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La Edad Media es un abismo entre dos edades, de las cuales se diferencia más que ésas entre sí. Espiritualmente se halla esa Edad mucho más lejos de la Edad Moderna que de la Antigua, y, espiritualmente, estas dos se aproximan más que a la que las separa. Obsérvese que todo lo romano se cita como ejemplo y modelo en todos los órdenes y aspectos; que se adopta en política la nomenclatura del tiempo aquel, que se estudia aquella literatura como viva y su lengua como la fuente de las actuales, al paso que de la Edad Media no queda casi ni recuerdo.
Donde más se ve la poca distancia que separa la Edad de hoy de la de los Césares romanos, es en la consideración del Derecho vigente, cuando éstos gobernaban el mundo; tiénese por tan acomodado a la naturaleza humana, es decir, por tan justo y natural, que se le ha llamado << la razón escrita >>, y su estudio se hace preceder al de los derechos positivos nacionales como precedente necesario del conocimiento de éstos.
Ahora bien, las leyes son todas confirmadoras de tradiciones o costumbres, o impulsoras de hechos nacientes; los códigos todos son diques a la evolución social, y puede afirmarse que toda colectividad necesitada de leyes es cuerpo que se disuelve o que rechaza la organización bajo la que se le obliga a vivir.
En este aspecto la Edad Moderna se parece mucho más a la romana que a la Media; ésta no conoció códigos ni casi leyes. Cuando llegó a conocer el Derecho romano como positivo y aplicado, lo rechazó por inmoral y autoritario, al paso que la Edad Moderna lo ensalza y lo presenta como el summum de la perfección.
Pues bien: dos momentos históricos que tienen de la justicia social igual concepto, son un solo momento: la humanidad del primero es idéntica a la del segundo, sea cual fuere la distancia que los separe, porque la justicia social es el acomodamiento de la ley consuetudinaria o escrita al orden establecido, y natural es lo que la humanidad ve practicado. Si un mismo concepto de la justicia social se tiene hoy que en la antigüedad romana, el orden social de hoy es el mismo que en ésta. Y, por consiguiente, si la Edad Media rechazó el Derecho romano y lo consideró antinatural y contrario a lo justo, el orden social reinante en la Edad Media era diferente y opuesto al existente en Roma.
Como el habitar y el poseer son hechos anteriores a los políticos, por ser aquéllos humanos, es decir, propios del hombre como ser vivo, y éstos, los políticos, sociales, y producto de la reflexión, el Estado es posterior al habitar y al poseer, y sale de los moldes de estos hechos y va recibiendo nuevas formas, a medida que aquéllos varían la suya. Cuando la propiedad de la tierra colectiva o no existe, caso de los pueblos pastores o cazadores, de hecho el Estado no existe; cuando los derechos del propietario son absolutos, la esclavitud asoma y el despotismo se impone; si el derecho de propiedad se suaviza, las libertades políticas aparecen.
De igual modo que las generaciones que han habitado una misma tierra se anudan en la tierra, pues el único vínculo que existe entre ellas es el decir todas: ésta es mi patria, las generaciones actuales, en un momento dado, se relacionan entre sí por la tierra; el poseer o no poseer, la mayor o menor plenitud de derechos sobre el suelo es la causa de las diferencias sociales y de la distinta condición de los hombres. La frase tan frecuente: la historia se repite, tiene su explicación en este hecho. Cuando en dos momentos muy apartados en el tiempo la propiedad adopta formas parecidas, los dos momentos se parecen por la esencia de sus instituciones políticas y de todos los órdenes por el parecido del hecho, que es su base. Las analogías entre la propiedad romana y la moderna son la causa de la aceptación del Derecho romano y de que sea posible hablar en nuestros días, como en los de la Roma imperial, de imperialismos, cesarismos, etc.
Pues si la Edad Media no se parece ni a los tiempos anteriores a ella ni a la Edad que le siguió, es que tenía un concepto de la propiedad distinto del que tenían las Edades que la precedieron y siguieron.
Hay en el derecho de propiedad dos elementos: el uso y el dominio; es decir, de una parte el derecho a trabajar la tierra, de otra el derecho a vedar a los demás el uso de la tierra trabajada y a obtener para sí el fruto que la misma dé en virtud del trabajo. De la distribución de ambos elementos nacen las modalidades del derecho de propiedad, que, a su vez, influyen sobre el orden social y las instituciones políticas.
El derecho público moderno, que proclama el derecho eminente del Estado sobre el territorio, proclama lo mismo, la soberania social sobre el suelo y sobre el propietario, pero hay entre la concepción medieval y la moderna esta diferencia. La Edad Media, al delegar en una persona o colectividad el derecho de uso de un territorio, delegaba también la autoridad. Un municipio o una baronía son territorios que desprende el rey de su patrimonio, y de los cuales renuncia también la autoridad que ejerce, entregándola a los ciudadanos o al señor, no de modo absoluto ni con total independencia, sino con ciertos reconocimientos que son vínculos que sujetan las tierras donadas al patrimonio común.
Señores y municipios, a su vez, ceden a los ciudadanos lo que del rey han recibido con ciertas condiciones, pero transmitiéndoles parte también de la autoridad.
