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No es la historia de un país la biografía de sus reyes o príncipes, pero hay reyes y príncipes que por sus dotes positivas influyen más que otros en los destinos de sus pueblos y son encarnaciones de una política, a su vez expresión de un ideal. Fué uno de estos reyes Alfonso el Batallador, lo fué Ramón Berenguer IV, lo fué don Jaime I; en los comienzos del siglo XIV lo fué Jaime II, cuya política se ajustó tanto a las exigencias de la nueva vida aragonesa, que fué la seguida hasta los Reyes Católicos, sin él proponérselo ni quererlo, pero conducido por ideas propias muy probablemente adquiridas fuera de España.
Fué Jaime II el hijo segundo de Constanza de Sicilia y de Pedro III de Aragón; con su madre fué a Sicilia en cuanto la isla estuvo pacificada y, destinado a reinar en ella, en ella se quedó, sorprendiéndole allí la muerte de su padre y luego la de su hermano. Aunque regresó a España muy joven y sin casar, vino con las ideas ya formadas y con la cultura adquirida; su instrucción fué muy esmerada; manejaba muy bien el catalán y el castellano, sabía el latín para entender Tito Livio, sentía gran afición a las ciencias y las artes y gustaba de rodearse de sabios; en esto aventajó a todos los reyes anteriores y posiblemente no le igualó ninguno de los posteriores, ni el que algunos llaman Sabio, Alfonso V.
Este rey aragonés es el primero que invoca España como patria común de cuantos vivían en ella; antes de él, al menos en sus dominios, la voz España significaba el país ocupado por los moros; cuando los Alfonsos VI y VII de Castilla y el primero de Aragón se titulan emperadores de España, emplean este nombre como expresión geográfica o se refieren a la parte que aún ocupaban los musulmanes, dando a entender que se consideraban ya sus dueños; los eruditos del tiempo aquel lo usan en uno de estos sentidos, sin sentirse ellos españoles; hacen de ella el uso que los europeos hacemos de la voz Europa.
Ambas acepciones tenían su abolengo; el de expresión geográfica venía de los romanos; el de país ocupado por los musulmanes tenía sus raíces en los tiempos ibéricos. España fué la tierra de Sevilla; en ella o en sus cercanías se fijaron los fenicios y cartagineses, los cuales comunicaron el nombre a los romanos, pero el pueblo de la Península, fraccionado y disgregado en las comarcas en que naturalmente se divide España, siguió en cada una llamándose con un nombre propio y llamando España a la región del Guadalquivir. En la época goda se vacila entre los significados de Península y Andalucía; al venir los moros y establecerse en Sevilla se pierde el primero y se afirma el segundo y España es el país sometido a España, es decir, a los valíes, emires y califas que tienen su corte en Sevilla y Córdoba.
Ningún monarca ni castellano ni aragonés se había llamado de España ni considerado español; cuando más, se habia visto en la Península como los actuales europeos se ven en Europa, sin abdicar por esto de su nacionalidad ni ver en Europa su patria; Jaime II es el primero que se considera español, es decir, compatriota de todos, de Fernando IV y de don Dionís, y ve en la Península la patria común de los peninsulares.
Firme en esta convicción, se propuso desde que pisó suelo español concordarse con los demás españoles para reanudar la empresa nacional por excelencia, la Reconquista.
Es este impulso efecto de su educación: para el rey de Aragón era vergonzoso que ante los ojos mismos de los reyes de España se rindiese culto a Mahoma; tenía en este punto otras ideas que el común de los españoles, pero las mismas que los extranjeros. Creían aquéllos que la guerra con los moros no era de religión, sino de reconquista; éstos, en cambio, no veían más motivo de guerra que el religioso; por esto acusaban a los españoles de tibios en la fe y de luchar por intereses materiales, con abandono de los espirituales.
Esto no era verdad: los españoles luchaban por los dos ideales, el cristiano y el patriótico, pero daban preferencia al segundo sobre el primero, conservando los recuerdos de los tiempos de la invasión, aquellos en que la religión no era móvil, sino la recuperación de la patria perdida; los extranjeros, acostumbrados a la lucha con los mahometanos por tales mahometanos, y detentadores de la Tierra Santa, veían así también la guerra de España, y se escandalizaban de las tolerancias españolas con los musulmanes vencidos, de sus amistades con los independientes y de que les permitieran vivir junto a ellos.
Jaime II, pensando como estos extranjeros, puso por encima del móvil patriótico el religioso, y dió o intentó dar a la Reconquista aquel carácter.
El ideal de la Reconquista, tal como Jaime II lo llevaba en su mente, exigía la solidaridad de los reinos de la Península, y por la situación de los de Granada y Castilla enfrente de Marruecos, donde se había alzado con el poder y el Imperio la dinastía de los benimerines, la solidaridad con el de Granada para salvar ante todo la independencia española respecto del Norte africano.
Las cosas habían cambiado enormemente en dos siglos; al finalizar el XI y comenzar el XII, los musulmanes andaluces prefirieron caer bajo el yugo de los almorávides a entregarse a los cristianos; volvieron a caer a fines del XII bajo el de los almohades; en las postrimerias del XIII les amenazaba un nuevo poder y un nuevo yugo, el de los benimerines, pero ahora se sentían más fuertes en su áspero rincón de Granada y su fe musulmana no era tan viva que les impidiera aliarse con los cristianos para pelear contra sus hermanos de religión en pro de su independencia; Castilla y Granada los encontró Jaime II unidos contra el sultán AbenYusuf, y al venir él al trono, ambajadores de Granada y Marruecos le salieron al encuentro para traerle a su partido. Desconocedor del estado verdadero de las cosas, esperó conocerlo para contestarles, y como apenas pisó tierra esapañola, Sancho IV se apresuró a enviarle embajadores para solicitar su amistad, pensando en los infantes de la Cerda, Jaime, que deseaba el acuerdo con él para la total tranquilidad de la Península y la realización de sus pensamientos, se vió con el castellano en Monteagudo y aquí arreglaron todas sus diferencias y quedaron amigos y aliados contra todos los principes del mundo; en prueba de sincera cordialidad se convino que Jaime II casara con Isabel, hija de Sancho y de doña María de Molina.
