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Son los que caracterizaron la Edad y lo único de aquella Edad resucitable en la nuestra.
El municipio medieval es un territorio homogéneo y continuo, con límites naturales, cuya homogeneidad impone una producción, por tanto a los habitantes unas mismas costumbres, y cuya continuidad hace concurrir todos los caminos a un mismo punto, la ciudad o villa que por lo común le da nombre.
Un municipio es un territorio, trozo de un valle, limitado por las crestas que envían sus aguas al mismo; es una unidad geográfica, y por serlo es una unidad política.
El municipio no es asociación de hombres que viven sobre un territorio como los animales y las plantas: es el territorio mismo; sobre éste recae la independencia, en él radican las libertades, y los hombres las reciben de él; no se es libre por ser ciudadano, sino por ser ciudadano de tal municipio, y la condición de tal le sigue a todas partes y le caracteriza en todo momento y en todo lugar. Así como ahora la condición de nacional acompaña en todo el ámbito de la nación y fuera de ella, entonces la condición de ciudadano de tal o cual ciudad acompañaba en todas partes al que era de ella.
Un municipio era un Estado autónomo y libre dentro del Estado grande; en su gobierno sólo intervenían los ciudadanos; dueño absoluto de su territorio, gozaba de la facultad de imponer tributos de administrar justicia, de perseguir a los delincuentes y castigarles, de velar por la cultura y la moralidad pública; los demás poderes se limitaban a vigilar que ningún municipio abandonara estos deberes. La única facultad soberana de que no gozaba era la de acuñar moneda; por tradición prerromana, romana y tal vez goda, algunas ciudades conservaban sus cecas, en las cuales se fabricaba el numerario por cuenta del rey, pero poniendo la inicial de la ciudad donde se hacía la acuñación, probablemente como garantia de la misma.
Ningún ciudadano gozaba de preminencias políticas; a cada uno le daba prestigio su propio valer; no existía capitalidad de la monarquía ni de cada Estado; los reyes y su lugarteniente, así como el gobernador, no tenían domicilio fijo y eran, en cierto modo, trashumantes; a donde los negocios reclamaban su presencia, allá iban.
El régimen municipal desciende directamente del régimen de ciudad propio de los tiemos anterromanos. Todos los grandes municipios medievales son ciudades que en la Edad ibérica labraron moneda. Por esto, aunque el régimen es de municipios, y por éstos entiéndese hoy un núcleo social y político, propiamente era régimen de ciudad comunidad, esto es, un territorio poblado de aldeas sometidas a la ciudad cabeza.
De este régimen salieron todas las instituciones: realeza, aristocracia, magistrados municipales, todas.
Las comunidades de Daroca, Calatayud, Teruel y Albarracín se ofrecen al historiador como una supervivencia de una ciudad ibérica: constituían aldeas agrupadas a lo largo de los ríos afluyentes del Jiloca, Jalón y Guadalaviar sometidas a la ciudad respectiva; en las tres primeras las aldeas habían logrado en el siglo XII separarse de la capital y constituír por si solas un municipio, comunidad de las aldeas de Calatayud, Daroca y Teruel; en la de Albarracín se conservó el regimen ibérico durante toda la Edad Media. El término era de la ciudad, sin que las aldeas lo tuvieran propio; a lo sumo concedíaseles una porción en uso para pastos y una parte en los ingresos por el aprovechamiento de los bosques; cada distrito de las comunidades estaba gobernado por dos sesmeros, y a los distritos los llamaban con nombre primitivo sesmas y con nombre traducido, ríos.
Todos los años se reunían las sesmas en aldea distinta de aquella donde se efectuó la reunión el año anterior, bajo la presidencia del Baile general de Aragón, en representación del rey, y en la reunión, con plena libertad echaban derramas, nombraban los magistrados comunes, Juez y Justicia y fiscalizaban la gestión de los salientes.
En donde la comunidad no era tan amplia como en estas comarcas, las aldeas gozaban de autonomía para lo propio de ellas.