Las desigualdades sociales, las llamadas clases sociales, nacían de esta concepción de la propiedad; los hombres se relacionaban estre sí a través del suelo; se creía signo distintivo de las clases el nacimiento y éste era como una divisa; la causa principal y única de aquéllas era el poseer y la manera de poseer, esto es, el grado de autoridad que recibían cuando recibían el territorio.
Seguíase de esta concepción de la propiedad una del Estado, por entero diferente de la antigua y de la moderna. La disgregación de la tierra y la consiguiente disgregación de la autoridad hacía del Estado un conglomerado de tierras y le negaba la condición de organismo que actualmente se pretende darle por los políticos teorizantes y prácticos; para los medievales, cada miembro de ese conglomerado tenía vida propia y recursos propios; su anexión aumentaba las fuerzas del Estado, su separación las disminuía, pero sin matarlo. La patria no era para los hombres de los siglos medios el territorio sometido al rey, sino su municipio o su baronia; el Estado era un agregado de patrias solidarias; por esto se pasaba de un dominio a otro sin casi pesar, porque no suponía cambio de patria, como ahora se pretende, sino cambio de las otras patrias solidarias. Cuando Jaime II se apoderó de Murcia, no dijo a los murcianos: dejáis de ser castellanos y os hacéis aragoneses, sino esto otro: continuáis siendo murcianos, y si vuestra tierra de Murcia era solidaria de las tierras andaluza, castellana, leonesa, gallega, etc., desde hoy lo es de Valencia, Cataluña y Aragón.
El vínculo entre todas éstas patrias era el rey; todos eran vasallos suyos, y esta era la razón de su solidaridad y la expresión más extensa de su patriotismo; pero fuera de esto, aun dentro del Estado, nada común existía entre los diferentes cuerpos del agregado; cada uno se gobernaba a su modo, como él quería, sin entrometimiento de ningún poder extraño a él mismo.
La Edad Media no vió al individuo, no comprendió al hombre aislado y solo; para ella el ser humano es un ser social, sólo comprensible en sociedad y que debe ser, por de pronto, miembro de una familia, y con ésta formar parte de una sociedad política. Para los hombres de aquella Edad el hombre no es nada si no es ciudadano de una patria; no se preocupa de las personas, los habitantes los cuenta por familias, no por cabezas; y las familias las materializa en casas, y éstas las concreta en hogares, fuegos o fochs; levanta monumentos y no se cuida del arquitecto; se escriben obras literarias y no quiere recordar su autor. Es la Edad de las instituciones sociales de todo género, porque confía en la energia social, tiene fe en sí misma y déjase guiar de sus inclinaciones para remediar sus necesidades, cada vez que surge una.
Dentro de la disgregación natural de la Edad Media es la de mayor universalidad, porque, si bien restringe el concepto de patria reduciéndolo a los límites estrechos de un municipio, ensancha, en cambio, el de humanidad con la nueva consideración del peregrino, que ya no es un hostis, sino un hospes venerable y semisanto.
Por este espíritu de universalidad característico de la Edad Media, reconocieron sus hombres la necesidad de un poder supremo, que estuviera por encima de todas las jerarquías y dominara todas las potestades para contenerlas en sus justos límites. Para ellos la unidad espiritual de los humanos exigía un poder correspondiente, y de aquí la preponderancia de los Papas y la supremacia de la autoridad espiritual sobre las terrestres.
Tiene esta Edad de la Antigua lo que la legislación y el poder ocultan: el pueblo, la masa social que por debajo del poder centralizado o despotismo había ido elaborando una nueva vida en espera de un suceso que la consintiera resurgir y manifestarse, y tiene de nuevo esa universalidad y esa espiritualidad que la hace ver en todo hombre un semejante, un hermano, cualesquiera que sean su patria y aun sus creencias.
Pero ¿de dónde nacieron estos grandes conceptos y cómo se propagaron? El coincidir el principio de la Edad con la invasión de los bárbaros, ha sido bastante para suponer que éstos son los introductores de las nuevas ideas, por consiguiente los autores de la Edad Media. Mas el hecho de la coincidencia no supone el de causa, y es demasiado honor el que se hace a unas hordas guerreras sin cultura, bárbaras, atribuyéndoles ideas tan espirituales y de tal fuerza que apenas conocidas dominaron las conciencias. Los bárbaros son tropas acampadas, ejército de ocupantes que no traen nada suyo ni nada nuevo; groseros y crueles, ignorantes y sin cultura, arrastran a lo sumo lo que se les pegó en sus peregrinaciones por el Imperio, muy similar a lo que encuentran en los lugares sonde se fijan y de ellos puede afirmarse con relación a los que dominaron, lo que Horacio dijo de los griegos respecto de los romanos: ferum victorem cepit.
