La Edad Media en la Corona de Aragón Historia de Aragón.

La Edad Media en la Corona de Aragón Historia de Aragón.

Aragón > Historia > Corona de Aragón

Reinado de Fernando el Católico. Fin de la Edad Media

El hombre

Es Fernando el Católico no el hombre más grande de su tiempo, pero sí el rey más grande que ha tenido España.

Más moral en su vida pública que en la privada, en la que hay razón de acusarle de mujeriego y aun algo cínico, llevó a la Corte un ambiente de austeridad y seriedad jamás conocido; poco o nada accesible a la adulación, despreciador de las lisonjas, sus contemporáneos fastuosos le trataron de avaro y mezquino; y con relación a ciertos personajes de gran mérito, pero dilapiladores y más pagados de sí mismos de lo que la modestia pide, de envidioso. A pesar de sus amores espúreos, buen marido, asoció a toda empresa gloriosa a su mujer, para que ella participase también de la gloria; más amigo de obrar que de hablar y de estar bien con su conciencia que de merecer juicios lisonjeros, pero inexactos de su conducta, hizo mucho, sufrió desdenes, desvíos y desprecios de la ingratitud sin quejarse, sonriente, y si llegó el caso perdonó y olvidó.

Todos los personajes de su tiempo han pasado a la historia envueltos en nimbos de resplandores; sólo él vive envuelto en penumbras y sombras, oscurecido por todos; y, sin embargo, a medida que es mejor conocido su tiempo, conforme se van estudiando los hechos de su reinado, esos personajes de primer término retroceden y él avanza, y los nimbos que los envuelven pierden resplandor y él se ilumina.

La unidad nacional.
Los pretendientes de Isabel la Católica

La familia real castellana venía sufriendo desde los tiempos de Sancho IV los efectos de una degeneración fisiológica, cuyas causas se desconocen. Ese rey fué un loco, que de tarde en tarde sufría accesos de furor, de los cuales sólo podía calmarle su mujer, doña María de Molina. Su hijo, Fernando IV, murió joven, de apoplejía, pues solía comer mucho y apareció muerto en el lecho, donde se había echado a dormir la siesta el 9 de septiembre de 1412; había padecido ya enfermedades que pusieron en grave riesgo su vida.
Alfonso XI no fué débil de cuerpo, pero sí extremadamente inmoral y cínico; el abandono de su mujer legítima y de su hijo legítimo, su vida marital pública con doña Leonor de Guzman, el cuidado que tuvo de los hijos habidos con ésta, lo declararían bastante, si a ello no se añadiesen rasgos de crueldad material y alguno de crueldad moral más terrible que los otros; tal es el medio usado para vencer a don Juan Manuel, que justifica todos los odios de este señor a su rey.

Este rey fuerte de cuerpo, de espíritu enérgico y de talento, fué, moralmente, un degenerado; como él su hijo Pedro. Enrique II no aventajó a su hermano de padre en punto a escrúpulos.

Juan II fué bueno y honrado, pero vivió poco tiempo; sus hijos, Enrique y Fernando, disfrutaron de muy poca salud. Al primero la historia le llama el Doliente; el segundo falleció cinco años después de ser elegido rey de Aragón.

Los hijos del Doliente fueron: María, que casó con Alfonso V, su primo hermano; toda su vida la pasó en una continua enfermedad, y la voz popular hizo correr que la ausencia de su marido fué debida al deseo de librarse de ella. El hecho no es verdadero: sin embargo, doña María fué estéril. Otra hija del mismo Doliente, de nombre Catalina, casó con su primo hermano Enrique; no tuvo hijos y murió pronto. El varón fué Juan II, no enfermizo de cuerpo, pero sí de alma; abúlico por completo, se dejó dominar por don Alvaro de Luna en el gobierno y en la vida privada; extremadamente glotón, el condestable había de irle a la mano para contenerle; amigo del fausto, de las diversiones, de lo frívolo y enemigo del trabajo, era un degenerado espiritual completo. Aquí se vislumbran mejor las causas: eran doña María, doña Catalina y don Juan hijos de un matrimonio, cuyo cónyuge varón era el Doliente, el femenino doña Catalina de Lancáster, que, según el padre Flórez, era muy dada a los vinos: eran vástagos de un enfermizo y de una alcohólica.

