Aragón > Historia > Corona de Aragón
La vida política de los Estados unida en la persona del conde de Barcelona por la cesión del reino aragonés hecha por don Ramiro al primero después de los esponsales con la hija de éste, llamada Petronila, no sufrió cambio alguno con el de dinastía. El nuevo monarca de Aragón tomó el título de príncipe de los aragoneses y no de rey, y fué acatado universalmente por todos éstos; sólo Navarra dejó de obedecerle entre todos los que fueron súbditos de Alfonso el Batallador.
El, por su parte, fué digno de ese acatamiento universal por su honrado gobierno y su sabia política. El no llamarse rey no fué imposición de sus nuevos súbditos; los aragoneses le concedieron sin recelo la autoridad que tuvieron los otros reyes, y en cuanto al blasón, Ramón Berenguer siguió usando el de sus ascendientes directos, por ser divisa de familia y no enseña de un pueblo o nación.
Pero Ramón Berenguer comprendió que la política del reino de su mujer tenía mayor importancia por ser más trascendental que la del condado, y a ella dedicó toda su atención.
Era menester liquidar el asunto de las aspiraciones del rey de Castilla y pactó con él recobrando las plazas de que aún estaba apoderado; no era negocio menos importante el de Navarra, no tanto por su independencia como por la frontera que el navarro había traído más acá de lo que histórica y geográficamente era su reino; y había, finalmente, otra cuestión que exigía solución inmediata: las reclamaciones de las Ordenes del Hospital y del Temple, herederas del reino según el testamento de Alfonso I.
La cuestión de Navarra fué la única que no quedó resuelta a satisfación del conde por la política servil hacia Castilla del rey don García, y la protección que le dispensaron Alfonso VII y el rey de Francia, cuyas intromisiones en las regiones pirenaicas comenzaban a ser frecuentes y enérgicas.
En cuanto a las Ordenes militares llegó con ellas a un acuerdo mediante la concesión de villas y castillos y casas y rentas en algunas ciudades.
No descuidó por estas preocupaciones españolas las cuestiones del Midi, y desde Zaragoza fué en ayuda de su hermano el conde de Provenza, combatido por los Baucio, y de allí regresó a Zaragoza también atraído por la política de este reino.
La Reconquista tuvo en su tiempo y merced a él un gran avance; además de tomar parte con los genoveses y el rey de Castilla en la toma y saqueo de Almería, hecho más de relumbrón que de consecuencias efectivas, conquistó Tortosa, Lérida y Ciurana, con lo cual no quedó a los moros más tierra en las orillas del Ebro que el castillo de Rota, Rueda o Escatrón.
Los historiadores, que no distinguen tiempos y que ven el mundo, cuanto más su patria, organizado como ahora, atribuyen la conquista de Lérida y Tortosa al Principado, dando por cierto que ya entonces existía éste y que el Aragón y la Cataluña del tiempo de los Reyes Católicos y aun del de Felipe IV eran los mismos que los de la época de Ramón Berenguer, conde de Barcelona y príncipe de los aragoneses.
Y nada más erróneo. El reino de Aragón era entonces un conglomerado de comarcas independientes entre sí, con solo el vinculo político que creaba obedecer a un soberano único y el mismo para todas. Cataluña era un conglomerado de comarcas gobernadas directamente por condes, que reconocían la soberanía del de Barcelona; ni siquiera era conocido el nombre con el que luego fué y es conocida la región; ni sus habitantes se llamaban catalanes. El condado de Urgel era, de hecho, independiente y fluctuaba entre las dos influencias, la de Aragón y la de Cataluña.
La región ilergete es de las más fuertemente acusadas; su personalidad aparece bien definida y concreta por el Oriente, limitada por divisorias y por el clima, que es la frontera natural más natural por las distintas costumbres que impone; por Occidente, esa frontera es indefinida e inconcreta; el país ilergete no sólo comprendia el Segre medio e inferior, el Esera y el Isabena más los dos Nogueras, sino que tocaba en los términos de Velilla de Ebro, antigua Julia Celsa, a menos de cincuenta kilómetros de Zaragoza y con los de Huesca.
