Aragón > Historia > Corona de Aragón
El matrimonio de Pedro III con Constanza, hija de Manfredo, rey de Sicilia, no fué procurado por el rey de Aragón, sino por el siciliano; fué un matrimonio político, cuya importancia vieron, inmediatamente, el rey de Francia y el de Castilla, parientes próximos; ambos, en seguida de conocerlo, el segundo, a instancias del primero, porque ya castilla giraba alrededor de la política francesa, pidieron explicaciones a don Jaime sobre el alcance de aquella alianza y don Jaime les dió satisfación cumplida; el enlace no significaba alianza entre él y su consuegro; no obstante él, Aragón no auxiliaría a Manfredo en su guerra con Carlos de Anjou. Hechas estas declaraciones, don Jaime accedió al casamiento de su hijo con la infanta de Sicilia, tentado por la cuantiosa dote que ésta llevaba, cincuenta mil onzas de oro, sin pensar en ganar Sicilia, ni en extender sus dominios, pues no podía imaginar que sucediese la batalla de Benevento y el trágico fin de la familia real siciliana.
Manfredo propuso el matrimonio de su hija con el heredero del trono de Aragón, pensando que un rey desposeído de tanta tierra en el Midi, que tenía que vengar la muerte de su padre y el despojo de parientes muy próximos, a quien llamaban los mal avenidos con la dominación francesa, necesariamente había de ver con buenos ojos un enlace que le procurara un aliado contra su enemigo.
Pero Manfredo se equivocó respecto de su consuegro, aunque no respecto de su yerno. Pedro III es, sin duda, el rey más grande de la Corona de Aragón: de actividad y talento muy parecido a los de su abuelo, aunque con más seso, secundó los propósitos del padre de su mujer y en vida del suyo luchó contra los franceses en pro de los meridionales; ya rey, afrontó la situación francamente y resucitó el problema del Midi, desafiando a francia en la guerra llamada de las << Visperas sicilianas >>.
Pedro III sí que fué a Sicilia con plena conciencia de los efectos de su expedición, con pleno conocimiento de que se atraía la enemiga de Francia y del Pontificado, al cual esta potencia comenzaba a ponerle sitio para hacerlo suyo, y bien convencido de que el campo de batalla serían muy pronto o las tierras de su Corona o las meridionales de Francia, según la suerte de las armas.
Los enormes preparativos que hizo, el secreto en que mantuvo el destino de los mismos, su marcha al Norte de africa, a la vista casi de Sicilia, y la inquietud de los franceses, que no podían ignorar el estado de ánimo de los sicilianos contra ellos, ni tampoco los tratos que Olfo de Proxida llevaba con don Pedro, hacen presumir que no fué éste del todo extraño a la matanza de franceses en Palermo el 31 de Mayo de 1282 al toque de vísperas; no es esto decir que él la ordenara, sino que la proximidad de su escuadra y los rumores corrientes acerca de su actitud animaron a los panormitas.
No faltaron entre aquellos a quienes el rey pidió consejo, hombres prudentes que vieron en la marcha sobre Sicilia sus consecuencias, pero el honor de Pedro estaba comprometido, y aunque la política de dignidad es una mala política, cuando sólo ésta se defiende, Pedro veía, tras de su honor, el reino de su mujer y los detentadores de las tierras del Midi; libre de los escrúpulos de su padre y de alma más noble, arrostró el hecho con cuanto de él se derivaba, y fué a Sicilia, coronándose rey y expulsando de la isla los pocos franceses que aun quedaban y persiguiéndolos hasta en tierra firme.
La contraofensiva no se hizo esperar. Carlos de Anjou desafió personalmente a don Pedro, y el Papa Martín IV lo desposeyó del reino, dándoselo a Carlos de Valois, hijo del rey de Francia. Resucitaba la rivalidad de godos y francos por la misma causa: el Midi.
Pedro III regresó a España, y sin reparar en el peligro que corría fué a Burdeos, lugar señalado para su combate personal con Carlos de Anjou, y el día señalado se presentó al senescal de aquella ciudad, entonces inglesa, como a enviado de sí mismo, preguntándole si le aseguraba la libertad; ante la respuesta negativa pidió ver el campo, y al estar en él descubrió quién era, y mandó levantar acta de su comparecencia. Salió de Burdeos al oscurecer y entró en españa por Guipúzcoa; hizo este viaje disfrazado de criado de un aragonés llamado Domingo de la Figuera.