Todos los hechos políticos sociales que se dan en la Edad Media se hallan ya en la época de los emperadores, y la investigación los va descubriendo cada vez más allá, según se remonta en el tiempo; pero esos hechos no están vivificados por el espiritu medieval; el manto que cubre la humanidad que los practica pesa demasiado aún para que los oprimidos sean capaces de desgarrarlo; era menester disminuir su peso, aligerarlo, y esto no era cuestión de fuerza, sino de ideas, y las ideas las trajo el Cristianismo. Este es el que transforma el mundo antiguo, así como es la vuelta al paganismo, que significa el Renacimiento, el que hace resurgir la antigüedad en su triple forma de de cesarismo, individualismo y capitalismo, que anulan los poderes sociales y trasladan la patria de la tierra a un simbolo, para que pueda ser de todos, cuando en realidad es de unos pocos.
En esto se fundaba el constitucionalismo de la monarquia; los privilegios de cada uno limitaban los de los otros, y cada entidad social vivía dentro del círculo de los suyos.
Los reyes de Aragón se consideraban todos de derecho divino; todos son gratia Dei y a veces los documentos consignan que reina N. S. Jesucristo et, sub eius imperio, el monarca terrestre. Nunca ninguno hizo alusión a la elección que se dice hubo en Sobrarbe ni a la concesión de estos fueros; la monarquia aragonesa no fué jamás paccionada y es una frase bella, pero falsa, la de Argensola, de que en Aragón hubo antes leyes que reyes.
La corona se transmitia por herencia por línea de varón y en caso de faltar hijos sucedía el hermano; la sucesión se regulaba como la de los bienes privados, pues el reino era para el rey una finca, un fundo.
Los reyes vivían de sus rentas, que eran las del reino; con ellas atendía a todas las necesidades públicas y, una vez éstas satisfechas, el sobrante era para el rey. Vivieron por esta razón todos con grandes apuros pecunarios; los empeños de joyas, ropas y tierras para obtener dinero eran, más que frecuentes, frecuentísimos; los que toman como un mérito de la reina Isabel la Católica que empeñase alguna vez sus alhajas, se asombran por su ignorancia; el día que murió doña María de Luna, la mujer de don Martín, su servidumbre no tuvo con qué cenar y ni con qué comprar cirios que iluminasen la estancia mortuoria.
No tenían tratamiento fijo: el más común y frecuente era el de Alteza, rara vez usábase el de Majestad; era costumbre dirigirse un rey a su consorte por escrito guardando la etiqueta, y la reina al rey lo mismo; dentro de la familia, los hermanos trataban al heredero con tratamiento superior al de tú.
Los impuestos eran todos para el rey y le eran debidos como a propietario eminente; era el principal la peita (pecta = pecha) que se derramaba anualmente sobre los núcleos políticos en consideración a la riqueza de cada uno.
Otro impuesto no muy saneado, pero que resolvía a los reyes dificultades de momento y les satisfacía necesidades apremiantes, eran las cenas. Consistían éstas en la obligación de mantener al rey y a su séquito todo el tiempo que el rey permaneciese en un lugar yendo de viaje; como esto hubiera resultado abusivo si la estancia en un lugar se prolongaba mucho, la costumbre determinó que la cena se diese durante tres días solamente.
Los nobles no tenían esa obligación; sin embargo, en muchas donaciones de castillos el rey se reserva el derecho de habitar en él ese tiempo de tres días. Para evitar la desigualdad que originaba el estar un pueblo en camino o fuera de él se inventaron las cenas de ausencia, verdadera contribución o impuesto, cuyo fin era simplemente llenar las arcas reales. Las cenas se pagaban a los reyes, a las reinas y a los primogénitos.
Por el carácter militar de la monarquía hasta Jaime I la proclamación del nuevo soberano hacíase apenas muerto el anterior y sin ceremonia de coronación ni juramento de fidelidad sus vasallos a él y de guardar los fueros y privilegios de él a sus vasallos; tomaba el título de rey y comenzaba a ejercer de tal; después de Jaime I la monarquía se hizo más civil y antes de titularse rey y entrar en funciones se coronaban en la Seo de Zaragoza se armaban caballeros y se recibían y prestaban los juramentos de que se ha hecho mención.
El rey reinaba y gobernaba dentro de lo que le permitían los privilegios de sus vasallos.
Era el director de la política internacional, el jefe nato del ejército y el único juez con autoridad propia.
Componían los ejércitos las milicias señoriales y municipales y las tropas sueltas y a sueldo que en nombre del rey se reclutaban. Cuando las necesidades lo exigían, el rey llamaba a los nobles y ciudadanos dásndoles cita en una ciudad, villa o lugar estratégico, desde la cual se comenzaba la campaña. El sistema era de la nación armada, porque todos, desde los 16 a los 60 años, tenían la obligación de acudir al llamamiento del rey con el traje que usaran y las armas que dispusieran; los fronterizos debían defenderse a su costa y los inmediatos a estos, ayudarles.
Eran los ejércitos cortos en número, tenían una organización muy rudimentaria y disciplina más rudimentaria; las deserciones eran numerosísimas, las faltas de honor militar enormes, y, no sin razón, a las voces tropa, tropel y atropellar ha dado la lengua la acepción que tienen.
Los soldados se mantenían de su sueldo; a los hombres de a caballo se les pagaba más por los alimentos de su cabalgadura, y si ésta moría se les indemnizaba si presentaban la piel para identificarla con la que llevaron al salir para la guerra, cuyas señas se habían escrito en el libro de la muestra, que es como llamaban en Aragón a los alardes.