De estos precedentes es fácil comprender que la descendencia de Juan II de Castilla fuese como fué: un Enrique IV el Impotente, un infante don Alfonso, muerto apenas llegó a la pubertad, y una reina Isabel, cuyos hijos murieron niños o muy jóvenes, incapaces de resistir el matrimonio.

Mientras vivió el infante don Alfonso, hermano de doña Isabel, el matrimonio de ésta no constituyó, ni para ella ni para el reino, problema político; pero muerto aquél y aceptado por todos el repudio, por ilegitimidad, de la hija de Enrique IV, la Beltraneja, aquel matrimonio constituyó un gravísimo problema de aquella índole.

La costumbre hacía volver los ojos de las dos familias reales, castellana y aragonesa, la una hacia la otra, siempre que se trataba de casar infantes o infantas. Entonces los reyes representaban los Estados de hoy y la atracción mutua se manifestaba en estos enlaces; se pensó en casarla con el príncipe de Viana, mas no llegó a efecto. Más tarde, cuando ya era heredera del trono de su padre y hermano, se le propusieron cuatro futuros maridos: el primogénito de Aragón, el rey de Portugal, el duque de Berry, hermano del rey de Francia, y otro hermano del de Inglaterra.

Dos de esos pretendientes traían sobre su cabeza la corona de otro reino peninsular para fundirla con la castellana; el tercero era extraño a España, de una familia real en hostilidad abierta o latente con un reino español; el último fué desechado muy pronto.

Los nobles del bando del rey porfiaban por el rey de Portugal; los de la princesa, por el primogénito de Aragón, descartando al francés por motivos que prueban el sentimiento de nacionalidad ya creado en la Península.

El matrimonio con el portugués fué muy pronto desechado por la mayoría; Castilla no era atraída por la zona costera atlántica occidental. Portugal era para ella un país lejano y casi sin frontera común; las relaciones que con él mantenía era muy someras. Entonces esto era lógico: no habiéndose descubierto América, no siendo navegable el Atlántico, estando muy lejos las tierras europeas lindantes con éste, Portugal era un islote abandonado en las soledades del mar. Castilla, región interior, buscaba su expansión por tierra, y Aragón y Francia eran los únicos Estados con quienes podía comunicar y los únicos a que se sentía atraída. Lo demuestra su historia, principalmente desde Alfonso VI, y como la causa es geográfica, esto es, permanente, una vez constituida España y fijada la Corte en Madrid, la política de los gobiernos españoles ha sido de imitación francesa y de adhesión a Francia.

Para los secuaces a la política tradicional castellana francófila, el casamiento de doña Isabel con el duque de Berry era un gran casamiento; les entusiasmaba el pensar la probable unión de las dos coronas, Francia y Castilla, por suceder un hermano a otro.

A otros, en cambio, parecíales altamente perjudicial, por eso mismo, el tal enlace; no creían digno de Castilla cooperar a la ruina de la Corona de Aragón, favoreciendo a los ultrapirenaicos, y juzgaban vileza el favor que ya se les había dado en contra de un reino más próximo, como español más afín.

En estos términos planteado el problema, era de suma trascendencia para todos; más que un problema de política interior castellana, un gravísimo problema internacional, un nuevo episodio en la larga y tenaz lucha que desde Clodoveo y Alarico venían sosteniendo los españoles pirenaicos de uno y otro lado del Pirineo, lucha en la cual, por influencias nacionales Castilla debía intervenir de modo decisivo, y en la cual debía decidir ahora de modo categórico si se ponía de parte de España o de Francia.

Por fortuna, se impuso el sentido de la patria española y triunfó el partido aragonés, y el matrimonio de Isabel y Fernando tuvo realización.