Primera manifestación de esta concordia fué la empresa de Tarifa, la conquista de esta plaza, poseída por los marroquies y lugar de su desembarco en España; Mohamed II anhelaba hacerla suya, porque siendo la puerta de la Península, teniéndola, estaba en su mano dar o negar la entrada en ella a los moros de allende el Estrecho; a Sancho le importaba también mucho echar su pueblo contra el enemigo tradicional como medio de acallar las discordias, ganando además una plaza tan importante; Sólo Jaime II entró en la alianza por puro patriotismo y desinteresadamente; nada salía ganando con el sacrificio de diez galeras armadas y mantenidas a su costa que se comprometió a enviar al sitio; le movió el interés nacional de asegurar la libertad española, la propiedad del territorio de España por los españoles.
El hecho en sí pertenece a la historia de Castilla: Jaime II, mero auxiliar del castellano,
permaneció al margen de la operación, pero no de sus consecuencias; la mala fe de don Sancho dejó
incumplido el pacto con Mohamed II de Granada, el cual se enemistó con él, acarreando por de pronto
la enemistad latente del aragonés contra el granadino.
La enemistad esa no llegó a exteriorizarse; la innata mala fe del rey Bravo le llevó a cometer una nueva felonía con el rey de Aragón, atrayéndose la enemistad de éste, que naturalmente cayó del lado del de Granada.
Fué el caso que exaltado el orgullo de don Sancho con el triunfo conseguido sobre los moros, no acordandose del auxilio de las diez galeras, sin las cuales su victoria hubiera sido imposible, no reconociendo la buena fe con que Jaime II le ayudó y atento solamente a su egoísmo y a sus temores de los de la Cerda, quiso renovar sus amistades con Francia en perjuicio del de Aragón.
A este fin envió embajadores al francés a dar excusas por haber pactado alianza con el español enemigo de Francia, pero dando seguridades de que renovada la guerra entre él y el de Aragón, a él le valdría y no a éste. La corte francesa, que nada iba perdiendo aunque don Sancho la volviese a traicionar, por incapaz de resolver por sí misma las cuestiones de Aragón y Sicilia, propuso a don Sancho que procurase inducir a don Jaime al abandono de Sicilia en favor de la Iglesia, que era devolverla a los herederos de Carlos de Anjou, y que, a cambio de esto, el rey de Francia alzaría la mano en lo relativo a la investidura de rey de Aragón concedida por Martín V a Carlos de Valois. ¿Qué salía perdiendo con esto Francia, aunque no triunfara?¿Qué territorios ni qué derechos efectivos abandonaba?¿No hubiera sido pregonado como magnanimidad francesa la renuncia de un trono por el hijo segundo de la casa de Francia?
Pero don Sancho y los suyos, que adoraban y temían al rey ultrapirenaico, quien sin embargo no había hecho nada por los de la Cerda ni tenía pensamiento de hacer, que no temían ni adoraban al rey de Aragón, no obstante haber hecho en su pro más que por el de los infantes de la Cerda, se comprometieron a mediar entre Aragón y Francia en favor de ésta, por buenos o malos medios.
Y ya en Guadalajara, donde se vieron cuando Sancho regresaba de Andalucía, propuso éste a su aliado y futuro yerno que se volviesen a ver en Logroño juntamente con el hijo de Carlos de Anjou para dar fin a las querellas existentes entre éste y él, y por concomitancias del negocio con Francia y la Iglesia.
Jaime, sincero y leal, no receló nada, y como Sancho le pidiera los hijos del príncipe de Salerno el hijo del de Anjou, que los aragoneses mantenían en rehenes, para que aquel se confiara a venir a Logroño, accedió siempre fiando en la lealtad y honradez del de Castilla.
A Logroño fué don Sancho con doña María de Molina, mujer heroica, pero más que reina, madre; doña María de Molina no tuvo más ideal que el de hacer reyes a sus hijos: a esto subordinó todo y ella fué muy probablemente la instigadora de todos los actos de su marido, pues era la única que lo dominaba y lo calmaba en sus accesos de furor, que los sufría con frecuencia; acudió también Jaime II con la niña Isabel, su futura esposa, para dar a los padres el consuelo de verla.
Mientras la corte castellana se presentó con muy numeroso séquito, y tropas numerosas se situaron en la frontera de Aragón, la de Jaime II fué desprevenida y como a una fiesta: pronto se hubo de arrepentir de su imprevisión.
Los puntos que le propusieron no discutir, sino aprobar, según Zurita -y el testimonio de éste es de valor absoluto- fueron: exención del deber de auxiliar al aragonés contra el de Francia con quinientos hombres de a caballo; levantamiento del homenaje prestado a don Jaime por caballeros de Castilla por razón de ciertos castillos en garantía de compromisos adquiridos, y juramento prestado no tan solamente por el rey, sino por don Fadrique rey de Sicilia y el infante don Pedro hemanos de don Jaime, de que caso de no tener sucesión masculina el matrimonio Jaime de Aragón e Isabel de Castilla y sí femenina, la hija sucediese a sus padres, en perjuicio de sus hermanos; se ve la mano de doña María de Molina pensando en coronas hasta para sus nietas.
