muro y en el tronco de un árbol, respectivamente... Una imagen plateada del hada Melusina, con cascabeles... Todo un mundo paralelo de creencias que ha logrado convivir -o quizá pervive aún- con el mundo real.

Pero cuando uno baja los dos pisos del museo y sale al exterior aún tiene para sorprenderse: la sombra de la enhiesta torre antigua le atrae, y tiene que ascender a ella. Quizá sea una atávica costumbre, fruto de la protección que da situarse en alto, el caso es que hay que atreverse a subir los escalones de madera que nos elevan veinticuatro metros sobre el nivel del suelo en ese sitio, y nos convierten, en nuestra imaginación, en los defensores de una muga pirinaica. La contemplación del cercano pirineo merece la pena. El cielo se ve de manera distinta desde aquí, aunque quizá esa percepción sea fruto de los misterios recién contemplados en el Museo de Creencias.

Regresamos. Las obras de restauración han destapado, precioso en su simplicidad, el ábside intacto de la abuela iglesia románica. Allí ha quedado al aire, como una cueva de piedra, como un intento de mantener el ancestral recuerdo del útero de la naturaleza.

©Chema Gutiérrez Lera (texto y fotos)
Abizanda (Aragón, España). Agosto 2001.

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© copyright 2001 de los autores
© copyright 2001 Chema Gutiérrez Lera
Revista ELFOS