La razón de cogerse tanto botín era el haberse de mantener los guerreros a sus expensas; obligábales esto a llevar consigo grandes sumas y escaseando el numerario y no habiendo papel moneda lo sustituían por objetos de escaso peso y volumen, pero de gran valor, ropas y alhajas, que en caso de necesidad vendían o empeñaban.
El sistema de la nación armada exigía el de la redención de ejército obligatoria; no era posible que todos los hombres abandonaran sus faenas para tomar las armas, ni todos eran capaces o aptos para manejarlas; convenía que fuesen menos en número pero con aptitudes, y el servicio de personal se transformaba en pecunario, y de este modo reunía el rey los recursos para tropas aguerridas.
Los infantes eran generalmente ballesteros: otros iban armados de picas; los jinetes se dividían en caballeros armados y alforrats (horros), o sea pesados y ligeros; iban las cabalgaduras de los primeros cubiertas de gualdrapas de cuero, que les cubrían cabeza, pecho, ancas y vientre; los hombres llevaban armaduras, lanzas y espada. Los caballeros ligeros llamabanse también jinetes o a la jineta; los caballos iban sin gualdrapa, los hombres sin armadura y la lanza era remplazada por un chuzo o dardo; los pesados empleánbanse en las batallas, los jinetes en las algaradas o correrías repentinas con objeto de ganar botín; fueron muchos los casos en que los moros granadinos y marroquíes solicitaron de los reyes de Aragón permiso para reclutar caballeros armados y, viceversa, los de Aragón reclutaron en Marruecos zenetes (voz que alterada ha originado la de jinetes).
Todas las armas no portátiles y todos los instrumentos necesarios en la guerra, picos, palas, sierras, etcétera, llamábanse artillería; a los instrumentos de batir, ingenios, y a sus constructores o manejadores, ingenieros.
El ingenio más en uso era el trabuco, especie de honda muy parecida a las barcas de hoy en todas las ferias; una de sus cuerdas estaba fija, la otra podía soltarse mediante un mecanismo; el receptáculo para la piedra era una piel de vaca y su manejo era sen cillísimo: unos cuanto hombres imprimían al receptáculo un movimiento de vaivén, y cuando había llegado a un grado tal que podía dar la vuelta entera, el ingeniero soltaba la cuerda no fija y entonces la piedra salía en la dirección de la tangente; la habilidaddel tirador consistía en elegir el momento en que la línea en cuestión se dirigiera al punto que se pretendía vulnerar.
Para batir murallas empleábanse varios modos: las gatas eran una especie de túneles de madera muy fuerte provistos de ruedas; metíanse en él varios hombres y se acercaban a la muralla; al abrigo de la gata y defendidos por ballesteros picaban el muro. las torres eran armatostes de madera coronados por una especie de plataforma donde se ponían los combatientes; como los armatostes venían a ser de igual o algo mayor altura que los muros, peleaban como en llano o campo raso.
Las minas se hacían para undir un trozo de muralla en vez de volarla como se hizo después. Para esto el ejército sitiador abría una especie de túnel a distancia del lugar amenazado, yendo siempre en línea recta, pero cada vez más profundo, para llegar a los cimientos del muro; alcanzados éstos, quitábaseles la tierra sobre la cual se apoyaban y en su lugar se ponían pilotes gruesos; cuando un lienzo estaba así de socavado untaban los pilotes de grasa, generalmente de cerdo, y los hacían arder; al quemarse, el muro se desplomaba. Contra esto usaban los defensores de las plazas fuertes diversos procedimientos: la contramina para impedir el socave y también para quemar desde dentro una materia que diese mucho humo y obligara a salir a los zapadores. Otra era construir detrás del muro cuya destrucción se temía un muro provisional o un foso, a veces una hoguera, que impidiera el asalto.
El rey era el único que acuñaba moneda.
El primero venía de muy lejos: Sancho Ramírez asoció su hijo Pedro al gobierno con el título de rey de Sobrarbe; este hecho, que no parece ser el primero ni el único, se hizo costumbre y los primogenitos y las reinas lo desempeñaron en ausencia de sus padres y maridos. Sus facultades eran iguales a las de los reyes, pero temporales: cesaban en sus cargos por cesación de la causa que motivó su nombramiento.
El gobernador es una especie de lugarteniente con menos atribuciones; representaba al rey en funciones judiciales no civiles, en las pertinentes a la seguridad del territorio, de la propiedad y de las personas, y era el encargado de cumplir las órdenes del monarca.
Pero la constitución del reino aragonés propio presenta una particularidad que no se observa en parte alguna; la de haber tres grados de nobleza: la de los barones o ricos-hombres, la de los caballeros y la de los infanzones. En Cataluña y Valencia los nobles no tienen todos igual poder o riqueza, pero todos son de categoría idéntica. En Aragón formaban los ricos-hombres brazo aparte en las cortes.
No eran, sin embargo, clase cerrada ni con número fijo; la desgracia que sufrió la constitución aragonesa de ser falseada con fines políticos en los últimos años del siglo XVI y en la primera mitad del XIX, ha llenado de fábulas y mentiras la historia de dicha constitución, y una de las instituciones de historia más falseada es la nobleza.
