






|
CIGARRILLO
De repente, me entran unas terribles ganas de fumar.
Sólo ahora he reparado en que llevo mucho tiempo sin aspirar el humo liberador de un cigarrillo.
Lo que hace un minuto no era ni siquiera una idea, se ha transformado en obsesión.
Busco nerviosamente entre mis ropas, bajo el catre, en los rincones, en los mínimos recovecos socavados en el muro... mas no hay nada, ni tan siquiera una mísera colilla que poder llevarme a los labios para simular que fumo. Doy vueltas por la celda tratando de encontrar una solución, aunque sepa, sin rastro de duda, cuál es el único camino.
Así pues, llamo al carcelero a grandes voces, pero no consigo que venga.
Es posible que ni siquiera me haya escuchado, pero la intuición me dice que sí,
que me ha oído y sólo está esperando el momento adecuado para atender mi llamada. En efecto, poco antes del crepúsculo, cuando ya mi boca está seca de tanto grito sin respuesta, él llega, caminando con resignada lentitud, ante la puerta de mi celda.
Abre el pequeño ventanuco situado a la altura de los ojos y me mira en silencio.
Sin la menor esperanza, le pido un cigarrillo.
Él, como era de suponer, me lo niega con un gesto casi imperceptible.
Pero mi necesidad es apremiante, así que le imploro, apelo a su cruel destino de fumador irrecuperable, le suplico, le insulto, le ofrezco todo aquello que jamás podría darle, pero su rostro impasible no se inmuta. Sin embargo, tampoco se va, como si a pesar de todo aun existiese un atisbo de esperanza. Así, continúo mi obcecado monólogo, pero nada de cuanto digo parece hacer el menor efecto en el pétreo rostro de mi guardián. Cuando por fin mi voz se apaga, vencida por el cansancio y por la aparente inutilidad de mi esfuerzo, el carcelero saca un cigarro de su recién estrenada cajetilla y me lo ofrece tras encenderlo con su mechero. Yo lo contemplo tristemente y, dando media vuelta, rechazo su ofrecimiento con un ademán casi indiferente.

Celda
|