Pero los niños duermen mucho, y pronto, al menos éste de ahora lo hacía, y eso permitía a Melquisedec tomarse un largo respiro nocturno, aunque sin desconectar del todo, por si acaso.
En el silencio urbano de la noche -por desgracia cada vez más relativo- cabía la opción de reanudar la buena costumbre del diálogo y retomar las viejas amistades.
Dio unas vueltas tranquilamente por los tejados silenciosos, iluminados desde abajo por la luz anaranjada de las farolas, y desde arriba por la blanca salpicadura de las estrellas. Algunos ángeles preferían pasear por el asfalto, y él también lo hacía, a veces; pero las alturas le gustaban más. Para los ángeles terrestres, como llamaban a los de la guarda todos aquellos con ocupaciones celestiales -ángeles alabadores, potestades y querubines músicos, entre otros- estar allá arriba suponía encontrarse un poco más cerca del cielo.
Melquisedec era un ángel feliz, y la irradiación de sus ojos color violeta bajo el flequillo blanco así lo demostraba. No siempre los ángeles eran permanentemente felices. La vida puede ser difícil para todos.
Se encontró con Régis al poco rato, pero tuvo que detenerse a mirarlo dos veces para reconocerlo. El otro ángel estaba sentado al lado de una chimenea de la calefacción, en el terrado de un edificio de viviendas, silencioso, abatido e inmóvil.
-¡Régis! -exclamó Melquisedec; siempre le había envidiado el nombre, aunque podía resultar igual de escurridizo que el suyo-. ¡Cuánto tiempo! Pensaba que no estarías por aquí. ¿Qué te sucede?
Régis levantó la vista para mirarlo desde unos ojos color ámbar cuajados de sentimiento. Tenía la frente surcada por arrugas y todo él transmitía la sensación de ser cristalino, frágil hasta la transparencia.
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