El historiador de este momento, el más trascendental de la historia de los reinos españoles, se halla perplejo al examinar las circunstancias que intervinieron en ese matrimonio: fueron menester tantas y tan extraordinarias y sobrevenir todas simultáneas, que, si hechos providenciales existen en la historia, es éste uno de ellos. Para que la Corona de Aragón recayera en Fernando, fué menester que muriese doña Blanca de Navarra y Juan II de Aragón contrajera nuevas nupcias con doña Juana Enríquez, y naciera don Fernando, y que el príncipe de Viana, heredero de Aragón y Navarra, muriese sin haber contraido matrimonio ni procreado hijos legítimos.

En Castilla fué menester más aún; pues fué necesario que Enrique IV reconociera su propia deshonra y el adulterio de su mujer para desheredar a la Beltraneja, que los hermanos de Enrique aceptaran la deshonra del rey y de la reina y el desheredamiento de su sobrina, y que el infante don Alfonso muriese para que, como única heredera, quedara la futura reina católica.

Tanta muerte, alguna atribuida por el pueblo al veneno, la del príncipe de Viana, y tanto oprobio del rey de Castilla, o son hechos providenciales o son grandes crímenes, pero es el caso que cada uno de por sí tiene explicación humana, es decir, racional. La degeneración fisiológica de la casa de Enrique II explica el ser de Enrique IV y la muerte de don Alfonso; éste, como su sobrino el infante don Juan, el hijo de los Católicos, no pudo resistir la pubertad; la muerte de doña Blanca y su hijo no son hechos tan extraordinarios que se deban atribuir a causas extraordinarias; el heredero de don Martín, don Martín de Sicilia, murió a la edad próximamente del principe; que Juan II, sino joven todavía, con vigor físico, casara con doña Juana Enríquez, explícase por su afán de ganar amigos en Castilla.

No hay prueba alguna del envenenamiento del príncipe de Viana; la unanimidad con que todos rechazaron a la Beltraneja es demostración del sentir de todos acerca del rey, de la reina y de la hija de ésta.

Como fué la unión de los reinos

La divisa de Aragón fué la frase: << Tanto monta Isabel como Fernando, tanto monta Fernando como Isabel>>. Es decir, que para los aragoneses no fué la reina de Castilla una reina consorte al modo de su tía la mujer de Alfonso V, sino una reina efectiva con iguales prerrogativas que su marido; no una coparticipe de la soberania del rey, sino tan soberana como éste, aunque, naturalmente, limitada en su ejercicio por las leyes y costumbres del reino.

En Castilla no sucedió así. Muerto Enrique IV y siendo preciso tomar los hasta entonces infantes el título de reyes, se planteó, antes de ser reconocidos, el problema del gobierno, esto es, de la participación del marido de doña Isabel en la gobernación del reino de su mujer. Don Fernando, que se hallaba en Aragón, al morir su cuñado partió para Castilla, y en Almazán fué muy obsequiado; continuo su camino hacia Segovia por Berlanga, Osma, Aranda y Sepúlveda, y en Turégano se detuvo tres días, para que en ese intermedio la reina y su consejo, que estaban en Segovia, tomasen acuerdo sobre aquel punto, siendo de notar que todos convienen en que la iniciativa partió de la reina, a la cual pretendían algunos encizañar contra su marido para poner en ellos disensión y discordia, pensando, sin duda, que de la malquerencia de los esposos sugirían males, que serían para ellos fuentes de bienes.

Personas prudentes hicieron notar a la reina lo inconveniente de hacer detener a su marido en una villa próxima, por esta razón que, a la verdad, demuestra en ella, dados los tiempos, menor amor al marido que a la dignidad de reina, y en él, una paciencia demasiado grande; pero confirma que hubo en doña Isabel ese propósito de dejar bien sentado el papel de don Fernando en el gobierno de Castilla antes de ser alzado como tal, y que, de su orden, se detuvo su marido en turégano, el que no vinieran a esta villa a saludarle los tres personajes por cuyo consejo se regía.

El punto todavía sin resolver, don Fernando entró en Segovia, después de haber jurado en el camino, en el campo, las leyes de Castilla, y allí fué jurado como rey por ser marido de la reina propietaria.