Todas las tradiciones ibéricas, romanas, godas y árabes unían Lérida a Zaragoza y tierras occidentales del Segre; todas las que constituían su región propia eran políticamente aragonesas y no catalanas. Los condes de Urgel, únicos cuyas aspiraciones al dominio de la ciudad eran legitimas, por ser las más terrestres, eran más afines de las tierras de Pallás, Ribagorza y Litera que de las del otro lado del Segre; igual atentado geográfico era conquistar Lérida y su comarca para Cataluña, que la Rioja para Castilla, o que declararse independiente Navarra; cada uno de estos hechos era pecado contra naturaleza, y esta clase de pecados, si se perdonan, llevan en sí mismos la penitencia.
Tortosa es un delta separado de las comarcas limítrofes por desiertos, más agrícola que marítimo; el Ebro, como vía de comunicación, era su único vínculo con las tierras interiores ribereñas del mismo.
Tortosa es una región aislada como Valencia, como el campo de Zaragoza, como el condado de Barcelona y el de Ampurias, pero menos isla que éstas por el hilo del Ebro que anudaba a él las ciudades de todo su curso.
¿Conquistó, pues, Ramón Berenguer IV Tortosa y Lérida a título de principe de los aragoneses, o de conde de Barcelona?
La cuestión es baladí, y sólo le da importancia el orgullo regional, la influencia del aislamiento geográfico de la región donde viven los historiadores, que sugestionados por ideas arcaicas quieren que realizara aquellas conquistas a título de conde de Barcelona; pero el hecho así explicado lo contradice la historia. Ramón Berenguer IV fué contra dichas dos ciudades a título de principe de los aragoneses y de conde de los barceloneses, y seguido con más entusiasmo por los de poniente del Segre que por los de oriente, por irles más en ello.
La caída de Lérida produjo en Zaragoza gran satisfacción, y fué celebrada durante mucho tiempo como gran hazaña, pues los documentos privados la consignan en sus datos algunos años después, como si fuese principio de una nueva Era.
Fueron conquistadas Tortosa y Lérida en 1148 y 1149. Ciurana y Miravete al año siguiente, y como no existían ni Cataluña ni Aragón, ni por tanto, fronteras políticas entre las dos regiones, ni la lengua separaba a los de un lado de la sierra de Cadí de los del otro, ni a los de cuenca del Segre de los de del Ebro propio, Ramón Berenguer no anexionó Lérida ni Tortosa a ninguna de las dos, sino que las añadio a las demás tierras de que era señor, titulándose indiferentemente duque o marques de la una y de la otra.
Murió don Ramón Berenguer IV en Lombardía, adonde había ido a entrevistarse con el emperador de Alemania. La tradición catalana, precisamente conserva de él tal recuerdo, que le llama "Santo"; la de Aragón es para él de grande y profundo respeto; fué un gran político y hombre de gran virtud, cumplió sus deberes de príncipe honrada y fervorosamente, pero la pasión ha oscurecido sus méritos; se le acusa de lo que debe considerarse uno de sus mayores aciertos: la unión de Cataluña con Aragón, pretendiendo que de ésta vino la posibilidad de la sentencia de Caspe y la unión con Castilla; Ramón Berenguer vió que una región marítima, aislada de las interiores, de territorio escaso y fuera de toda comunicación, había de ser o una república al modo de las italianas, la más similar Génova, país de aventureros y piratas y a la larga presa de los interiores, o una región fraccionada en pequeños condados en pugna perpetua. La unión con los aragoneses daba un hinterland a Cataluña para que alimentara su comercio; ella le daba un poderío militar que por si sola no tenía; ella, en fin, fusionándola políticamente con un reino interior, que casi tocaba con el Atlántico, aseguraba la independencia de Cataluña.
