Fugas. Celda diez. por Sergio Borao Llop

Página personal del poeta
Sergio Borao Llop


FUGAS

Si toda celda es ilusoria y toda libertad, sólo aparente, la reclusión se convierte en un simple concepto. Así, aunque ningún encierro es voluntario, tampoco es indudable la solidez de las rejas.

Hay ocasiones en las que abandono la celda y vago por las calles sin motivo. El carcelero -obviamente- está al tanto de estas fugaces escapadas, mas finge no darse cuenta, puesto que sabe con certeza que siempre se trata de salidas momentáneas, y que el regreso del prófugo se produce, con absoluta precisión, a las pocas horas, nunca más tarde del siguiente cambio de guardia. Por otra parte, si admitiese la existencia de tales fugas, quedaría, desde ese preciso momento, obligado a impedirlas, y eso escapa por mucho a sus limitadas posibilidades. Si, por el contrario, reconociese que, en efecto, las fugas existen y él no hace nada por evitarlas, estaría dejando de cumplir con su misión, y en ese caso, dada la gran disciplina existente en las prisiones, se vería obligado a dimitir de su cargo y, no estando capacitado para desarrollar otro oficio, quedaría a merced de las circunstancias durante el resto de su vida. Por lo tanto, su única alternativa es la indiferencia absoluta ante la menor tentativa de huida. Así, en su negligencia, actúa, sin saberlo, sabiamente. Porque ¿qué tienen de envidiables las calles de la ciudad?

Gentes apresuradas, sin tiempo para escuchar siquiera el roce del viento en sus oídos; personas que caminan aceleradas, mirándose al pasar en los espejos, en los cristales de los grandes almacenes, tratando de comprobar si su belleza cosmética se halla a salvo de las agresiones de la intemperie; rostros fugaces y falsos, ropas vistosas, diseñadas especialmente para resaltar virtudes y ocultar defectos; sonrisas estudiadas; poses repetidas; miradas frías; palabras vanas e inexpresivas, y una incurable sordera de raudas muchedumbres. Todo el mundo tiene prisa y las mil luces que parpadean parecen incitar a ese veloz frenesí. Los automóviles colapsan las iluminadas avenidas, hay ruido de bocinas que maúllan estridentes; gritos de conductores irritados; cientos de motores rugiendo con rabia y llenando de humo e infelicidad el cielo antaño azul, el aire que algún día fue puro.

Los ojos captan el horror y el corazón acumula desdicha, y cada minuto que transcurre en este infierno es una dolorosa carga de decepción para el recluso que ansiaba libertad. Vuelves los ojos hacia los otros, hacia tantos otros rostros -tan próximos y sin embargo tan infinita y tristemente lejanos- que caminan junto a ti, pero nadie puede detenerse; el tiempo es demasiado precioso. Miras alrededor y de pronto percibes que no hay nadie. Entre la multitud no hay nadie y la ciudad es tan sólo una película descolorida, vago esperpento de sí misma. No hay nadie y tu grito resuena hacia el interior, porque la ciudad no es más que el sueño inacabable de un neurótico y las imágenes se suceden, van pasando junto a ti una y otra vez hasta que no puedes más... Y entonces comprendes con resignación que no hay lugar al que volver que no sea la húmeda y maldita celda de tu pesadumbre.

Quizá, después de todo, es ése precisamente el motivo por el cual el guardián no se molesta en impedir las escapadas (¿No fue acaso un mero prisionero en otro tiempo? ¿No lo es todavía, en cierto modo?). Sabe que siempre regresamos, derrotados, hundidos, sin fe en nosotros mismos ni en la humanidad, con los ojos enrojecidos y odiándole por su asquerosa sonrisa de satisfacción.

Aunque, a decir verdad, tampoco sé muy bien que es lo que me empuja a volver a este antro de tenebrosa soledad. Quiero creer que lo hago porque aquí, al menos, me acompañan los recuerdos. Pero lo cierto es que me atormenta la idea de que no sea por eso. Me aterroriza pensar que en realidad se trata tan sólo de la rutina, que es apenas la fuerza de la costumbre lo que me trae de regreso una y otra vez, que acaso no sea posible luchar contra este vacío. Y por la noche, después del toque de queda, me acurruco en un rincón y lloro sin testigos en el anonimato de la oscuridad que se extiende por todos los rincones de la celda.

        

Celda

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