Ahora estallaron los celos y la discordia entre los consortes mismos acerca de la gobernación del país castellano; hubo quien quería que Fernando ni se titulara rey ni usara de insignias reales, esto es, que fuera rey consorte al modo de los de esta clase en el siglo XIX; otros, en cambio, pretendían que como a rey legítimo, por descendiente directo por línea de varón de la familia real castellana, se le debía reconocer y jurar, y todo amenazaba al desastre familiar por la discordia de los cónyuges y el desastre de la guerra civil en Castilla si los nobles se dividían, caso muy probable, pues el partido de los infantes no había muerto y don Fernando era castellano por ambas líneas, paterna y materna.

El caso menos malo para entonces, pero más desastroso para el porvenir, hubiera sido que Fernando, convirtiendo el hecho político en otro de dignidad, hubiera exigido un reconocimiento puro y simple, y, al negárselo, se hubiera vuelto a su reino, entablando expediente de nulidad de matrimonio, fundado en el parentesco, pues eran parientes en grado que lo hacía imposible.

He aquí el árbol genealógico:

           Juan I
           ________________________________
           |                               |
       Enrique III                Fernando de Antequera
           |                      |
        Juan II                  Alfonso - Juan
           |                                |
   Enrique-Alfonso-Isabel                Fernado

La conducta de la reina es no poco censurable, y casi no lo es menos la del rey. Demostró ella no tener suficiente confianza en su marido, y él tener una pobre idea de su papel de marido al poner en tela de juicio sus derechos.

Sobre los móviles de uno y otro cónyuge nadie dice nada; no hubo motivos personales, es muy probable casi cierto que los hubo políticos, pero los más fuertes fueron los tradicionales.

Las guerras interiores de los dos últimos reinados, en los que parte tan activa habían tomado los famosos infantes de Aragón, son Juan, padre del Católico, don Enrique y don Pedro, y muertos los dos últimos, sólo el primero, como rey de Navarra y lugarteniente general de Aragón, tenían temerosos a los del bando contrario; eran de temer represalias de los vencedores, o por lo menos estancamientos en la carrera, mientras los enemigos subirían en honores y riquezas.

Estos eran los motivos positivos, los cuales no podían influir en el ánimo de la Católica, no debían, pues bastaba para evitarlos su influencia personal y una sencilla palabra de honor de su marido.

El lector de este Manual debe recordar la sucedido en tiempo de Alfonso el Batallador y de doña Urrca, primera tentativa de unidad fracasada por causas muy parecidas a las que pusieron en peligro esta última y definitiva; ya entonces se sembraron entre los dos reinos recelos y suspicacias; pasó aquel siglo XII en las alternativas de Alfonso VII pretendiendo reinar sobre Aragón, y que los reyes de este reino le prestaran vasallaje. La participación aragonesa en la batalla de las Navas de Tolosa, después de la de alarcos, demostró que Aragón se interesaba por la EReconquista y la suerte de Castilla, pero a este hecho, al parecer seguido de amistad franca por el matrimonio de las dos hijas del Conquistador, Violante y Constanza con los dos hijos de San Fernando, Alfonso y Manuel, sucedió el de Sancho el Bravo y todo el siglo XIV, durante el cual, por una serie de sucesos, fortuitos unos, voluntarios los otros, Aragón y Castilla hácense guerra encarnizada durante muchos años, y cuando no hay guerra declarada, la hay latente.

El llamamiento de Fernando de antequera al trono de Aragón debía haber extinguido, al parecer, todas las causas de recelo; mas la inestabilidad de los dos reyes castellanos Juan II y enrique IV, coetáneos de Alfonso V y Juan II de Aragón, exaltaron las ambiciones de los descendientes de la rama segundógenita, inquietos, bulliciosos, más castellanos que aragoneses, y con sus revueltas y bullicios, corroboraron la tradición castellana de temor a la absorción aragonesa.

Este sedimento de siglos pasó en el ánimo de la corte de doña Isabel y la condujo a obrar como obró.