El tránsito de un monarca a otro no fué notado ni en lo interior ni en lo exterior; aunque el conde nombró tutor de su hijo al rey de Inglaterra, fué doña Petronila la encargada de organizar la gobernación de los Estados que su hijo heredada, para lo cual juntó en Zaragoza los obispos y nobles de Aragón y Cataluña, para que ratificaran el testamento de su marido, hecho de viva voz ante dos de sus consejeros; de la gobernación suprema se encargo el conde Provenza, primo hermano del heredero del trono aragonés, y cuando éste llegó a los doce años su madre se retiró a su condado de Besalú, entregándole reino y condado para que los regiese.
La política de expansión por el Mediodía de Francia, tradicional de los reyes de Aragón, la continuó éste con el fervor de su padre; por muerte de su primo, conde de Provenza, heredó esta región; siguiendo la conducta de Alfonso el batallador pactó con el conde de Tolosa, que le disputaba la Provenza, y recibió el homenaje de los condes de Bearne y Bigorra, y como resucitando los tiempos de Wamba, los de los condes de Nimes, Béziers y Carcasona.
Como rey peninsular, Alfonso II luchó contra Navarra para reducirla a sus antiguos límites; conquistó a los moros el territorio que aún poseían desde el Ebro, a partir de la actual villa de Escatrón, monasterio de Rueda, hasta las fuentes de los ríos Guadalope y Matarraña con sus cuencas, en las cuales están enclavadas las actuales ciudades de Caspe y Alcañiz y las villas de Valderrobres y Aliaga; siguiendo en sus conquista llegó al río Alfambra y al Guadalaviar, asomándose así a la llanura valenciana. La conquista de Teruel completó la de la tierra que había de ser Aragón propio y abrió el camino para la de Valencia y la primitiva Lusitania celtibérica, Cuenca y su comarca.
Esta conclusión de la empresa nacional por excelencia había de repercutir necesariamente en la vida interior del país; los pueblos se organizan para fines de momento, y una vez conseguidos, las organizaciones se arcaízan y necesitan reforma. El reinado de Alfonso II es por esta causa un tiempo de transición en que la constitución primitiva comienza a fallar y se siente la necesidad de delimitar fronteras con los otros Estados peninsulares y de fijar las zonas de desbordamiento de cada uno sobre los territorios ocupados aún por musulmanes.
A estos sentimientos responde la actividad política internacional del Monarca aragonés: fijación de fronteras estables con Castilla por parte del Moncayo y la Rioja; fijación de la misma frontera por parte de Albarracín y fijación de la parte de España que Aragón debía reconquistar.
Alfonso quería recuperar Tarazona y hacer suyo el Queiles en su brazo de Vozmediano, dejando el otro, el de Agreda, para Castilla; en esto consiguió su propósito. Deseaba también que la Rioja, obedeciendo a la tradición y a la geografía, entraran en sus dominios; Nájera había sido conquistada por los navarros, pero en esto no fué tan feliz, y la Rioja quedó propiedad del rey castellano; deseaba, igualmente, que Tudela y la cuenca inferior del río Aragón que jamas habían sido vasconas y giraban en la zona de influencia de Zaragoza, pasaran de la Corona de Navarra a la de Aragón, y lo hubiera conseguido si el espiritu localista navarro, apoyado por Castilla, no se lo hubiera estorbado.
En cuanto a lo de Albarracín la cuestión venía planteada de un modo particularísimo. Allí, en aquella fortaleza de la sierra, nudo hidrográfico el más importante de España, comparable al de Peña Labra solamente, se había alzado con el señorio un caballero llamado don Pedro Ruiz de Azagra, que en su orgullo titulábase señor de Albarracín y vasallo de Santa María; don Pedro obtuvo su señorio, no por conquista, sino por cesión de un rey moro de Murcia y Valencia llamado Lobo, y había sido rico-hombre navarro, en el cual concepto había tenido el honor de Estella. Alfonso se halló ante un hecho, lo mismo que los reyes de Castilla, y ante un hombre, fiero de un poder que quería conservar en lo político y pretendía segregar en lo eclesiástico, fundando un obispado.