Esto se le propuso al de Aragón dándole a entender que de no consentir se retendrían los hijos del príncipe de Salerno y los caballeros que les acompañaban y las personas del rey y la infanta Isabel, más los escasos personajes de su séquito.
Al darse cuenta de la traición, Jaime usó de la astucia para libertarse de ella; primero hizo una protesta secreta de que nada de lo que otorgase lo tenía por válido por carecer de libertad; después accedió a la renuncia de los quinientos caballeros para recuperar los hijos del príncipe de Salerno, y abreviando lo posible su estancia en Logroño vínose con su mujer a Zaragoza.
El descrédito del rey castellano ante aragoneses y franceses, lo demuestra que inmediatamente se pusieron al habla directamente el Príncipe de Salerno y Jaime II para tratar sus diferencias, llegando a un acuerdo.
No contribuyó poco esta conducta del rey don Sancho a que el de Aragón se concertara con Francia y el Pontificado y a que instase a su hermano Fadrique a un igual concierto con el de Anjou y el Papa. No podía fiarse ni de los pactos ni de las palabras de aquél, ni era prudente aventurarse a una guerra teniendo un vecino de proceder tan dudoso.
Mas no era Jaime II hombre que abandonara con facilidad sus propósitos: los pensaba mucho, los maduraba y una vez adoptados los ponía en práctica inflexiblemente. Y el de la unidad española como entonces podía entenderse y ser planteada, lo tenía en el corazón y a él había decidido consagrar su vida. Si don Sancho era un obstáculo, decidió quitarlo valiéndose de los infantes de la Cerda.
Al mismo tiempo pensó que con esta ocasión podría deshacer otro de los errores de su abuelo, la cesión de Murcia a Castilla, y unió ambas cuestiones, la de arrojar del trono castellano a la rama segundogénita del rey Sabio sustituyéndola por la primera, y enexionar Murcia a su Corona, dando a ésta el territorio entero de la España mediterránea que correspondía sensiblemente a la Citerior de los romanos.
Suponía esta doble empresa una guerra larga y costosa, mas había muerto ya don Sancho, presa de remordimientos y de amarguras según refiere su primo don Juan Manuel, y el caos político que tras esa muerte sobrevino facilitaba los propósitos del aragonés.
Pocas veces se halló el reino castellano en momentos tan graves, ni en ningún otro demostró la nobleza castellana su falta de patriotismo y su carencia de ideales; individuos de la misma familia real como el infante don Enrique, hermano de Alfonso el Sabio, el infante don Juan, el de Tarifa, hermano de Sancho el Bravo y don Juan, hijo del infante don Manuel. éste hijo de San Fernando, laboraron contra su patria y su familia en tratos dobles con doña María de Molina y los infantes de la Cerda, con el rey de Aragón y los moros granadinos, buscando arreglos que les favorecieran o procurando por todas partes dar satisfación a sus ambiciones.
Jaime II se alió con el rey moro de Granada, descontento de Castilla por el incumplimiento de los pactos que precedieron a la empresa de Tarifa y completamente segura su tierra de enemigos exteriores, declaró la guerra a doña María de Molina, devolviéndole su hija Isabel con la que había de casar, pretextando que el Papa no accedía a dispensar el parentesco que unía a los futuros contrayentes. Concertada la entrega de la infanta a la madre en un lugar existente entre Daroca y Molina, con todas las escrituras referentes al matrimonio consabido, de hecho la paz de Monteagudo quedó anulada y con ella todas las obligaciones del rey de Aragón.
Fué en este intermedio cuando Jaime II firmó el tratado de Anagni a instigación del Papa Bonifacio VIII, por el que renunció a Sicilia sobre la que reconoció derechos a los de Anjou, desconociendo los de su hermano Fadrique a cambio de los que el Papa le cedía sobre Córcega y Cerdeña, y fué ahora cuando concertó casarse con doña Blanca de Anjou, matrimonio que se realizó inmediatamente y cuando la inocente hija de doña María de Molina era conducida a su tierra.
Siguiendo en su política, reconoció a don Alfonso de la Cerda como sucesor de su abuelo Alfonso el Sabio en el trono de Castilla y se hizo revalidar en favor suyo la cesión que este mismo hizo del reino de Murcia a su hermano y antecesor Alfonso III. En la confederación contra Fernando IV entraron infantes y nobles castellanos.
Decidido a seguir adelante en su empresa entró Jaime II en tierra de Murcia, tierras allende el puerto de Biar y se fué apoderando de cuantas villas, castillos y ciudades había en ella hasta Lorca; algunas las tomó él personalmente, otras su general y hombre de su confianza, Bernardo de Sarriá.
En cuanto a los sucesos de Castilla, por ser guerra civil la que aquí se desarrollaba, no cabe en las páginas de este Manual que sólo trata de historia aragonesa, pero debe hacerse constar un hecho por lo que tiene de reivindicatorio para el rey de Aragón en el momento en que parece seguir una política contraria a los intereses nacionales por ser su alianza con Granada.
Demostróse ahora ser los andaluces los únicos que sentían la Reconquista por ser los únicos en padecerla; ellos sostenían todas las campañas, pues los castellanos, alejados del peligro, o no pensaban en él o lo veían muy remoto; jefe reconocido por todos a causa de su prestigio era don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, el único bueno de su tiempo, quien abandonado de los suyos, casi perseguido, resistió a todos y, siendo Tarifa el anhelo de los moros de allende y aquende el Estrecho, viéndose impotente para resistir y desesperanzado de obtener socorro de los suyos, prefirió entregarla al rey de Aragón, que ayudó a ganarla, para que ayudase a conservarla. Solicitaba de él que le socorriesen naves catalanas por tiempo de tres meses si los moros sitiaban Tarifa, y si perdía las rentas con las cuales sostenía la guerra, el rey de Aragón le prestara una suma equivalente a la pérdida; en compensación don Alfonso le haría homenaje por Tarifa y se la entregaría si don Fernando o el que reinase en su lugar no satisfacía la deuda.