Supónese que los ricos-hombres fueron en un principio doce y que fueron los doce varones de Ainsa que sitiados por los moros y salvados por el rey de Navarra, antes de aceptarlo por rey le hicieron jurar aquellas cinco proposiciones redactadas al modo de las XII tablas, en las que se hallan en germen todas las futuras instituciones de Aragón. Cada uno de esos varones se convirtió en un barón y fué cabeza de una familia de rica-hombría; ellos fueron los ricos-hombres de natura, los únicos ricos-hombre hasta que don Jaime I abrió brecha en ese cículo para incluir un intruso, creando un rico-hombre, que se llamó de mesnada; por el mismo boquete se introdujeron otros, matando así, dice un panegirista del Conquistador, aquella poderosa clase social por un verdadero golpe de estado.
Todo esto es invención, si no de Blancas, acogida por él con fines políticos; barones existían en Navarra y Aragón antes de incorporarse a ellos Sobrarbe y aun antes de que aquellas regiones gozaran de independencia. Toda la nobleza de rancio abolengo aragonés se gloriaba de su procedencia ultrapirenaica o de su solar montañes. Aunque los apellidos no fueron hasta el siglo XV expresión de vínculo de parentesco y no se transmitian de padres a hijos, sábese que las baronías no eran hereditarias, y si éstas fueron doce, una para cada uno, si uno fué desposeído, el que lo reemplazó no pertenecia a la clase: luego había sobrantes y no constituían orden cerrado.
El primer documento del Archivo de la Corona de Aragón que presenta ricos-hombres menciona estos diez: García Romeo, Ximeno Cornel, Miguel de Lusia, Artal de Alagón, Lop Ferrer, Blasco Romeo, Artal de Alascuner, Rodrigo de Podio (Pueyo), Pedro Maza y Pedro Sesé, los cuales no eran solos ni los únicos, porque el rey que los da como fiadores de su palabra promete suplir uno o varios con otro u otros. En 1208, pues de esa fecha es el pergamino de la noticia, eran ricos-hombres algunos que más tarde figuraron entre los caballaros, orden inferior, luego de la clase más podía descenderse y de hecho se descendía, y recíprocamente, de la clase inferior se ascendía a la más elevada; oficialmente estos ricos-hombres se llamaban y los caballeros así, en latín, milites; el adjetivo barón era poco usado; en cambio, se usaba mucho el de baronía; el de rico-hombre cayó también en desuso ya en el siglo XIV.
Los títulos consagrados como nobiliarios por la posteridad, conde, marqués, duque, no fueron conocidos por los aragoneses; el primer conde aragonés fué don Lope de Luna, a quien concedió esa gracia Pedro IV en 1348 en agradecimiento a su adhesión contra los unidos y a la victoria que contra éstos obtuvo en Epila; ni el de marqués ni el de duque se conocieron en esa epoca medieval.
No sucedía lo mismo en Cataluña, donde por recuerdos tradicionales los barones eran jefes de condados y ellos, por tanto, condes y vizcondes.
¿Quiénes eran los caballeros y los infanzones? Lo antiquísimo de la distinción de los hombres por el nacimiento y la propiedad y el origen de la misma debido a la fuerza, en un tiempo del que se carece de noticias, no permite conocer su origen; en su esencia no difieren, socialmente vistos, de los nobles, barones o ricos-hombres; son tan ingenuos, libres y nobles como éstos; su distinta categoría debe atribuirse a los bienes, a la riqueza, a la clase de su ocupación; el hijo del rico-hombre que no hereda la baronía o por negársela el rey o por ser segundón, y recibe de su hermano o de otro noble la tenencia de un castillo, es caballero; el hijo del caballero que recibe un honor (un predio) y se encierra en él y lo cultiva sin jurisdición sobre nadie, está en disposición de ceñir espada y empuñar lanza y ser armado caballero, mas entretanto que no ejercita esa capacidad es infanzón, esto es, goza de los privilegios inherentes a todos los nobles: exención de impuestos, fuero propio, limitación de penas corporales, facultad de ser testigo y ser creído bajo juramento, etc., pero ni ciñe espada, ni empuña lanza, ni es caballero.
La clase de los infanzones se multiplicó extraordinariamente por el reino; primero, por el derecho de estar exentos de tributos, después por la separación de los hombres de parada, que con el título de infanzón se obtenía. Similar de la clase de los infanzones era la de los ciudadanos honrados de Cataluña y Valencia.
Una baronía era un reino respecto de los vasallos, una tierra entregada por el rey para su gobierno y administración con ciertas reservas a un señor. Los habitantes de las baronías nada tenían que ver con el soberano ni con la nación; su soberano efectivo y verdadero era el barón; él les daba los privilegios, a él prestaban juramento y homenaje de fidelidad, a él pagaban los tributos, con él y bajo su bandera salían a campaña sin preguntar contra quién, contra quien el señor mandase, hasta contra el rey, sin que por esto padeciera su fama, porque no tenían obligación de ser fieles sino al señor, a la persona del señor.