A pesar de esta preocupación Alfonso no cejó en la guerra contra los moros valencianos, que desde el principio de su reinado lo reconocían como a su señor y, descendiendo desde las alturas turolenses a las tierras costeras y bajas del Turia, puso sitio a Valencia; el rey o gobernador de la ciudad fué lo suficientemente hábil para echar sus enemigos contra los moros de Murcia, y Alfonso fué a sitiar Játiba, y hubiera quizá terminado la reconquista de aquella tierra valenciana de haber el navarro permanecido tranquilo. pero cuando Alfonso estaba tan distante de las fronteras de ese reino y con su ejército ocupado, el rey de Navarra entró en Aragón en son de guerra, obligándole a volver.
Era natural que los de aquel reino lucharan por salir del cerco que los asfisiaba; organizados para la guerra, lanzados a la guerra por una tradición ya entonces milenaria, con el hábito adquirido de hacer entradas en país enemigo para ganar botín, un afán malsano de independencia los había erigido en reino, separándolos de Aragón; pero al tocarse por debajo de ellos en el Moncayo los reinos más poderosos de Aragón y Castilla, quedó su tierra cercada y en un verdadero sitio. Repitiéronse para los navarros los tiempos de los vascones, pero sólo en apariencia, porque la civilización más avanzada no consentía lo que la más ruda de los tiempos godos. Consecuencia de ese aislamiento fué su alejamiento de la vida nacional y la creación de un fuerte espíritu localista.
Un caso análogo al de Navarra es el que pretendía don Pedro de Azagra en Albarracín; su vanidad y su conveniencia habrían salido gananciosas de conseguir sus propósitos, mas su ejemplo hubiera sido fatal, y el seguirlo hubiera dividido los reinos en diminutos y microscópicos Estados, semillero de discordias y guerras. Por esta causa se concertaron contra él los reyes de Aragón y Castilla con pactos muy solemnes, como si se tratara de un personaje poderosísimo. El asunto de Alabarracín quedó, sin embargo, inconcluso y tardó un año en resolverse.
Y el ejemplo cundía: quizá como consecuencia de aquel negocio y para evitar que el de Azagra descendiendo por el Júcar, se apoderase de Cuenca, a la cual parece que había puesto sitio tiempo antes, concertaron el Alfonso II de Aragón y el VIII de Castilla poner sitio a dicha ciudad, y así lo realizaron. Después de un cerco de nueve meses se rindió la ciudad, y sobre el mismo campo acordaron dar por definitivamente resueltas y terminadas cuantas cuestiones los dividían, declarando definitivas las fronteras actuales de cada reino, excepto la comarca de Molina de Aragón, que Alfonso II reclamaba como de su reino por haberla conquistado el emperador don Alonso a la muerte de Alfonso el Batallador. Como cada uno defendiera con tenacidad su posición, pusieron el asunto en manos de don Manrique de Lara, persona de la confianza de los dos, quien para que su laudo no disgustara a ninguno se adjudicó a sí mismo el territorio con el título de conde de Molina.
La debilidad de los moros levantinos en este tiempo la patentiza el que el rey de Aragón no regresara a sus dominios por Albarracín y descendiera hasta Murcia y Lorca para volver por Valencia a Teruel.
Pacto trascéndental en la historia de la Corona de Aragón es el firmado entre los dos Alfonsos de Castilla y Aragón en un lugar de Andalucía que los historiadores llaman Cazola, y que si no es la actual Cazorla, es la ibérica Castulo. En ella se avistaron los dos, penetrando cada cual por su tierra, y allí convinieron en que el límite de la conquista de Aragón sería la divisoria del Júcar y del Segura, es decir, la cordillera contestana, que atraviesa el puerto de Biar, dejando para Aragón el territorio de Denia. Fué firmado este pacto en 1179.