El grave problema político-moral que el Bueno planteó a Jaime II lo resolvió éste como cumplia a su patriotismo español: había jurado paz y amistad con el rey de Granada y en los capítulos de la paz y alianza figuraba la reconquista de Tarifa, si no de modo expreso, tácito, pues se obligó a la neutralidad en cuantas guerras emprendiera el moro; ayudar a Guzmán era faltar a su fe, pero repugnábale consentir en la caída de aquella plaza, puerta de España, en poder de musulmanes y salió del paso por una argucia diplomática: ordenó a sus corsarios que no hicieran daño ni a Tarifa ni a las otras plazas cristianas de Andalucía, lo cual era ordenarles que les hicieran bien, y comenzó un activo comercio de catalanes en Sevilla, que por su eficacia en la defensa mereció fuertes y enérgicas reclamaciones del de Granada.
El paso de Guzmán revela una tal confianza en don Jaime que acredita a éste de patriota y caballeroso y de que la fama de tal corría entre los andaluces. Virtualmente la paz quedó concluída entre castellanos y aragoneses a partir de aquí, pues si don Jaime ordenó a los suyos que no hicieran daño a los andaluces, doña María y su hijo, en justa correspondencia, ordenaron a los de su tierra que no lo hicieran tampoco en las costas de Valencia y Cataluña, y como en el interior casi no había hostilidades, reinó una paz efectiva dentro de un declarado estado de guerra.
Tan tranquila pareció a Jaime la situación que se aventuró a un viaje a Roma (1297) a recibir del Papa la investidura del reino de Cerdeña y a combatir a su hermano Fadrique en virtud de lo pactado en Anagni.
Regresó dos años más tarde encontrando las cosas no muy otras de como las dejó: el granadino había hecho la paz con Castilla, pero mantenía la paz estipulada con él; don Alfonso de la Cerda continuaba titulándose rey de Castilla, sin que le obedeciera un castellano fuera de aquellos que le proclamaron por interés personal; Murcia seguía ocupada por aragoneses, y Fernando IV y su madre, reconocidos por todos, no eran por nadie obedecidos fuera de los concejos, pues los nobles, divididos en bandos, ponían precio a su obediencia.
Una cuestión que venía de muy leyos y había preocupado a todos los sucesores de Alfonso II, la de Albarracín, quedó ahora resuelta. Por enlaces matrimoniales y herencias había venido esta tierra a poder de don Juan Núñez de Lara, uno de los hombres más malos de su tiempo, rival de otro de su condición, el infante don Juan el de Tarifa. Siendo de otro reino, prometió para conservar Albarracín pasarse al bando de los de la Cerda y hacerse súbdito de don Jaime, al menos por este territorio, en 1298; entre lo concordado para recibirle el homenaje por Albarracín y hacerle entrega del mismo figuraba que prestase aquél antes de un año y que no hiciese reconocimiento a doña María de Molina; y como el de Lara era incapaz de mantenerse fiel a nadie si de ello le resultaba algún mal, tuvo la desgracia de caer prisionero de un Haro en un combate, y para librarse de la prisión y aumentar su estado en Castilla reconoció a Fernando IV; por este incumplimiento, el caballero que tenía en tercería Albarracín se lo entregó al rey de Aragón, terminando así aquella cuestión delicadísima.
Todos estaban cansados de aquella guerra que no era tal, pero mantenía la intranquilidad y la zozobra en el país; los ricos-hombres aragoneses, temerosos de su ruina, se sublevaron, y siendo condenados por el Justicia en las cortes de Zaragoza de 1300, desertaron yéndose a Castilla en número de trescientos. Este golpe al poderío aragonés, más fuerte por lo que significaba que por su fuerza efectiva, decidió de modo definitivo al de Granada a separarse de don Jaime, mató las esperanzas del de la Cerda y avivó las de doña María de Molina, que por entonces entregó el poder a su hijo; la paz se aproximaba, y como todos los reyes de España eran parientes en grado muy próximo, como medio de llegar a una paz sin las dilaciones que ofrecía el método de las embajadas, acordaron juntarse en Agreda don Dionís de Portugal, casado con Santa Isabel, hermana de Jaime II; Fernando IV, casado ya o en vísperas de ser marido de Constanza, hija de los reyes portugueses, y Jaime II; a la entrevista asistió el infante don Juan, que como hijo de Alfonso el Sabio y de Violante de Aragón era tío carnal de Fernando IV y primo hermano de la reina de Portugal y del rey de Aragón.
Los que vivían al amparo de la intriga y de la ruina de su patria, como el infante don Enrique y don Juan, hijo del infante don Manuel, trataron de detener la corriente de concordia, pero Dios hizo que no lo consiguieran, llevándose al uno y poniendo al otro en trance de venderse por el precio de llegar a ser yerno del rey de Aragón por matrimonio que contrató con Constanza, hija de éste, que casi acababa de nacer.
Viéronse los tres reyes y sus séquitos en Agreda, desde donde vinieron a Tarazona en octubre de 1302, y aquí formularon su laudo sobre todas las cuestiones que separaban a los españoles, don Dionís, don Juan el infante y don Jimeno de Luna, obispo de Zaragoza.