En realidad, un municipio no se distinguía de un señorío sino en residir el gobierno de los primeros en un cuerpo social, y en éstos en un señor; pero idénticos derechos sobre los vasallos, incluso los ciudadanos; los de las aldeas prestaban homenaje a un magistrado municipal, la ciudad les concedia fuero, a la ciudad pagaban los tributos, con las milicias ciudadanas iban a la guerra; la ciudad era su señora como el señor lo era de los pueblos de la baronía.
He aquí por qué los municipios aragoneses hacen alianzas con los nobles contra el rey por cuestiones políticas.
Los municipios, como los señores, compraban pueblos y se titulaban señores de ellos y en sus casa, los del señorío labraban su escudo en señal de dominio.
No gozaron siempre de las mismas libertades. Hasta el siglo XIV no alcanzaron su total desarrollo, y antes de este siglo eran unos señoríos en los cuales el señor tenía limitadas sus funciones y mermados sus derechos por los privilegios de los ciudadanos.
Durante todo el siglo XI en todos hay un señor, que es el presidente del concejo y del capítulo municipal o cuerpo gobernante del núcleo social que forma el municipio. Persiste durante el XII ese señor, y al principiar el XIII desaparece, quedando los municipios acéfalos, es decir, sin un jefe representante del rey, y muchos hasta sin jefe popular.
Todas las atribuciones de que gozaban los señores pasaron ahora a los gobernantes municipales, y dueños de su territorio, éste cada vez más rico y poblado, con facultad de imponer y de levantar empréstitos, convirtiéronse los municipios en algo más que en miembros políticos de un Estado, fueron los impulsores de la cultura, y de la riqueza, y del comercio, y bajo su influencia y su brillo se oscureció un tanto la nobleza.
El prestigio de las grandes ciudades fué una de las causas más fuertes de la decadencia nobiliaria; no influyó en empequeñecer ésta, pero la empequeñeció de hecho, porque permanecio la nobleza en su ser, la ciudad se elevó y el resultado fué el mismo que si la nobleza se hubiera empequeñecido y la ciudad hubiérase mantenido como antes. El siglo XIV es el de apogeo y esplendor, pero en el XV comienza su decadencia, la cual se manifiesta en las discordias ciudadanas, en la imposibilidad de entenderse los hombres de la ciudad; ellos mismos abdicaron de su libertad considerandola nociva, y se pusieron bajo el poder real para que éste los gobernara o les diese leyes con que gobernarse.
El remedio no estaba, sin embargo, en la ley; antes cada ley u ordenanza municipal agravaba el mal que residía en las entrañas de aquella sociedad, y era el capitalismo que se había infiltrado en ella y la corroía.
Las ciudades eran los emporios del comercio; las villas y aldeas dedicadas a la simple producción eran tributarias mercantilmente de las ciudades, y lo mismo los lugares de señorio, todos de escasa importancia económica.
En las ciudades se concentró la riqueza en numerario, y con esto nació una clase de ciudadanos ricos, pero con una riqueza móvil, universal, no adherida al suelo, independiente de la tierra, por tanto ingravable con impuestos en una época en la que la tierra era considerada la riqueza única.
Según fué creciendo el comercio y aumentando el numerario, fué disminuyendo el valor de la moneda, que se tradujo en un encarecimiento de las cosas. En las ciudades dominó el patrón oro, en los campos y en los salarios el patrón plata, ya depreciada, y sobrevino el empobrecimiento de las clases pobres y aun de la clase media. Consecuencia de este hecho vino otro en relación con la propiedad.
El régimen de ésta había sido el de cesión de los inmuebles a perpetuidad mediante un censo inalterable, que aunque se fijó muy alto en el momento de su establecimiento, cuando la moneda decayó se hizo irrisorio. Vino la ruina de los señores dominicales de los perceptores de los censos, vino la ruina de los humildes que cobraban según los salarios tradicionales y pagaban según los precios modernos. La relación de la plata y el oro, que a principios del siglo XIV era de 1 : 7, llegó a ser un siglo después de 1 : 15, y esta enorme diferencia recayó más que en las cosas en la tierra; ésta subió considerablemente de valor, y con ella sus productos; pero en las ciudades los menestrales y artesanos y los capitalistas a la antigua, los perceptores de censos fijos, sufrieron las consecuencias del desnivel de los dos metales amonedados. Cuantos poseían un censo antiguo trasmisible con la propiedad vendieron sus fincas a un precio mucho mayor que el representado por el censo o las arrendaron a plazo corto por una renta mucho mayor que la por ellos pagada.