Para venir a posesionarse del trono de Aragón obtuvo Carlos de Valois los beneficios de cruzada, y dicese que se juntaron doscientos mil cruzados en Tolosa, de donde partieron a Cataluña, como tierra de frontera más abierta; los detuvo don Pedro en el puerto de Panizars, mas no pudo evitar que irrumpiesen en el Ampurdán y llegaran a sitiar Gerona. Vino, entretanto, el famosísimo almirante Roger de Lauria, que destruyó la escuadra de Francia, y esta victoria que privó a los invasores de su mejor vía de abastecimiento, completada por el estrago que en sus filas hacía una epidemia y la hostilidad incesante los debilitó; el propio rey de Francia cayó enfermo y murió de la peste, permitiendo don Pedro que lo llevaran a enterrar en Francia y aun que todo el ejército se retirase.
La resistencia de Pedro III y el triunfo de sus armas demuestra bien no ser verdadera la razón alegada por los defensores de don Jaime, de que abandonó el Midí por imposible de defender; cuando este rey estaba en la cumbre de su prestigio, después de la conquista de Valencia, una acción suya enérgica es muy posible que hubiera restaurado la influencia aragonesa, perdida después de lo de Muret en esas tierras ultrapirenaicas.
Como en el mismo año murieron él y don Pedro, el Papa Martín IV y Felipe III de Francia, siguióse un período de confusión, en el que no se sabía si las relaciones entre Aragón y Francia eran de paz o guerra; si las excomuniones lanzadas contra Pedro III alcanzaban a sus hijos los reyes de Aragón y de Sicilia, y, por tanto, si el desposeimiento del reino proseguía.
Una de las causas que más entorpecían las negociaciones de paz era la prisión del principe de Salerno, hijo de Carlos de Anjou; devolverle la libertad era casi condición previa de aquéllas, pero al propio tiempo entregarlo, era privarse el aragonés de un poderoso medio de imponer, si no su voluntad, su justicia.
Viéronse el rey de Aragón y el de Inglaterra, éste suegro futuro de aquél, en Oloron (1287), y allí se pactaron algunas condiciones, bajo las cuales podría pactarse una paz definitiva; volviéronse a ver en Canfranch en 1288, y aquí convinieron en la libertad del príncipe de Salerno, pero dando en rehenes sus hijos; y, finalmente, en la conferencia de Tarascón, tres años después, se llegó a conclusiones definitivas, un tanto humillantes para el rey de Aragón, pues se imponía ir a Roma a pedir personalmente el levantamiento de anatemas y la revocación de la investidura de rey de Aragón concedida a Carlos de Valois, organizar una cruzada a Tierra Santa y negar todo auxilio a su hermano Jaime, rey de Sicilia.
En realidad, las cosas habían variado tanto desde la muerte de Pedro III, que casi no tenían paridad con las que motivaron la enemiga de los Papas y la guerra con Francia. Porque en Sicilia reinaba el hijo segundo de don Pedro y doña Constanza, y si el de Aragón tomaba parte en la guerra que aquél aún sostenía con los franceses de Nápoles, más era por aliado que por hermano. El anatema no debía, por tanto, transmitirse a él habiendo cesado la causa.
En este momento crítico, inmediato a la conferencia de Tarascón, murió Alfonso III y su hermano Jaime el de Sicilia, llamado a sucederle, embrolló el problema de la paz con sus pretensiones de conservar Sicilia juntamente con la Corona de Aragón, alegando que sucedía a su hermano por el testamento de su padre, que lo sustituía sin condiciones caso de morir el mayor sin hijos, y no por el testamento de Alfonso que le dajaba su trono a condición de ceder Sicilia a su tercer hermano don Fadrique.
Por este motivo no tuvo cumplimiento lo de Tarascón y continuó la guerra durante tres años. Dios deparó entonces a la Iglesia un Papa de la Cristiandad que imponiendose a todos, al rey de Francia, a los angevinos y a Jaime II, les forzó a firmar el tratado de Agnani, año 1295, por el que el aragonés renunciaba a Sicilia y aun se comprometía a luchar para devolverla al de Anjou, y en señal de paz contraería matrimonio con doña Blanca, hija de Carlos, el rival de su padre.
Ni don Fadrique ni los sicilianos aceptaron este pacto, y siguieron luchando por su independencia. Jaime II fué dos veces a Sicilia a deshacer materialmente la obra de su padre, a reconquistarla para los descendientes de Carlos de Anjou, y aunque trunfó en la batalla naval de Cabo de Orlando, regreso a España abandonando la isla a su suerte. Como reconociendo el derecho de Aragón a Sicilia le cedió Bonifacio VIII en feudo de la Iglesia las islas de Córcega y Cerdeña.
include ('piecorona.php'); ?>