El capitulo interesante en este estudio es el relativo a Murcia, el cual decía, según Zurita, que Cartagena, Guardamar, Alicante, Elche con su puerto de mar, y con todos sus términos como los divide y parte el río de Segura hacia el reino de Valencia, hasta el más alto lugar del término de Villena, excepto Murcia y Molina, con sus términos, fuesen de Aragón; Murcia quedó exceptuada por la intransigencia de doña María de Molina que consintió en que su hijo dejara de nombrarse rey de esta ciudad, al igual que su padre y abuelo.
Fué Jaime II, al par que el primer rey de los españoles que tuvo noción exacta de la unidad española, el primero también que comprendio cuál era el campo propio de la expansión peninsular. Con Sancho IV firmó un tratado complementario sin duda del de Monteagudo, según el cual el Norte de Africa desde Túnez al Atlántico era declarado zona de influencia y conquista de los españoles; desde Túnez al Muluya, de Aragón, y desde el Muluya al Océano, de Castilla. Es quizá este tratado, es decir, las aspiraciones que en él se revelan, lo que le hizo retener en su cabeza la Corona de Sicilia; necesitaba esta isla contra Túnez, y es quizá este mismo propósito el que también le hizo mirar con gran cariño y atención la cuestión de las Baleares, que necesitaba contra los moros de Argel, Bugia y Tremecén.
A nuestra distancia de este hombre y a la vista de la historia, ese tratado nos parece mera ilusión de un visionario y es, sin embargo, su contenido uno de los ideales nacionales más arraigados y, como tal, su abandono una de las causas más influyentes en el porvenir de los peninsulares.
Pero aunque Jaime II se comprometió a la no intervención en Marruecos, declarado conquista castellana, las circunstancias le obligaron a romper su compromiso y a intervenir, haciendo guerra al benimerín Abenjacob.
Las relaciones entre este sultán y los reyes aragoneses arrancaban de Pedro III, pero no pasaban de meras relaciones diplomáticas. Al venir Jaime II a España fué solicitado por embajadores marroquíes, que le ofrecieron la amistad del emperador a cambio de armadas catalanas; el rey de Aragón fué dando largas a la respuesta, queriendo más la amistad de los cristianos que la de los musulmanes, y pensando que su conducta con éstos debía subordinarse a la que siguiera con aquéllos. Todo el tiempo que duró la guerra con Castilla se mantuvo el aragonés en ese estado de vacilación; pero, al iniciarse las negociaciones de paz entre Granada y Castilla, temiendo Jaime que el moro de Sierra Nevada volviera contra él sus armas, en connivencia con las de Castilla, buscó otro musulmán que lo contuviera, y creyó verlo en Abenjacob, apremiado por guerras interiores y por enemigos de fuera, si bien musulmanes. Como más necesitaba el marroquí del auxilio del de Aragón, que éste de aquél, no tuvo más que insinuar su deseo para que fuese acogido. Abenjacob necesitaba escuadras y caballeros conocedores de la táctica militar, y ambas cosas le fué permitido reclutar en Aragón.
La política magrebina tenía por fin la reconquista de Tarifa, si bien no se habló nunca de esta plaza por ningún embajador ni marroquí ni aragonés; pero el sultán procuraba con todo empeño que no se desavinieran Aragón y Granada y que mantuviesen la guerra con Castilla, en la que él pensaba intervenir apenas se lo permitiera la situación interna de su Imperio; los benimerines sentían por los musulmanes españoles idéntico desprecio que los almorávides y almohades, y aspiraban, como éstos, a dominarlos, con el fin de salvar Andalucía de ser cristiana.
El interés que todos los españoles de ambas religiones tenían en evitar nuevas invasiones africanas, fué servido por un incidente de la vida interior del Imperio; Ceuta se sublevó, y su señor, sobre negarse a pagar los tributos, corrió la tierra. Abenjacob podió apresuradamente otra vez galeras a Jaime II, pero éste había firmado paces con Fernando IV y con Mohamed de Granada, y no accedió a la petición.
Los granadinos comprendieron ahora su interés y obraron como españoles enfrente de los de Africa. Es Andalucía, por su situación extrema en una península como la española, muy escasa de comunicaciones terrestres, y, por sus diferencias con las tierras centrales, una verdadera isla, cuya seguridad depende del continente frontero; éste poderoso, Andalucía vive amenazada: al revés, el Imperio debilitado, el país andaluz se siente seguro. La razón geográfica se cubrió con el manto de la religión en las épocas almorávide y almohade; en la de los benimerines ese manto había cambiado, era en este tiempo el de la tradición. El Alandalus había formado parte del Imperio, y era menester reintegrarlo.
Los granadinos temían a los africanos como los otros españoles; querían vivir independientes, pero sacar hombres y recursos de Marruecos cuando los necesitaran. Para esto les era preciso dominar, total o parcialmente, Marruecos, y, aprovechando la situación interior del Imperio, dividido y sin unidad, presa de guerras civiles dinásticas, armaron una expedición marítima en Malaga, y con ella se presentaron delante de Ceuta, tomándola, o por combate o por entrega de su señor.
No satisfecho el arraez de Málaga, Abu Said Farach, con esta adquisición, proclamó sultán, enfrente de Abenjacob, a un moro descendiente de Abdelhac, el fundador de la dinastía de los benimerines, llamado Otsmen ben Abilolá, el moro Osmin de las crónicas y romances castellanos.
Abenjacob llenóse de indignación; siempre le habría indignado que una ciudad de su dominio le negara la obediencia y que se le alzara un competidor, pero que le sustrajeran una ciudad los granadinos y que el pretendiente fuese apoyado por los mismos no pudo tolerarlo, y mientras andaba en preparativos guerreros fué asesinado.