Alfonso II murió en Perpiñan en 1196; fué un gran rey, y por su moralidad, digno hijo de su padre, a quien la tradición tiene por santo; fué su actividad incansable, y su política, así en paz como en guerra, la conveniente a sus Estados; se preocupó lo mismo de la Galia gótica que de los reinos peninsulares; luchó contra el feudalismo que asomaba, y, con verdadero fervor, tomó parte en la Reconquista: tuvo el pesar de que en su tiempo sufriese Castilla la derrota de Alarcos.
Aunque de carácter y costumbres muy distintos, y aun opuestos, su hijo Pedro, segundo de este nombre en Aragón, en cuanto rey no desmereció de su padre y abuelo. Enturbiaron los primeros años de su reinado sus disensiones y hasta casi guerra entre él y doña Sancha, su madre, hija de Alfonso VII de Castilla, no estando claras las razones de las mismas; si bien no puede suponerse que la reina madre pretendiera, con su señorío sobre castillos situados en la frontera castellana, dar entrada por ellos a los enemigos de su hijo, ha de presumirse que su empeño por conservar aquéllos obedecía al de poder ella huir a Castilla, si las circunstancias lo hacian preciso. Resueltas estas cuestiones a satisfacción de todos, don Pedro dedicó toda su atención a los negocios del Mediodía de Francia, fuertemente embrollados por la cuestión religiosa de la herejía de los albigenses, bajo la cual se ocultaban las ambiciones de la Francia del Norte.
Los mismos meridionales, conocedores del peligro, estrecharon sus lazos con los aragoneses; el conde de Tolosa casó con una hermana de don Pedro y se agruparon alrededor de éste como el jefe de todos y como si viesen en Aragón el núcleo de la nacionalidad pirenaica. En esta acción política contra Francia, en pro del Midi, radica la importancia del reinado.
Ella oscurece la parte que tomó en la política española, la pertinente a la península, sin embargo, de haber sido muy grande y gloriosa.
Don Pedro se confederó con el rey de Castilla contra el de León, pero más contra el de Navarra, el cual reino pretendieron repartirse; hubo, por este motivo, contiendas y guerras en las que ninguno de los contendientes ganó nada y todos perdieron.
En cuanto a la Reconquista, limpió de moros la región de Teruel, aún infestada, en parte, por ellos, y entro en Valencia en una de aquellas incursiones que arruinaban a los moradores y enriquecían a los invasores.
Pero el hecho capital de este tiempo es la batalla de las Navas de Tolosa, última gran batalla de la Reconquista (penúltima, si se tiene también por tal la del salado), sin la cual no tienen explicación las adquisiciones futuras de San Fernando, ni casi las de Jaime el Conquistador.
Dióse aquélla entre el sultán almohade Abu Abdala Mohamed Annaced, lidin billah, y los reyes de Castilla, Aragón y Navarra, llamados estos dos por el primero por temor a que una imprudencia igual a la que promovió la derrota de Alarcos ocasionara un nuevo triunfo a los musulmanes; tanto esta campaña como la de alfonso XI contra los benimerines, que acabó en la del Salado, demostró claramente que la empresa de acabar con los moros de España era obra nacional y no particular de Castilla; lo confirmó la imposibilidad de adquirir Granada antes que Aragón y Castilla unieran sus fuerzas en los Reyes Católicos, y es que la solidaridad de los peninsulares es obra de la Naturaleza, por serlo de la geografía, y la solidaridad no consiente ni supremacias ni segregaciones, sino igualdad y unión.
Sin lo de Alarcos no hubiera sido lo de las Navas, pero Castilla tardó en rehacerse de aquel desastre diez y siete años, y si al fin lo vengó y al fin deshizo el poder almohade, fué reconociendo el carácter español de la guerra y la solidaridad nacional de los españoles.
Aragón y Navarra, no obstante estar menos interesadas en el riesgo, acudieron al llamamiento de Alfonso VIII de Castilla; no hicieron otro tanto los reyes de León y Portugal, que no creyeron de su deber prestar su concurso a la obra emprendida de arrojar de la Península a los africanos.
