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De la curia real nacieron las Cortes; era dicha curia un consejo del rey formado por los nobles que acompañaban al rey, y los ciudadanos que querían intervenir; no se limitaba la función de este consejo a fallar causas civiles o criminales y entendía en asuntos de otra indole. Cuando éstos lo exigían a juicio del monarca, reunía una especie de curia extraordinaria llamando a todos los nobles y ciudadanos para tratar con ellos del asunto en cuestión y estas curias generales son las Cortes: su nombre ya lo indica; el adjetivo general implica en oposición a éste el adjetivo particular.
Podría creerse que este calificativo de general se aplicaba a las reuniones de los tres Estados, Aragón, Cataluña y Valencia y serían entonces particulares las de cada reino, mas el epiteto se
aplica a las de cada Estado lo mismo que a los de toda la Corona.
Siendo estas reuniones evolución de la curia y todo lo pertinente a ellas efecto de la costumbre y no de la ley, es inútil investigar cuáles fueron las primeras Cortes.
A medida que crece el Estado y los negocios, se hace más difícil la consulta de los nobles y ciudadanos de todo él, y es menester por tanto covocarlos expresamente y con frecuencia.
La reunión de las Cortes era función del rey, y aunque todos los nombramientos de lugarteniente contienen autorización para reunirlas, no se dió el caso de convocarlas otra persona hasta el reinado de Alfonso V; sin embargo, los de ellas protestaron siempre y fué doctrina jurídica que sólo al monarca competía ese derecho.
No había plazo entre dos convocatorias ni lugar fijo de su reunión. En el Privilegio general se pidió que todos los años se juntaran en Zaragoza las aragonesas, pero no fué cumplidad esa cláusula del privilegio y más tarde fué derogada; después se mandó que cada dos años, y tampoco fue observado.
Las aragonesas se componían de cuatro brazos; barones, nobles o ricos-hombres, caballeros e infanzones, clero, y estado llano o pueblo; las catalanas y valencianas de tres, por fusión de los nobiliarios en uno solo. La convocatoria se hacía por carta individual a cada uno de los que debían asistir, y en ella se les avisaba la fecha y el lugar de la reunión, sin indicación alguna de lo que iba a tratarse: de aquí que los procuradores fuesen libres de mandato imperativo.
Pocas veces o nunca fueron abiertas el día anunciado; los diputados acudían tardíamente y los mismos reyes hacían alarde de no importarles nada la puntualidad; lo corriente era que en Aragón el Justicia, en Cataluña y Valencia el Gobernador fuesen recogiendo las actas que acreditaban a los diputados como representantes de un municipio o entidad religiosa y prorrogara la apertura de un día a otro, a veces por más de un mes.
Clero y pueblo solían ser siempre los mismos, no así los nobles que variaban de una reunión a otra extraordinariamente: ninguna ley reglamentaba el derecho de éstos a estar presente en las Cortes.
Los brazos se colocaban juntos; los nobles y prelados a los lados, el pueblo frente al solio.
Todos los diputados tenían voz y voto menos los del brazo popular; éstos votaban por su municipio y tampoco era consuetudinario ni reglamentario el número de representantes de cada pueblo, cabildo o entidad jurídica; cada uno enviaba uno, dos o más; Zaragoza, Barcelona y Valencia solían enviar hasta seis, pero con solo un voto.
Presidía el rey las sesiones solemnes, las de deliberación el Justicia o los gobernadores; en la de apertura el monarca leía un discurso, verdadero sermón, muy laudatorio de las virtudes de sus súbditos; contestábale el representante del clero más caracterizado y de más alta categoría, y en las sesiones sucesivas se planteaban las cuestiones para que las Cortes habían sido convocadas.
Recordando su carácter judicial proponíanse primero los greuges o agravios que el rey hubiera hecho a particulares o entidades, y esto era un motivo de estancamiento; hasta que no se daba satisfacción a esos agraviados no se pasaba a otro asunto: de aquí la eternidad de las Cortes, aumentada por el sistema de discutir por escrito y por la costumbre de ser necesaria la unanimidad para tomar acuerdos. Algo mitigaba este rigor de la unanimidad el reunirse los brazos particulares y nombrar tratadores que se entendieran con los otros brazos. Las actas se llevaban por tantos notarios como brazos.
La duración de estas reuniones era tal, que al cabo de algún tiempo quedaban muy pocos diputados, pues como éstos iban retribuidos por sus poderdantes eran llamados a sus pueblos, dejando solos a los promovedores de la dilación.
A veces los reyes, para ganar tiempo, convocaban en un mismo lugar las Cortes de los tres Estados, mas como no se fundían los estamentos y aunque juntos, estaban separados, los inconvenientes de las Cortes de cada Estado se multiplicaban; con buena voluntad de parte de todos esas reuniones hubieran sido el crisol donde se fundieran los tres Estados, pero faltó esa buena voluntad y las diferencias se acentuaron en vez de esfumarse.
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Constitución de los núcleos cristianos del Pirineo. Su historia hasta su independencia.
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