En las vistas del Campillo había procurado renovar Jaime II la unión de los monarcas españoles contra los moros, para terminar de una vez con su existencia como reino; los sucesos de Marruecos referidos le proporcionaron la ocasión propicia para llegar a un acuerdo que convirtiera el proyecto en realidad.
Al sultán Abenjacob había sucedido su nieto Abutebit, y a éste, un hermano llamado Aburrabe. El pretendiente Abilolá fué forzado a refugiarse en Ceuta, donde se hizo fuerte, y careciendo los sultanes de fuerzas navales para ponerle sitio, se las pidieron al rey de Aragón.
Aquí es donde vió éste la ocasión propicia para el aniquilamiento de Granada; por rara coincidencia podían caer sobre este reino Aragón, Castilla y Marruecos a la vez, y por la misma coincidencia la escuadra, en que consistía el principal gasto de la guerra, iban a pagarla los mismos musulmanes.
Jaime II llevó tres negociaciones simultáneas: una con el sultán Aburrabe, para convenir las condiciones del auxilio que debía prestarle; otra con Castilla, para estipular la parte que cada uno debía poner en la guerra y la recompensa que obtendría, y la tercera con el Papa, para que concediese a la empresa los beneficios de cruzada. En concreto, pidióse al Papa, que lo era Clemente V, el diezmo de las Iglesias de Castilla y Aragón durante diez años, sueldo para mil caballeros y el armamento de cinco galeras.
Demostróse ahora que los asuntos de España los desconocían del todo en la Corte pontificia, centro entonces de la política y de la cultura mundiales; se rechazaron algunas peticiones, la de los mil caballeros, de plano; a las otras se las objetó de ineficaces e innecesarias. La reconquista teníase allí como negocio propio y exclusivo de los españoles; creíase no guerra de religión, como las cruzadas, sino como de engrandecimiento. Desconociendo circunstancias de tiempo y lugar se recordaron las conquistas de Valencia y Murcia, logradas sin auxilio ajeno, y se dijo que los españoles querían sacar la sierpe de su escondrijo por mano ajena.
Tratábase, más que de nada, de dos políticas territoriales disfrazadas con una capa de religión, que no era ya de moda, aunque los pertinaces de la tradición, y lo son siempre los diplomáticos y los gobernantes, se obstinaran en vestirla en público. En la Corte pontificia dominaban los italianos, y la geografía lanza esta península hacia el Oriente. En la corte aragonesa, por imposición de la geografía, dominaban los intereses occidentales. Beltrán del Goth, nombre de Clemente V, era natural de Aquitanía, y, aunque ya francés, considerábase aún de otra nación que los franceses del Norte y de la misma que el rey Jaime, personalmente daba crédito a cuanto le decían lo embajadores de éste y le hubiera servido en todo, pero el colegio de Cardenales pesaba sobre él y no era libre.
El prestigio que le merecía Jaime II le llevó a consultarle sobre la expedición a Rodas proyectada por los hospitalarios, y la respuesta del aragonés, francamente hostil a la empresa, -y en verdad clarividente, pues como lo auguró sucedió - tuvo eficacia para que Clemente V, sintiéndose Beltrán del Goth, ampliara las concesiones solicitadas; se dió a los reyes españoles el diezmo de las iglesias de sus reinos durante tres años y los beneficios de cruzada a cuantos españoles se alistaran o pagaran limosnas para la campaña. Con esto se dieron por satisfechos, pues habían logrado lo que no había logrado ninguno de sus antecesores.
Si las negociaciones con el Papa demostraron que los europeos desconocían la vida española y querían desentenderse de ella, las seguidas con Castilla demostraron que en este reino la Reconquista no se tenía por empresa nacional, sino por privativa y propia de él; que la colaboración de los demás españoles a la gran obra se juzgaba intromisión en asuntos propios castellanos y conceder territorios en tierras musulmanas a cambio de esa colaboración, un ataque a la integridad nacional. El patriotismo castellano se exaltó en las cortes de Madrid, reunidas en febrero de 1309; en ellas se quiso condenar a muerte a Diego Garcés, principal agente de Fernando IV, y por cuya mano se había firmado el acuerdo entre éste y Jaime II en Alcalá de Henares. Se acusó al rey de Aragón de mirar por su interés, esto es, de egoísmo, y se dijo fuera de las cortes, que no faltó quien dió aviso a Granada de la trama para que se previniera. La influencia de que gozaba el infante don Juan, el de Tarifa, y don Juan, hijo del infante don Manuel, apoyados por los andaluces, y, sobre todo, por don Alonso Pérez de Guzmán, el Bueno, hizo que las Cortes dieran al rey los recursos necesarios para la campaña.
El plan de la guerra determinaba que Fernando IV sitiase Algeciras, Jaime II Almería, y una escuadra de Aragón, auxiliada por un ejército marroquí, Ceuta. En los tres fracasaron las armas cristianas; el rey de Castilla se vió abandonado por su tío el infante don Juan y don Juan Manuel, y, por consecuencia del abandono, él hubo de retirarse.
Jaime II se mantuvo más tiempo delante de Almería, pero libre el granadino de las tropas castellanas, cargó todo su poder sobre el único enemigo, y éste, que por su situación no tenía más comunicaciones con su tierra que las marítimas, hubo de reembarcarse para no hacer posible un gran desastre.
En Ceuta las cosas fueron favorables al sultán, pero igualmente adversas a los cristianos; la fortaleza se rindió, pero el botín, que se había convenido fuese para los marinos catalanes, no lo fué.