Entró en Castilla para reunirse con alfonso VIII por Cuenca, y para estar en Toledo el día señalado << fizo sus jornadas mas apresuradamente que non convinia a rey mas en el día puesto veno et lego a Toledo >>, como dice la Estoria de Espanna que mandó escribir Alfonso el Sabio.
Estuvo el ejército aragonés en el sitio de Calatrava y continuó en la hueste cristiana cuando los extranjeros se salieron de ella; con ella tomó parte en la famosa batalla, que fué la decisiva de la Reconquista, no sólo porque afirmó la supremacía de la España del Norte sobre el Mogreb extremo, con lo cual se afirmó que Andalucia debía pertenecer a la primera, y no al segundo, sino porque deshecho el Imperio almohade y abandonados a sí mismos los andaluces, la tierra llana del Guadalquivir estaba virtualmente conquistada.
De Andalucía marchó don Pedro a su Reino, donde las cosas, por la parte de Francia, estaban complicadísimas. Se había extendido por esta región una secta religiosa, que sostenía el principio de la dualidad divina y desfiguraba o negaba algunos dogmas del catolicismo. Dividía los fieles en perfectos o iniciados y creyentes, y proclamaba en éstos como deber el imitar a los otros; en los perfectos exigía un ascetismo austero en alto grado. La salvación hacíala depender de una especie de sacramento llamado consolamentum, administrado por imposición de manos in articulo mortis. Era un revoltijo de errores maniqueos y arrianos, y dentro de una moral muy radical proclamaba la comunidad de mujeres y la licitud de otras uniones carnales contra natura; los principios que informaban esta doctrina eran, por su origen, orientales, pero su desarrollo no fué de ahora seguramente, sino por una lenta evolución, cuyos comienzos hay que buscar, seguramente, en los tiempos del arrianismo de los godos; para combatirla fundó un español, natural de Caleruega, diócesis de Osma, la Orden de Predicadores o de Santo Domingo.
No bastando a reducirlos al seno de la Iglesia católica la persuasión y persistiendo en su
error y aun atacando con las armas a los que buscaban convertirles, se predicó cruzada contra
ellos por el Papa Inocencio III, quien invitó al rey de Francia a que la condujera; más este
monarca se excusó, aunque dijo permitiría que sus barones tomaran la cruz para combatir dicha herejía.
Reunióse el ejército de cruzados en Lyón, a fines de junio de 1209, y comenzó desde aquí a
invadir el Languedoc. Béziers fué asaltada, la ciudad entregada al saqueo y al incendio, y siete
mil de sus habitantes pasados a cuchillo; suerte igualmente rigurosa corrió Carcasona, cuyos
habitantes << salieron della en camisa >>, según Zurita, que trae la nota del historiador contemporáneo que le sirve de fuente.
A todo esto Simón de Montfort, jefe de los cruzados, iba desposeyendo de sus feudos y tierras a los provenzales y él iba siendo investido de la autoridad de los desposeídos, la mayor parte o todos vasallos del rey de Aragón; de Béziers y Carcasona, había sido infeudado por don Pedro a instancias del Papa.
Prosiguiendo su campaña, en 1210 pusieron sitio los cruzados a un castillo muy fuerte, llamado de Minerva, dentro del cual quemaron ciento cuarenta personas.
Con esta crueldad fué llevada la guerra por las tierras contiguas al Pirineo, condado de Fox, Cominges y Albi en 1211; y no obstante dolerse Pedro II de esta conducta, que nada justificaba, fué a Castilla a luchar contra los moros.