Este desquiciamiento social que levantó unas capas sociales y bajó otras, que arruinó y enriqueció simultaneamente, fué la causa del desorden municipal y de la decadencia del municipio. A una nueva forma de la propiedad correspondía una nueva organización social y una nueva organización política.
La autonomía municipal en punto a organizarse era completa: necesitaban los municipios que el rey aprobase las modificaciones que se introdujéran, pero esto no era óbice a que según las circunstancias y conforme a las necesidades de los tiempos fueren variando su régimen interno.
Esta autonomía implicaba una variedad en los gobiernos municipales incomprensible para los hombres modernos acostumbrados a una uniformidad mecánica.
En cada pueblo, villa o ciudad calebraban las elecciones en diferente día, por procedimiento distinto y para elegir distintos magistrados y en número distinto también; en cada uno de esos núcleos era diferente la unidad política; en los pequeños, todo el vecindario era el elector; en los mayores, o la parroquia o la clase social: rarísima vez el gremio, aunque por la costumbre de habitar en un mismo barrio, los de un oficio u oficios semejantes, gremio y barrio, se confundían.
El número de magistrados era mucho menor que en los ayuntamientos actuales; en los grandes, en unos como Barcelona, era de cinco; en Zaragoza fueron doce hasta 1415 en que se redujeron al número de Barcelona; en los municipios rurales solían ser solamente dos, que más que concejales eran asesores y lugartenientes de otro superior llamado Justicia.
Ni aun en el nombre había uniformidad: en unas partes se les llamaba consellers (Barcelona), prohoms (Lerida), jurados (Zaragoza y Valencia). En cuanto a las facultades, fueron siempre muy grandes; al principio omnímodas, luego se les restringió adscribiéndoles un cuerpo consultivo.
Forma típica del concejo medieval es el concejo abierto, asamblea general de vecinos convocada a son de pregón o campana repicada para resolver en los grandes asuntos comunales. Hasta la segunda mitad del siglo XV funcionó este concejo sin que nadie viese peligro en él; en este tiempo creyóse peligroso, y poco a poco fué desapareciendo.
En Barcelona, ese concejo abierto fué sustituido por el llamado Consell de Cent jurats como asesores: tan malo era juntar cien como el pueblo entero.
Eran los jurados gobernantes del municipio, sus administradores y sus jueces; sus acuerdos eran ejecutivos inmediatamente de promulgados: administraban los fondos municipales sin cortapisa, y como estos procedían de repartos, ellos los hacían sobre las unidades políticas que constituían el municipio.
También en este punto de las haciendas locales hay diferencias inverosímiles para los hombres de hoy entre los municipios actuales y los medievales.
Es de advertir que la clasificación de éstos en ciudades, villas y aldeas no tenía entonces más trascendencia que la de mero título honorífico y que de él no se derivaban consecuencias ni políticas ni económicas.
Es de notar también para comprender el régimen económico municipal, que en los municipios vivían los que en sus relaciones con la propiedad tenían el mínimo derecho de autoridad y el máximo de uso; la mínima expresión de dominio y la máxima de utilidad; para reyes y señores sus reinos y baronías eran latifundios para el consumo, no para la producción, mientras para los habitantes de las ciudades, villas y aldeas su término municipal era un latifundio para la producción, a cuyo cultivo tenían sólo derecho, no a declararlo propio; de aquí la prescripción de año y día en las propiedades rurales.
El rey y el señor eran los dueños eminentes del suelo sobre el cual se habían reservado rentas y prestaciones, sobre el suelo, no sobre los hombres, y sobre un suelo indiviso como la sociedad que lo habitaba. Estas rentas y prestaciones debía pagarlas el suelo y la colectividad; el modo de acumularlas ésta, érales indiferente al rey y al señor que eran dueños de la ciudad, villa o aldea y no de los hombres.