Los barones eran dueños del territorio y de cuanto había en él, encima y debajo de la superficie, de coelo usque in abyssum, dicen los documentos, consagrando una costumbre: el suelo, los animales y las plantas, como los hombres, se le daban al darle el territorio, con los mismos derechos que el donante lo poseía, con la autoridad o dominio, es decir, jurisdicción plena, percepción de tributos y de servicios incluso el militar, y cuantos derechos de esto emergían y procedían. El rey se reservaba la fidelidad del donatario, que debía ser asegurada mediante juramento y ciertos derechos, libre acceso a la baronia, licitud de permanecer en ella y ser servido en la guerra con fuerzas convenientes, proporcionales a la riqueza y número de habitantes de la baronia.
Una de éstas era, pues, un territorio separado políticamente del reino, un miembro de la nación unido a ésta por el vínculo del señor que había prestado al soberano juramento de tener por él este pequeño Estado y serle fiel en paz y en guerra.
No son, por tanto, los señoríos creación medieval ni efecto de la guerra; son producto de un estado social determinado por la manera de ver el suelo en cuanto objeto de apropiación individual.
Lo más verosímil es que los señoríos procedan del régimen de ciudad primitiva, del que la misma Roma es modelo: un núcleo poderoso que habita en un lugar céntrico y fortificado constitúyese en señor del territorio que circunda la ciudad, y siendo la tierra la única riqueza se apodera de ella y obliga a los sometidos a cultivarla y a dar y a prestar a los ciudadanos, convertidos en señores, rentas y servicios; constituído el núcleo ciudadano en república aristocrática o en monarquía rodeada de iguales, fué sencillísimo asignar a cada ciudadano un grupo, una aldea, al cual debían responder los habitantes, y el señor, a su vez, responder a la ciudad.
El caso del opido de Lascuta, vasallo o siervo de la ciudad de Hasta, es el mismo que aparece después de la Reconquista en las comunidades de Calatayud y Daroca; Albarracín, que aún conserva su nombre ibérico puro, es una ciudad de tipo primitivo, dueña de su territorio, en el cual las aldeas sólo participan por concesión graciosa de aquélla.
Don Joaquín Costa, gran conocedor de las instituciones primitivas, españolas y romanas, no vaciló en afirmar que el feudalismo español de la Edad Media debe considerarse como una juris continuatio del de los iberos y no como una creación original ni como una importación exótica. El Imperio no pasó su rasero nivelador por la Península, no destruyó la vida local ni las instituciones nacionales de los iberos; la servidumbre adscripticia subsistió después de la conquista en iguales condiciones que antes y fué causa de que no penetrara aquí el colonato romano; quedaron las milicias locales de ciudad y provincia, salváronse los antiguos feudos territoriales, verdaderos Estados con millares de siervos, súbditos inmediatos del príncipe o noble que los adquiria por herencia. Entre aquellos señores que en el siglo III antes de J.C. reúnen sus mesnadas en Elche coaligados con algunos régulos para derrotar a Asdrúbal, o aquel Alucio, que pocos años después pone a servicio de Escipión el Africano 500 soldados alistados entre sus clientes, y los nobles de Cauca Dídimo y Veriniano que en las postrimerías del Imperio hacen una leva entre los siervos de sus heredades, suficiente para contener durante muchos años la irrupción de los bárbaros en el Pirineo, a la mujer de Teudis, que ofrece a éste una guardia de dos mil hombres enganchados entre los colonos y clientes de sus vastísimas posesiones - con que ganó la corona visigoda-, no existe solución de continuidad.
Esto es la verosímil y esto es lo prudente afirmar: con distintos nombres el Fuero Juzgo menciona ya las clases sociales que se ven existentes al iniciarse la Edad Media propia.
Dídimo y Veriniano, verdaderos señores de vasallos, son los sucesores de Indíbil y Mandonio y los antecesores de los malic que los bereberes encuentran en las ciudades andaluzas, de Todmir el de Oriola, del Beni Muza a quien sorprendieron en Zaragoza los sucesos del 711 y análogos a éstos son los señores, sive reyes, sive duces/I>, que inician la Reconquista en todo el norte de España.
La constitución señorial es más antigua que los bárbaros y romanos; persiste a través de las dominaciones y se manifiesta en la Edad Media. Es una de tantas supervivencias, de tantas prácticas no olvidadas de tiempos primitivos a las que el empeño de creerlas nacidas cuando son conocidas, busca en vano un origen medieval.
Los seóríos no fueron siempre iguales ni en los derechos ni en el modo de trasmitirse; ni en Aragón ni en Cataluña se presentaron con los mismos caracteres.
En Aragón llamábanse honores; la voz feudo es desconocida en los fueros y documentos aragoneses.
Honor significa antes del siglo XI posesión territorial; en este sentido es usada siempre en los privilegios de concesión de bienes a monasterio a los cuales no se concede jurisdición de ninguna clase. En conformidad con este significado el honor no concedía más derechos que los de la propiedad, y por extensión prestaciones personales.