El historiador español no puede menos de hacer notar la diversidad de procederes; esos cruzados, tan valientes y tan crueles con los débiles y los vencidos, fueron los mismos o de las mismas gentes que vinieron a España a luchar con los moros, y cansados del rigor de la campaña, apenas comenzada, se volvieron a su tierra. Es que no era lo mismo combatir aquí que en Francia: es que aquí la guerra era dura y se hacía contra hombres que sacrificaban sus vidas y exigían igual sacrificio del adversario, y allá en Francia, iba contra ciudadanos no acostumbrados al manejo de las armas y ambarazados además por mujeres y niños que, como hechos a vivir en paz, se asustaban del estruendo de las espadas.
Otra observación dicta la verdad de la historia: el vulgo extranjero, y en ese vulgo hay que comprender muchos sabios en diversas materias, pero grandes ignorantes de las cosas de España, atrévense a calificar a los españoles de fanáticos hablando de lo que ignoran; pues bien, compárese la conducta benigna y humana de los españoles con los mahometanos, con la de los cruzados, franceses del Norte y alemanes, con los vencidos albigenses, y véase de parte de quiénes está el fanatismo y la crueldad; pero se ha seguido con nosotros el procedimiento de acusarnos siempre, y nosotros hemos seguido el de no defendernos.
Pedro II volvió rápidamente a sus reinos desde Ubeda, y se trasladó inmediatamente a la comarca de Tolosa, decidido a salvar a su cuñado el conde Ramón VI. Diversas veces antes de ahora, había intercedido por éste ante el cruel Simón de Montfort sin resultado; para demostrar su decisión se presentó en Tolosa en febrero de 1213; retiróse luego a Perpiñán y Cataluña a organizar sus tropas, y en mayo se dirigió a Francia desde Lérida. Como señor eminente de todos los territorios pirenaicos y del Languedoc púsose al frente de sus aragoneses y catalanes, de los languedocianos y del condado de Fox y del pueblo de Tolosa, y con todos ellos, que se dice ascendían a cien mil hombres, salió de esta ciudad a sitiar el castillo de Muret, no muy distante de aquélla, en el cual Simón de Montfort había puesto gente de armas en la espectativa de un sitio de Tolosa. Ocurrió esto un martes, 11 de septiembre de 1213.
Simón de Montfort se encerró en aquel castillo de orden del legado pontificio, pero siendo su situación insostenible decidió romper el cerco y huir, ya que los requerimientos de los prelados al rey de Aragón para que no defendiera a los excomulgados condes de Tolosa y Fox no habían sido atendidos.
Dos versiones circulan respecto de lo que sucedió después.
Dice la una que el de Montfort, cuyas fuerzas se compomnían de unos ochocientos caballeros y mil peones, salió de Muret decidido a romper el bloqueo y salvarse; para esto ordenó sus huestes y con gran empuje arremetió contra las avanzadas a las cuales desbarató muy pronto; volvióse contra el escuadrón del rey, cuya posición la indicaba la enseña real, y abandonado don Pedro por los de Midi quedó solo con unos pocos caballeros aragoneses, que aunque se defendieron con bravura fueron sacrificados al número.
Dice la otra versión que el jefe de los cruzados se quiso poner en manos del rey en virtud de
los pactos que con él le unían y que don Pedro no quiso recibirle, y que entonces el de Montfort,
decidido a salvar su persona y la de los suyos, acordó una salida desesperada para el amanecer
del jueves 13 de septiembre de 1213.
En efecto, ese día, al clarear el alba, se abrieron las puertas de Muret y el escuadrón de
caballeros del de Montfort salió a galope encontrándose con las tropas que el rey guiaba en
persona; el choque fué terrible, y don Pedro y los aragoneses de su comitiva, que habían pasado
la noche en una bacanal y sin dormir -hasta el punto de que al oir misa, aunque el rey se
apoyaba en la lanza se cayó dormido durante el santo oficio- sorprendidos y sin ánimos para
disponer la defensa, fueron todos arrollados y muertos. La noticia de la muerte del rey,
transmitida por algunos fugitivos, sembró el pánico entre las tropas y sobrevino la desbandada.