Sin embargo, esas causas son consecuencia de otra más real y más duradera: la geografía, Castilla, con clima propio, distinto en absoluto de las regiones periféricas marítimas, sólo afín en algunas particularidades con la cuenca del Ebro medio; separada, además, de éste y de aquéllas por fronteras naturales de muy difícil tránsito, sólo practicables en algunos puntos, goza de una personalidad geográfica, que se transforma en personalidad política, tan fuerte como vigorosa y concreta es la otra. Su clima, imponiendo una producción diversa de la de las tierras de más allá sus fronteras, impone a sus habitantes costumbres y modos de vida que los diferencian de los vecinos y los especializan; a que esta diferenciación y especialización sea mayor y casi absoluta colabora el aislamiento geográfico; Castilla tiene por esto de sí misma conciencia tan firme como lo puedan tener los isleños. Esta conciencia era el origen de las otras; pero, al propio tiempo, se dejaba exaltar por ellas.

Aragón, aunque de comunicaciones no muy fáciles, país más abierto y además istmo, sin dejar de tener conciencia de la personalidad geográfica de su territorio, no sentia recelos de paerderla ni disminuirla por la unión personal con otro reino.

En Segovia llegaron a un acuerdo los reyes y los cortesanos respecto a la participación del rey en el gobierno del reino de su mujer. Se convino que se nombrarían los dos en los dos reinos, así en las escrituras como en los sellos, precediendo el nombre del rey al de la reina; pero las armas reales castellanas precederían a las aragonesas; que los homenajes de las fortalezas se habían de hacer sólo a la reina, indudablemente con el fin de que los prestadores fuesen castellanos, tal vez recordando los tiempos del Batallador y doña Urraca; también se reservaba a la reina el manejo de las rentas y la propuesta de prelados; la administración de la justicia era cosa de ambos.

Así se hizo la unión, que no fué ni unión personal siquiera como la de Aragón y Cataluña, sino algo muy parecido a las ideologías constitucionales modernas. Es más, virtualmente no fué aquello más que la busca de un heredero común, conservando entretanto cada reino su total y absoluta independencia y viviendo los reyes apartados entre sí como tales reyes.

Los que tal acordaron no se dieron cuenta de la transcendencia del acto ni del daño que hacían a su propia patria. En esas suspicacias envolvían el germen de decadencia española, porque impedían la fusión de los pueblos en una nacionalidad, según mandaban la geografía de la Península y la empresa nacional de la Reconquista, no terminada todavía.

Fernando demostró su sagacidad diplomática. Ventilábanse intereses personales y nacionales muy grandes, y una cuestión de dignidad no podía destruirlos; la mejor política era condescender a todo lo que directamente no atacara el principio de unidad, y esperar; y transigio y esperó.

El fin de la Reconquista. Conquista de Granada

Comprendió Fernando y convenció a su mujer de que la causa del estado interior de su reino era el abandono del ideal de la Reconquista, y se dedicaron a restaurarlo y realizarlo apenas tuvieron un respiro de calma. Como pretexto para la guerra echaron mano de las parias que los granadinos prometían siempre y nunca pagaban, y creyendo los reclamados ahora, como desde Alfonso XI, se trataba de una reclamación puramente nominal, y con el propósito de reunir Castilla en Cortes y con pretexto de la guerra de los moros obtener servicios o donativos extraordinarios que se invertían en menesteres muy distintos, contestaron a la reclamación tomando por asalto la villa de Zahara; contestaron los andaluces apoderándose de Alhama y comenzó la guerra, año 1482 que duró diez años y fué mantenida por los reyes con gran tesón en el campo de batalla y gran habilidad política y diplomática en las negociaciones con los bandos granadinos.

Entraron los Reyes Católicos en la Alhambra el 2 de enero de 1492 y pocos días después en Granada. El siglo y medio de inactividad en esta empresa, que corre desde la muerte de Alfonso XI hasta el día de posesionarse de la famosa y bella fortaleza el rey de Aragón y la reina de Castilla, confirman que la empresa era nacional y no de un reino, y que fueron gran error todos los pactos dirigidos a excluir los reinos penínsulares de la participación en la misma, reservándola entera para uno.

Extraido de: La Edad Media en la Corona de Aragón de Andrés Giménez Soler. Editorial Labor, S.A., Madrid. 1930