LA VOZ DE ALARMA
Cuando los muchachos de la playa llegaron a la casa de Fendar, situada en lo más alto del poblado, notaron una extraña agitación a su alrededor. El señor, en medio del patio, ordenaba a gritos a sus soldados, y éstos iban de un lado para otro mientras terminaban de pertrecharse. En una cabaña, dos hombres repartían armas a los vecinos.
–¡Vienen los vikingos!¡Los vikingos! –vociferaban los jóvenes.
–¡Pues vaya noticia traéis! –dijo el anciano Roldrik– Más os vale ir a por armas y recibir las órdenes que tengan que daros los soldados. Hace ya rato que han dado la alarma desde la atalaya.
En un rincón, un hombre gesticulaba a la concurrencia que le rodeaba. Los jóvenes se acercaron a escuchar a Balgrind:
–Es una nave enorme, más grande que todas las que he visto nunca. La cabeza de dragón que la precede tiene la boca enorme, y el fuego parece refulgir entre sus fauces. Aún desde la costa, he podido ver los brillantes ojos del monstruo, y para mí que se movían como si estuviera vivo y no tallado. El cuerpo se extiende desde delante hacia atrás por los dos costados del barco, y en lugar de escamas, todo el maderamen aparece cubierto por algo que parecen flores, flores de todas las formas y colores. Y si es el metal de los escudos aquello que refulge al sol, estamos listos, pues por dentro y por fuera, y aún en los extremos más altos de los palos, se ven destellos plateados, como si todo el navío estuviera forrado de espejos...
Los jóvenes ya no escucharon más. Sin esperar ninguna orden, volvieron corriendo hacia la playa, adelantando a muchos otros hombres y mujeres que se dirigían hacia allí. Quien más, quien menos, todos portaban algo con que defenderse: lanzas, hachas, machetes y arpones, sobre todo.
Cuando llegaron a las rocas cercanas a la playa, ya era difícil encontrar un sitio libre.
EL BARCO VARADO
Llegaron a tiempo para contemplar, atónitos, como el barco se iba deteniendo lentamente. De la cubierta no llegó ni un sólo grito, ni una sola orden de maniobra. En medio del más absoluto silencio, a un tiro de piedra, la nave quedó varada en las aguas poco profundas de la bahía. Como una sacudida, el miedo recorrió los corazones de todos los habitantes de la aldea, que agacharon las cabezas tras sus escondites, y se encomendaron a los dioses.
Todos esperaban de un momento a otro que una horda de salvajes vikingos se arrojara al mar desde la borda de aquel barco enorme. Tan cerca de la costa estaba, que ni siquiera iban a necesitar botes para el desembarco. Pasó el tiempo. Se podían contar las olas golpeando los costados de la nave, tal era el silencio que había. Hasta las gaviotas parecían esperar acontecimientos, pues tampoco se oían sus estridentes gritos. Nadie descendía del barco.
Entre las rocas del acantilado lloró un niño, pero enseguida calló. Su madre le amamantó presurosa para enmudecerlo. Los hombres habían asomado las cabezas, y se miraban unos a otros, con un interrogante en los ojos. ¿Porqué no atacaban los marinos vikingos?
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