Las dos versiones son verosímiles y más la segunda que la primera; es posible que ésta encierre sólo una parte de la verdad, o por ignorancia del cronista que la refiere o por deseo de aumentar el prestigio de los cruzados; no sale muy bien librado el de Pedro en esa versión de la batalla de Muret, la más trágica de cuantas narra la historia aragonesa, pero refiérese aquélla en una crónica del tiempo de don Jaime I, hijo del vencido, escrita con referencia a recuerdos personales, y cuya veracidad abonan hechos al parecer indubitados: uno de ellos el del engendro de su heredero y sucesor.
Habia casado don Pedro en 1204 con doña María de Montpeller, hija de Guillén VIII, señor de esta ciudad y de una princesa bizantina que venía de su tierra a casar con Alfonso II, el padre de Pedro II, pero que por retrasar su viaje y no avisar a su futuro del retraso, creyó éste que había desistido del proyectado casamiento por lo cual ajustó uno nuevo con Sancha, hija del rey de Castilla; la princesa bizantina llegó a Montpeller cuando ya el rey don Alfonso estaba en vías solemnizar sus bodas con la castellana, y prefiriendo ésta a la otra le mandó que no entrara en sus Estados. La desairada princesa, aunque por su culpa, quedóse en aquella ciudad, y solicitada por el señor de la misma, viudo y de alguna edad, aceptó y contrajo con él nupcias que debía contraer con el rey aragonés.
De este matrimonio nació doña María, que muy joven casó con el hijo del que debía de haber sido marido de su madre, pero le persiguió la desgracia como a su madre, aunque de diferente manera. Don Pedro, a pesar de su juventud y belleza de su esposa, no se sintió atraído por ella y en cierto modo la recluyó en Montpeller; una vez que se hallaba en esta ciudad andaba solicitando los favores de una dama, y como los vasallos sintiesen la situación de los reales cónyuges que amenazaban no dejar herederos legítimos, puestos de acuerdo con la reina cambiaron ésta por la dama solicitada y del acto nació don Jaime.
El padre de éste es muy probable que no lo viese ni una vez: por lo menos ignoraba su verdadero nombre, pues lo llama en los documentos Pedro, siendo así que se llamaba Jaime, por una razón un tanto casual; cuenta la crónica, que corre bajo el nombre de este rey, que su madre, antes de echarlo al mundo, encendió doce cirios de igual peso y puso en cada uno el nombre de un apóstol con promesa de poner su hijo bajo la advocación y patrocinio de aquel cuyo cirio durase más tiempo y que esto sucedio con el dedicado a Santiago, San Jaime.
Don Pedro fué traído a enterrar al Monasterio de Sigena, fundación de su madre doña Sancha, y en donde ésta yacía; aún se conserva su sepulcro, sencillo pero grande.
Porque don Pedro era hombre robusto, alto y bien formado; en cuanto a sus condiciones morales, era eminentemente religioso, tanto, que mereció el dictado de Católico y fué a Roma en los comienzos de su reinado a recibir la corona de manos del Papa Inocencio III, declarándose feudatario del Papa y prometiendo pagarle en tal concepto un censo anual que nunca se hizo efectivo, así como nunca se prestó por los monarcas aragoneses acto alguno de vasallaje a los pontifices.
Sin los sucesos del Mediodía de Francia, don Pedro hubiera realizado su proposito de conquistar las Baleares, mas este hecho, tan fatal como fácil, estaba reservado a su hijo.
Límites de la Edad Media.
Antecedentes de la invasión musulmana.
Ruina de la monarquia goda. Batalla del Guadalete.
Las causas de la ruina del Reino godo.
Las costumbres.
El estado social.
El ejército.
La decadencia de las ciudades.
La conquista musulmana y su carácter
Las expediciones musulmanas a la Galia gótica
Las tierras de la Corona de Aragón bajo el poder musulmán
La pretendida influencia musulmana
La Reconquista
Sus origenes
Constitución de los núcleos cristianos del Pirineo. Su historia hasta su independencia.
Condado de Aragón
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