-Hola -saludó, con una sonrisa triste-. No me han trasladado. Ojalá. Sólo que muchas noches prefiero no dejarme ver, últimamente.
-¿Por qué? ¿Te ocurre algo?- Melquisedec se sentó junto a él.
-Bueno... sí. Es mi protegido. Me está dando problemas.
Melquisedec soltó una suave y corta carcajada.
-Pero eso no es una novedad, Régis. La labor de un protegido no es otra más que esa, ¿no? Si no, ¿para qué estarías tú?
-Ojalá lo supiera...
Régis se cubrió el rostro con las manos. Melquisedec lo miró despacio, impresionado. No había sido producto de un vistazo rápido, ni eran imaginaciones suyas... Régis estaba desapareciendo. Su piel parecía de agua y los cabellos apenas refulgían. Se preocupó de veras. Algo grave le estaba pasando.
Régis alzó la vista. Los ojos de color ámbar palpitaban en una tristeza plúmbea, profunda. Los ojos de un ángel son un espejo absoluto de sí mismo, porque los ángeles son todo alma. Melquisedec se estremeció, captando su tristura como un calambre sentido al contacto.
-Me estoy consumiendo, ¿no me ves? -y, al decirlo, Régis extendía las manos de largos dedos para dejar notar su insólita transparencia-. Está acabando conmigo... Es lo peor... Mi protegido ya no me necesita.
Melquisedec notó el humor tibio y amargo de las lágrimas en sus propios ojos. La desesperación de Régis le dolía en el corazón, se lo doblegaba. Eran amigos desde hacía tanto tiempo... Desde siempre, tal vez. Trató de consolarlo con verdades; entre ellos, no existía el disimulo, ni siquiera podían comprender bien lo que era, eso eran veleidades humanas, caprichos y habilidades que no poseían.
-Pero eso no acabará contigo. Nosotros no acabamos, ¿recuerdas?
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