Fué ésta la última gran tentativa de la Reconquista, la última vez que los españoles cristianos se lanzaron unidos contra el reino de Granada para realizar la unidad religiosa, base indispensable de la política.
Menos de cincuenta años después habían de vencer los castellanos en una de las grandes batallas de la Reconquista, pero en guerra defensiva, y no ofensa, para salvar Tarifa, y no para ganar nuevas plazas.
El espíritu que animaba a los españoles de los siglos XI, XII, y XIII había muerto. El ideal reconquistador no existía ya, y, lo que es peor, no lo sustituía otro. Granada, Castilla y Aragón estaban condenadas a una perpetua guerra civil por consecuencia de esa falta de ideales, hasta que la Providencia decretase un cambio de ideas.
Jaime II, en los años siguientes, mantuvo relaciones con los moros granadinos y marroquíes, con Castilla a propósito de éstos, pero no tomó parte en ninguna de las algaradas de los cristianos contra musulmanes de aquende y allende el Estrecho; ni contra los de Berbería, limitándose con todos a ponerles miedo con sus escuadras y a explotar su temor, imponiéndoles parias.
Paralelamente de la Reconquista, llevó Jaime II una política penínsular de atracción y unidad de las nacionalidades en que se dividía España entonces, aprovechando el parentesco que a las tres casas reinantes les unía. Entraba, sin duda, en sus planes, la posibilidad de que un matrimonio colocara sobre una sola cabeza dos coronas, y al fin las tres; pero principalmente las de Aragón y Castilla, cuya desunión veía ser causa del estancamiento de la única empresa nacional, la Reconquista, y del poco aprecio que en los asuntos europeos se hacía de los españoles.
A este fin, contrató el matrimonio de su hija María con don Pedro, hermano de Fernando IV; el de Constanza, su hija menor con don Juan Manuel, y el de su primogénito Jaime, con Leonor, hermana del que había de ser Alfonso XI de Castilla.
La desgracia le persiguió en estos asuntos familiares, que, por ser suyos, eran también políticos; sus yernos, siempre desavenidos, le hicieron vivir en un perpetuo disgusto. Don Pedro murió trágicamente en la vega de Granada, en 1319, y a su hija Constanza la vió morir; pero ningún disgusto de éstos igualó al que le vino de su primogénito, personaje algo enigmático, quizá perturbado, que, a juzgar por sus actos, pasaba con frecuencia de la manía mística a la de crápula y disolución.
Es el caso que estaba tratado su matrimonio con doña Leonor de Castilla, y al aproximarse la
fecha de la realización del matrimonio comenzó el novio a dar muestras de una conducta irregular
y extraña, huyendo de la Corte, prefiriendo para su domicilio lugares pequeños y solitarios y
entregándose a prácticas religiosas, con fervor más propio de religioso que de hombre secular.
Señalada la villa de Gandesa para la boda, fueron menester grandes esfuerzos para que accediese
a oír la misa nupcial, pero ésta terminada, se retiró, y, ante notario, hizo renuncia del
derecho de primogenitura, sin que nada ni nadie le pudiera torcer su propósito, ni menos inducirle
a consumar el matrimonio: inmediatamente entró en religión.
Es éste un incidente que en otras familias que no fueran reales hubiera ocasionado grandes disgustos; pero tratándose de familias reales, la magnitud del disgusto habia de acrecentarse. A que fuese mayor contribuyó el que desempeñara entonces doña María de Molina la regencia del reino durante la menor edad de su nieto Alfonso XI, por la muerte de los infantes don Juan y don Pedro, que lo habían sido; la infeliz anciana, que en sus primeros años de reina vivió en el continuo sobresalto de qué haría el rey de Aragón con los infantes de la Cerda; que fué la que más influyó con su marido Sancho para que éste se pusiera del lado de Francia y en contra de Aragón, y vió repudiada su hija Isabel por el padre del que entonces repudiaba a su nieta, recibía ahora a ésta como si el trono de Aragón estuviese vedado a su descendencia, ella que, al parecer, lo ambicionaba.
Jaime dió sinceras explicaciones; su correspondencia por esta cuestión rebosa sentimiento y amargura; mas, aunque la Corte se convenciera de su sinceridad y falta de culpa, no pudo evitar que el pueblo de Castilla se ofendiera del desaire hecho a su infanta, y que esta ofensa creara los odios, que no tardaron en manifestarse.
A cambio de Sicilia recibió Jaime II en el tratado de Anagni la investidura de Córcega y Cerdeña; comprendiendo, sin duda, lo difícil de hacer efectivo su dominio y por importarle más los negocios peninsulares que los ultramarinos, Jaime fué demorando la toma de posesión de aquellas islas hasta 1323, en que, previas negociaciones con Génova y el partido güelfo de Italia, creyó posible una victoria de sus armas. Puso al frente del ejército y escuadra, que envió contra Cerdeña, a su hijo Alfonso, heredero del trono, aunque segundo, el cual se apoderó de Caller e Iglesias. Sin dominar completamente la isla volvió a Cataluña.
Cometiose en 1308 una de las grandes iniquidades de la historia: la condena de los templarios.
Ninguno de los crimenes de que se les acusaron se probó ni era cierto; el verdadero crimen de
aquella Orden fué su austeridad, que condenaba la falta de ella, que tenían los otros, y la honradez
y entereza de su gran Maestre, Jacobo de Molay, que se negó a entregar fondos destinados a Tierra
Santa a los ministros de Felipe el Hermoso de Francia.