Los señorios en honor eran compatibles con el Derecho municipal, y así, ciudades como Zaragoza, Huesca, Barbastro, Calatayud tuvieron señores hasta entrado el siglo XIII. ¿Qué eran estos señores? La escasez de noticias no permite responder a la pregunta; eran de cierto los representantes del rey y como tales gozaban de preeminencias en todos los órdenes; sábese que presidían los concejos; debían ser los jefes de la milicia local y percibían, si no todos los tributos, parte de ellos. El honor es una especie de sueldo pagado en rentas de un suelo; es un beneficio del rey a un vasallo o para recompensarle de hechos o para pagarle, y como la propiedad lleva consigo la autoridad, ese sueldo conviértese en posesión jurisdiccional, en un señorío.
No eran hereditarios los honores, sino amovibles; la transformación se hizo en tiempo de Pedro II bajo la influencia de los fueros de Barcelona introducidos en Aragón por Ramón Berenguer IV. A partir de éste las concesiones hácense indistintamente a fuero de Aragón, a fuero de los reyes Pedro y Sancho o de Sobrarbe, o a fuero de Barcelona, y poco a poco éste generalizando por exigencias seguramente de los agraciados cuyos intereses favorecia. Los señoríos en Cataluña eran efectivamente, en primer lugar, hereditarios, y en segundo más duros para el vasallo y, por consiguiente, más favorables al señor.
Mientras los honores conservaron su carácter, los pueblos se sometieron a ese régimen señorial, pero cuando en tiempo de Pedro II los señoríos se hicieron hereditarios y ganaron atribuciones, los rechazaron los municipios fuertes.
Las pasiones políticas, que tanto influyeron en la historia de Aragón en las postrimerias del siglo XVI y en los comienzos del XIX, exageraron notablemente el papel de la nobleza de este reino en el gobierno. El mismo Zurita, el sensato Zurita, dice que << todo el gobierno de las cosas del Estado, y de la guerra y de la justicia, fué de allí adelante de los nobles y principales barones ..., que siempre fué la autoridad de los ricos-hombres tan grande, que ninguna cosa se hacía sin su parecer y consejo, y sin que ellos lo confirmasen>>.
La amplitud de estas frases es tal, que con ellas se afirma haber sido Aragón una república aristocrática, en la que el rey y el pueblo eran mera decoración.
Y como no lo eran, las frases no expresan la realidad histórica del tiempo a que se refiere, aunque sí manifiesta el modo de sentir universal de los aragoneses en el reinado de Felipe II, época en que se escribieron. El gran cronista, no obstante su monarquismo y su adhesión a la persona del hijo de Carlos V, no pudo sustraerse al ambiente hostil el modo de gobernar Aragón aquel monarca, más alabado que conocido, precisamente alabado por desconocido; y como escribió eso, escribió esto otro: <<Era voluntad de todos que cuando la libertad feneciese, feneceria el reino>>, dejándose llevar del espíritu de sus contemporáneos.
Para escribir <<sin que los nobles lo confirmaran >>, se fundó con toda seguridad en las listas de obispos y señores que vió al pie de los documentos inmediatos a la fecha, los cuales creyó firmas que corroboraban el contenido y lo aprobaban; mas si en otras tierras y monarquías los señores confirmaban, aunque fuese como testigos, no como coparticipes en la soberanía, en Aragón ni aun así. Blancas, en un momento de lucidez, entrevió la verdad y dijo que tales listas tenían por objeto fijar la fecha del documento, mentando los principales personajes del tiempo, pero a poco oscureció esta verdad hablando de testigos visores et auditores, que vieron y oyeron, y testigos confirmadores, pero él sólo vió de los primeros. Obispos y señores están citados con fines de cronología, con los mismo que ciertos hechos resonancia.
La nobleza no tuvo nunca más influencia en el gobierno que la daba su prestigio o el valer personal de usu individuos; rodeaba al monarca, y por esta razón era más consultada que los ciudadanos; rica y poderosa y apoderada de los principales cargos, llevaba consigo el brillo que dan las riquezas y el poder, y fácilmente se imponía.
Con todo, en Aragón no se dieron nunca Castros y Laras, ni fué posible un don Alvaro de Luna.
Si la primera época de la evolución nobiliaria, la de los señoríos en honor, acaba al hacerse éstos hereditarios, y la segunda se caracteriza por el abandono del carácter militar para tomar el de político, este segundo acaba en 1348 con la derrota de los unidos en los campos de Epila.
Las causas que motivaron esos movimientos no están puestas en claro todavía; la Unión contra Pedro IIse cohenestó con la protesta contra la declaración de ser Aragón feudo de la Iglesia: mas esto parece ser pretexto y no el verdadero motivo; éste debe buscarse en causas sociales que ellos sentían, aunque no conocían, caso muy frecuente en todas las sociedades.
Aragón vino a la vida política como país montañés, en plena organización primitiva y sin sufrir influencias extrañas a sí mismo; pero desde Alfonso el Batallador se dejó sentir grandemente la influencia languedociana y provenzal, no como en Castilla, importada como civilización y cultura por monjes, prelados y poetas, sino por contacto íntimo y apretado, pues a la influencia aragonesa desde el Valle de Arán a Bayona se unió la de los condes de Barcelona desde el Valle de Arán a Marsella. Reyes, nobles y pueblo de las grandes ciudades se infiltraron del espíritu francés y quisieron ponerse a tono con él, asimilándoselo en lo posible. Aragón vivía rezagado con su organización, que, por otra parte, no respondía a las necesidades actuales; La Reconquista no era sentida con el fervor de antes, y además los moros no eran ya temibles; por otra parte, los miembros ultrapirenaicos de la nacionalidad, amenazados por la Francia del Norte, exigían mayores atenciones y cuidados.