De aquí que el único núcleo autónomo, verdaderamente autónomo con facultad de imponer fuese el municipio, porque debajo de él estaban los ciudadanos terratenientes, los que aprovechaban la tierra, patrimonio social y humano.
El municipio en este trance servíase del reparto vecinal; mas tampoco imponiendo directamente al individuo, sino a la unidad política dentro del municipio, es decir, la parroquia, el barrio, la clase, rarísima vez el gremio o la cofradía, si bien por la costumbre de ocupar una familia una casa y sucederse en ellos padres e hijos y vivir en un mismo barrio los de un oficio, parroquia, barrio, gremio o cofradía y hasta clase social son y representan partes materiales de la ciudad.
Estas circunstancias facilitaban el reparto y lo hacían equitativo; la residencia tradicional en un distrito, en una calle, en una casa, impedía ocultaciones de riqueza, y como cada una de esas unidades era tan autónoma para echar el reparto entre sus miembros como el municipio para echar la cantidad total del impuesto sobre las unidades, no cabiendo ni reclamaciones ni protestas, había que pagarlo. El municipio estaba por encima de los individuos y sobre sus cuestiones; tal parroquia distribuía la cantidad por calles, la calle la distribuia por casas; el dinero lo llevaban o a la casa de la parroquia o directamente al depositario de la ciudad.
El impuesto más sano y saneado, el más justo si se considera ser la tierra patrimonio de la humanidad y del cual deben salir, por tanto, los recursos que la conservación de la sociedad origina, estaban en manos y poder de los municipios.
Como administradores de justicia tenían también facultades omnímodas por no haber códigos que fijaran mecánicamente las resoluciones, ni en lo criminal ni en lo civil; el buen sentido era su norma, porque en oposición al sistema centralizador que supone a todo ciudadano predisposición a mal obrar y sólo cree morales e inteligentes a los investidos de autoridad por el poder central, la Edad Media creía que todo ciudadano cumple, naturalmente, su deber, y que con el cargo se recibe la aptitud necesaria para ejercerlo.
Para la corrección de las costumbres y castigo de crímenes había magistrados especiales que en Aragón se llamaban zalmedinas y justicias, y en Cataluña y Valencia vegueres (vicarios), nombrados los primeros directamente por el rey primero, luego por elección popular; más tarde por el rey entre tres propuestos por el pueblo, finalmente por el rey; los vegueres fueron siempre de nombramiento real, porque las justicias eran facultades reservadas a los señores y de las que rarísima vez se desprendían.
Muestra increíble casi para los hombres de hoy, acostumbrados al desprestigio de los concejos, es la existencia de Tablas de comunes depósitos o cambios en los municipios, convirtiendo éstos en lo que son hoy las Cajas de ahorros y los Bancos de depósito y custodia. En el siglo XIV funcionaba ya esta Tabla en Zaragoza, demostrándose así el gran concepto que a los ciudadanos merecía el municipio y el espíritu social de aquella sociedad.
Naturalmente que esa institución no estudiada bien aun en sus orígenes y funcionamiento, pero conocida en sus rasgos generales y funcionamiento no estaba a merced de los jurados o prohombres o consellers como los fondos propiamente municipales, pero dependía de la autoridad municipal y estaba bajo su custodia y era responsable de su inversión; esto mismo dignificó el cargo de Jurado por la mayor confianza que representaba el serlo, disponiendo del caudal social además de los escasos fondos municipales. Si es verdad que todos los monumentos españoles que existen en las ciudades españolas son medievales; a la Tabla de comunes depósitos se debe; la ciudad disponía sin interés de sumas cuantiosísimas, equivalentes a las que hay hoy en depósito o cuenta corriente en los Bancos locales, ya los que allí tenían su dinero no les importaba que la ciudad los emplease en mejoras, porque cuanto más la ciudad prosperara, más solvente, y era esto posible por la facultad de imponer que disfrutaba el municipio; en un desfalco, un robo, una inversión desmedida de caudales, un reparto entre los vecinos indemnizaba a los imponentes. No se dió un solo caso de quiebra o fraude ni aun en los desdichados tiempos de Felipe II. En cambio sirvió esa institución para mejoras locales de embellecimiento y enriquecimiento de que todavía nos servimos. ¿Cómo hubiera podido Zaragoza construir su puente de piedra, sus obras de riego (menos el Canal Imperial), su Lonja, sin esa Tabla que ponía a su disposición el ahorro ciudadano?.