Acusados de éstos de herejía y sometidos a tormento, en los que no se les pedía confesión de su
vida, sino respuesta afirmativa o negativa a ciertas preguntas, todos respondían afirmativamente,
y todos declararon lo mismo, porque a todos se les preguntó lo mismo. El Papa accedió a la extinción,
porque la Santa Sede, establecida en Aviñon, no gozaba de libertad y vivía prisionera de Francia;
hizo posible la iniquidad la complacencia de la Orden del Hospital, que, menos austera, gozaba del
favor de los enemigos del Temple y esperaba heredar los bienes de ésta.
Jaime II obedeció los mandatos pontificios y sometió a los templarios de sus reinos a proceso; aquí fueron declarados inocentes, no obstante lo cual fué disuelta la Orden.
Con parte de sus bienes se creó la Orden de Montesa.
La guerra constante entre moros y cristianos, irregular casi siempre y mantenida por hombres cuya ocupación era ella misma, creó unas tropas permanentes irregulares también, dedicadas a la rapiña en incursiones repentinas, hombres de guerra, frase que vertida al arábigo expresa la voz almogávar.
Por su práctica de las armas, su valor y su disciplina, constituían las fuerzas de choque y de primera línea en las entradas que los reyes hacían en tierra de moros, y de ellas se sirvió principalmente Pedro III en su campaña de Sicilia; de los mismos se valió don Fadrique, el hijo tercero de aquél, para continuar la lucha contra el de Anjou y su hermano Jaime II; y cuando se firmó la paz de Caltabellota (1302) encontráronse aquellos guerreros ociosos y don Fadrique con una carga insoportable por lo pesada.
Del apuro en que todos se hallaban vino a sacarles el emperador de Constantinopla Andronico II, solicitándolos para combatir a los turcos, que por entonces atacaban fuertemente su imperio. Lo mismo el rey de Sicilia que el jefe de los almogávares, un aventurero de origen alemán que había sido templario y después de una vida llena de incidentes había llegado a ser vicealmirante de Sicilia, acogieron con entusiasmo la solicitud de Andrónico y con igual los acogió éste en Constantinopla en el verano de 1302. A Roger de Flor se le hizo Megaduque y se le dió por esposa una sobrina del Emperador.
Cumpliendo el fin para que fueron llamados, pasaron al Asia menor contra los turcos en enero de 1303 y obtuvieron la primera victoria; en la primavera siguiente, ya en una campaña formal, libertaron Filadelfia que sitiaban los turcos y ocuparon las ciudades de Magnesia, Thira y Efeso. Aquí se les juntó Bernardo de Rocafort que les llevaba refuerzos. Con éstos pudieron llegar hasta Cilicia, nunca derrotados y ricos por el botín.
Llamados a la península de Gallípoli, se les unió un nuevo cuerpo al mando de Berenguer de Entenza, al cual cedió Roger de Flor el título de Megaduque, por haber sido nombrado César del Imperio.
Poco después en un banquete era asesinado el jefe supremo de los almogávares y éstos perseguidos
sañuda y cruelmente en todas las ciudades que guarnecían: había el evidente propósito de exterminarlos.
¿Por qué? Los almogávares, por boca del cronista Ramón Montaner, uno de ellos, acusaron de traición
a los griegos, y fueron traidores en efecto; mas hay que decir y no en descargo de éstos, que las
tropas mercenarias en aquel tiempo eran temibles para los amigos como para los enemigos, y que sin
creer que los cometían, cometieron los almogávares excesos tan graves, que decidieron a los griegos
a libertarse de ellos por el único medio: el degüello de todos.
Pero acostumbrados a la lucha y a jugarse la vida en todo momento, no los acobardo ni la persecución ni el hallarse en tierra extraña y haciéndose fuertes en Gallípoli declararon la guerra al Imperio.
Preso Berenguer de Enteza a traición en un encuentro con genoveses, hízose cargo de la compañía Bernardo de Rocafort, quien abandonó Gallípoli, por no poder mantenerla, y se internó en Macedonia. Luchas sangrientas entre ellos mismos los debilitaron sin acabarlos, y aunque murieron trágicamente Enteza y Rocafort, tuvieron ánimo para correrse a Tesalia en 1309 y de aquí al Atica para servir a un Duque de Atenas, de origen francés.
Las mismas causas probablemente que motivaron la conducta de Andrónico determinaron ahora la del ateniense; seguro en su ducado por las victorias de los almogávares, quiso deshacerse de ellos; ¿a donde iban? Volviéronse contra su antiguo señor, y en la batalla del Cefés lo mataron con la mayor parte de los suyos, apoderándose del ducado.
Creyeron entonces necesario el apoyo de un soberano y acordáronse de don Fadrique de Sicilia, de cuyo reino habían salido, pidiéronle que les enviara un jefe, y hasta 1319 estuvieron bajo la soberania de aquel principe.
La historia de aquellas tierras bajo la dominación de los almogávares es hasta Pedro IV de Aragón la de una potencia mediterranea oriental en relaciones amistosas y guerreras con Nápoles, Sicilia, Venecia y Constantinopla; en tiempo de aquel monarca solicitaron de él que los admitiese bajo su patrocinio y así se hizo, llevando desde entonces los reyes de Aragón los títulos de Duques de Atenas y Neopatria.
Límites de la Edad Media.
Antecedentes de la invasión musulmana.
Ruina de la monarquia goda. Batalla del Guadalete.
Las causas de la ruina del Reino godo.
Las costumbres.
El estado social.
El ejército.
La decadencia de las ciudades.
La conquista musulmana y su carácter
Las expediciones musulmanas a la Galia gótica
Las tierras de la Corona de Aragón bajo el poder musulmán
La pretendida influencia musulmana
La Reconquista
Sus origenes
Constitución de los núcleos cristianos del Pirineo. Su historia hasta su independencia.
Condado de Aragón
PARTE SEGUNDA
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