La muerte del ruiseñor.

Número IV MMI Septiembre-Octubre

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La muerte del ruiseñor
Por Lorena Sertorio

-- Otros poemas --

La estrecha senda inexcusable

Una sirena emerge

-"Soy vena seca de leña retorcida…"

Así la antigua parra,

herida de los dioses,

se quejaba bajo el peso azul sin nubes.

Condenada a morir,

consumida sin fuego,

sin verde,

sin vida,

en el terrible agosto mediterráneo.

 

En los tiempos antiguos

planta verde sin fruto era la parra,

y el juicio del Olimpo,

implacable,

insensible,

inhumano por divino,

sentenció su muerte.

 

Con tenue voz de hierba

-pues todo lo vivo habla-,

clamó la parra.

Lloró a ciegas,

pidió, suplicó, desesperó

por una ayuda fraterna.

Mas su llanto no escucharon

sus hermanos.

Los oídos del bosque eran para el ruiseñor.

 

Veía la parra cercano su fin.

Aplastada bajo el calor del sol,

ahogada en la sequía,

sin nadie que la ayudara.

¿Qué es un árbol sin hojas

salvo leña para el fuego?

Nada salva la madera seca

de morir en silencio,

rajada en grietas y carcomas.

 

Ajeno el ruiseñor

canta trinos de vida,

ofrenda de divina savia

en las aras de sus silbos,

plumeteos de vuelo feliz,

rozando hojas,

jugando vientos,

riendo entre sus alas,

montura de duendes.

 

-"Pájaro de las dríades, -llamó la parra-

que con tu canto atraes las miradas todas,

acércate a mis desnudas ramas,

dígnate cantar sólo dos notas

desde alguno de mis troncos moribundos,

para así volver la atención de los dioses,

que contemplen mi agonía

y se apiaden

y me vuelvan a la vida".

 

Ya la parra tiende de nuevo los zarcillos,

pues el pájaro cantor

trina en sus ramas.

Las hojas de la vid

despliegan alegres sus verduras,

caen desparramadas

como agua

en torno al leve peso

de la avecilla buena.

 

Mas la parra guarda en su interior negrura,

un alma desagradecida

y una mente enrevesada

con nudos tantos como sus ramas.

Queriendo enjaular al pájaro,

la vid sus zarcillos lanza

en torno a las patas del ruiseñor

aún posadas en la corteza.

Y allí lo aprisiona.

 

Pronto muere el ruiseñor.

Entre borbotones de alas,

queda tendido en la parra.

Las uñas lo sujetan a la rama

como las manos del moribundo

se agarran a las del vivo.

Luego los árboles lloran

-olivos, carrascas, almendros-,

por tantas muertas canciones.

 

Se enternecen los dioses y se duelen

de tamaña crueldad.

La pequeña cantora no debe morir en vano.

El sabor de la tierra se cuela entonces

en las hendiduras abiertas como muescas

por las frágiles garfas del ruiseñor.

Las lágrimas del pájaro

en negras uvas se convierten,

Y cuelgan en racimos tristes.

 

Del ruiseñor nació la uva,

el vino regalo de dioses,

alegre como su canto,

oscuro como tragedia,

licor de locuras.

2001 © Lorena Sertorio
Poema basado en una leyenda popular italiana sobre el origen del vino, que alegra y hace cantar porque posee el espíritu del ruiseñor.

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