La influencia de las universidades de Italia y Francia, con sus estudios de Derecho romano, comenzó a obrar en un doble sentido sobre la sociedad; alentó a los reyes en la afirmación de su poder absoluto por aquello de quod principi placuit legis habet vigorem, pero, en contraste, alentó a los nobles y ciudadanos a la defensa de sus derechos. La sociedad no quiso ser absorvida por el rey; en rigor, la Unión es una forma de manifestarse el poder social contra el cesarismo incipiente.
El ser la Unión alianza de nobles y ciudadanos contra el monarca, lo declara explicitamente: los municipios no eran asociaciones de aristocracias ni defendían derechos sobre personas, sino privativos suyos: conócense los motivos por los cuales proclamaron la Unión contra Pedro II, que fueron, precisamente, antinobiliarios. Este rey, para recobrar unos castillos, había dado en prenda a un prócer castellano ciudades de Zaragoza, Calatayud y Teruel con cristianos, judíos y moros, con todos sus impuestos y prestaciones, con facultad de administrar justicia y nombrar magistrados con jurisdición igual a la suya, pues dícele don Pedro en el documento que << cuanto él mandare o dijere dicho y hecho sea sin apelación de ninguna clase >> (año 1208). Las ciudades en cuestión no admitieron ese convenio, y el rey se vió forzado a firmar otro con Pedro Ferrández.
Don Jaime I es uno de los reyes más cesaristas; conocía, a juzgar por algunos documentos, cuánto más se prestaba la constitución primitiva aragonesa al abatimiento de los nobles que la catalana, y trató de restaurar los señoríos en honor, pero él, en cuanto a sí mismo se refería en el Derecho romano, de lo cual le hicieron cargo las Cortes de Egea de 1265, las cuales le obligaron a firmar unos fueros que ponían coto a sus ambiciones.
La Unión contra Pedro III reconoció causa análoga, si bien no tan legítima. Aquel gran monarca preparó su expedición a Berbería y Sicilia sin dar a nadie cuenta de sus propositos, pues no convenía al éxito de lo que preparaba. Por su propia voluntad metió su país en una guerra terrible, de la cual era difícil predecir el término; afortunadamente, la Providencia vino en su auxilio matando al rey francés y diezmando su ejército, y lo que parecía dudoso dejó de serlo. La Unión contra él tiene su carácter de protesta contra guerras sin provecho nacional, verdaderas aventuras que, cuando más, como la de ahora, favoreciían a un hijo del rey, el segundogenito.
A Pedro no se le pidieron imposibles ni humillaciones; el Privilegio general no es una claudicación de nadie ni triunfo de ninguna arrogacia. Representa, en cambio, un avance formidable en el camino de la unidad nacional al ser fuero, es decir, ley común a todos los aragoneses, en aquellos tiempos de particularismos legislativos.
No puede la historia decir la mismo de los privilegios llamados de la Unión, arrancados al débil e irresoluto Alfonso III; sin causa bastante, pues no lo era para revolucionarse, el que Alfonso se llamara rey antes de jurar los fueros, más bien por espíritu de revulta, alentado por la debilidad e irresolución del monarca, le arrancaron aquellos Privilegios, que eran un abdicación perpetua de la realeza.
El momento culminante de la nobleza, como fuerza política, es el de la Unión contra Pedro IV con el pretexto de negarse los unidos a jurar como heredera del trono a la hija de aquél en perjuicio de los hermanos hijos del matrimonio de Alfonso IV con doña Leonor de Castilla. Los momentos fueron verdaderamente trágicos y la monarquía se vió en mu grande apuro; pero la enormidad misma del desacato, su falta de razón en todos, en el rey y en los unidos, la inutilidad de la lucha y los males adherentes, sembraron la discordia entre los nobles mismos, y el jefe de la casa de los Lunas se pasó al rey, y con sus fuerzas aniquiló las contrarias en los campos de Epila.
Vencida la Unión, la nobleza dejó de ser fuerza política activa; convertidos lo honores en feudos, es decir, de simples tenencias temporales en propiedades transmisibles por herencia y jurisdicionales, no obstante declarar el Privilegio general que el mero y mixto imperio era contra uso y costumbre de Aragón, los poseedores de esas tierras contentáronse con vivir en paz en ellas sin promover disturbios, a lo cual también les obligaba la férrea constitución del Reino, en la que cada uno tenía un puesto bien marcado y definido, menos los vasallos de señores.
Ultimamente, las baronías y señoríos se compraban a los reyes o a sus poseedores y se trasmitían así por venta a personas que nada tenían de nobles; convertidas en propiedad e introducido el Derecho romano con su dominio absoluto, los pobres vasallos fueron considerados parte integrante de la propiedad misma, y nacieron los vasallos aquellos de los tiempos de los austrias, mucho más desgraciados que los del siglo XII.
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