El capitalismo que aquí en Aragón era ya patente por consecuencia del activo comercio exterior que mantenía, fué la ruina de la democracia medieval; falló la base sobre que aquella sociedad se fundaba, la posesión de la tierra; cedida al usuario a perpetuidad y a censo fijo fué ahora posesión a precario y a renta movible, a voluntad del dueño. Nació además una clase social nueva formaba de ricos con riqueza móvil y no adherida al suelo, independiente del suelo, y por su universalidad cosmopolita, y esta clase social dominó a las otras, incluso a los reyes.
Los municipios antiguos se transformaron bajo la acción de este fermento sin que los hombres aquellos advirtieran la causa por más que notaran sus efectos. Zaragoza fué la primera ciudad sometida por la ley a un régimen distinto del tradicional; Zaragoza - que venía rigiéndose por un sistema territorial que más que una ciudad la consideraba un agregado de quince aldeas, tantas como parroquias, autónomas para lo propio, aliadas para lo común - vió abolido este sistema en 1414 y sustituido por otro en el que la parroquia desapareció, en el cual la vida social no se tuvo en cuenta y los hombres no se agruparon por sus domicilios, sino por sus rentas. Toda la población zaragozana fué agrupada en cinco manos, clases o categorías, con arreglo a cinco tipos diversos de riqueza o renta, cualquiera que fuese su domicilio, su ocupación o su abolengo; los jurados fueron reducidos de doce a cinco, el zalmedina o juez pasó a ser de nombramiento real y para borrar más la tradición, se trasladaron las elecciones del día de la Asunción, 15 de agosto, al de la Purisima 8 de diciembre.
He aquí la Edad Moderna: un hombre, un ciudadano; ya no es el miembro de una colectividad, es el individuo de una clase; ya no es vecino de una calle ni tiene intereses comunes con los demas de esa calle; ya no les une a éstos un vínculo de patria, es un hombre con tal capital; los del mismo son sus verdaderos conciudadanos; el interés de la patria ha quedado pospuesto al interés del dinero; un fin noble ha sido sustituído por este fin egoísta.
El principio aplicado a Zaragoza se fué aplicando a todo el Reino, y consecuencia de él fué sustituir el régimen electoral anterior por el de insaculación: divididos los ciudadanos en ricos, menos ricos y pobres, era natural convertirlos en de primera clase, segunda y última, y natural reservar los primeros puestos a la clase más elevada; el sisterma democrático de la parroquia no era posible aplicarlo ahora, por no ser la ciudadanía consecuencia del domicilio, sino de la riqueza. No se quiso tampoco recurrir a un sufragio por clases y dando por supuesto que todos los de una clase eran igualmente aptos para los cargos y que cada clase debía tener como propios los correspondientes a su clase, dejóse a la suerte la designación de quiénes debían desempeñarlos, incluyendo sus nombres en bolsas o sacos.
El espíritu social de la Edad Media cedió su puesto al individualismo de la Moderna, y la espiritualidad que le caracterizaba fué absorvida por el materialismo; las asociaciones de hombres de un mismo oficio llamadas hasta entonces cofradías y fundadas para fines espirituales, se llamaron gremios y tendieron a otros materiales de ganancia. De igual modo todos se inclinaron al aislamiento para seguridad de su interés; los gremios se convirtieron en corporaciones cerradas, las calses se aislaron, los reinos pusieron a su alrededor fronteras infranqueables. El individualismo no fue solo de los hombres.
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