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Cuatro monarcas descendientes del rey representativo de una nueva política en la Corona de Aragón y en España al comenzar el siglo XIV ocuparon sucesivamente el trono aragonés en el resto del mismo: Alfonso IV, Pedro IV, Juan I y don Martín; reyes como políticos y diplomáticos anodinos, sin ideal, y como sus súbditos, encariñados con un retraimiento cada vez mayor de los negocios mundiales y más apegados, de día en día, a su tierra y a sus costumbres y tradiciones.
Cinco reinaron en Castilla, y sólo del primero podría la historia decir bien, si no lo impidiera su absoluta falta de moral familiar y pública. Alfonso XI era hombre capaz de terminar la Reconquista y aun de dar a España la unidad con costumbres más morigeradas y con proceder menos apasionado y más humano.
El rasgo fundamental y característico de los tiempos siguientes a Jaime II es la tendencia a la aproximación de las dos coronas mediante matrimonios, único modo entonces de llegar a ella. Consecuencia de ese sentido político unitario son, precisamente, las guerras que durante varios años asolaron las tierras aragonesas y castellanas; las dos coronas se sentían atraídas, pero el tiempo no era llegado en que el contacto y menos aún la fusión se hicieran pacíficamente.
De aquellos cuatro reyes que gobernaron la Corona de Aragón desde 1327 a 1410, el más enérgico y de mayor sentido político fué el segundo, Pedro IV, aunque también, como hombre, el más malo.
Su padre Alfonso IV fué una buena persona; heredó el trono por la renuncia de su hermano Jaime; casó, primeramente, con doña Teresa de Enteza, de la cual tuvo a don Pedro. Viudo de esta señora, contrajo segundas nupcias con aquella infanta Leonor, con la que no quiso consumar el matrimonio su hermano mayor, prefiriendo ser fraile a ser su marido. Los hechos demostraron que casi obró bien: la tal señora fué madre de dos hijos, Jaime y Fernando; madre e hijos murieron de mala muerte a manos de su hermanastro el rey de Aragón uno, de su sobrino y primo, respectivamente, don Pedro el Cruel de Castilla, los otros dos.
Pedro IV enérgico, activísimo y vehemente, reinó durante más de medio siglo y desparramó su actividad sobre toda la Península y sobre las islas adyacentes; fué gran literato, lo mismo en aragonés que en catalán, y mandó componer la historia de su tiempo para dejar recuerdo de él; estuvo casado varias veces y dejó tres hijos: Juan, Matín e Isabel, casada ésta con el conde de Urgel, descendiente de don Jaime, hijo de Alfonso IV y de Leonor de Castilla.
Juan I fué poco guerrero y poco amigo de la política; tuvo dos mujeres, las dos francesas, y se dejó llevar por ellas; muy amigo de la poesía, de la música y sobre todo de la caza, en la cual encontro la muerte.
Don Martín era un santo varón, nacido para el claustro o para caballero rico; sus preocupaciones principales se las proporcionó la familia; fuera de ésta, nada le complacía ni le atraía; la lectura de obras piadosas era su encanto.
Casó con doña María de Luna, una de las herederas más ricas de Aragón, mujer varonil y de alma robusta, de la cual sólo tuvo un hijo, don Martín de Sicilia, que murió sin sucesión en vida de su padre, abriendo su muerte el interregno, que terminó con el compromiso de Caspe.
Sigue la Corona de Aragón en estos reinados el movimiento que le imprimió el impulso adquirido en los precedentes, pero más lento cada vez hasta extinguirse y caer en una especie de sopor.
En este empresa nacional tomó parte Aragón como auxiliar de Castilla, y por puro patriotismo español en los tiempos que mediaron entre la muerte de Jaime II, 1327, y la batalla del Salado, 28 de noviembre de 1340.
En este intermedio resucitaron los benimerines la cuestión de Tarifa, es decir, la de poseer en España esta plaza, puerta de la Península, a fin de poder entrar en ella cuando les conviniese. La victoria del Salado arruinó las ilusiones marroquiés y la seguridad adormeció el ideal en Castilla, que desde aquel triunfo dejó de pensar en la guerra con Granada.
Entre los hechos impolíticos de don Jaime I estuvo el de segregar de los Estados peninsulares legados a su hijo mayor Pedro, el insular de las Baleares, al cual agregó el Rosellón y el señorio de Montpeller. La medida no podía ser más funesta, pues equivalía a una mutilación del territorio catalán y a una fijación de fronteras alrededor de Cataluña, absolutas y perfectamente concretas; pero el aislamiento en que querían permanecer los barceloneses, y que les hizo ver con agrado la política de división de don Jaime, les hizo no protestar de este reparto y soportarlo, y, tal vez, verlo con gusto.
Las consecuencias tocáronse bien pronto. El heredero del reino aragonés, apenas posesionado del trono, exigió de su hermano la declaración de vasallo con prestación de homenaje. Obligado por la fuerza hizo Jaime de Mallorca lo que se le exigía, pero, herido en su amor propio, no acordándose de su abolengo y conocedor de las intenciones aviesas de su hermano mayor respecto de Francia, se amistó con el rey de este reino, pensando tener en él un poderoso auxiliar.
Sobrevinieron los sucesos de la guerra de Sicilia y la invasión francesa, y Pedro III, desconfiando de su hermano, que residía enfermo en Perpiñán, se presentó de improviso en esta villa, se apoderó del palacio y trató de que su hermano rompiera sus relaciones con Francia y tomara las armas en su favor. En Jaime de Mallorca pudo más el amor propio y el deseo de reinar independientemente del rey de Aragón, que el llegar a ser vasallo o súbdito moral de un usurpador de la corona que había llevado su padre. Huyó de Perpiñan y escribió al francés, ofreciendo valerle con todo su poderío.
En los rosellones pudo más la tradición, que los adscribía territorialmente a Cataluña y lo alejaba de la Francia del Norte, que los mandatos de un monarca accidental, y combatieron por Pedro III; sin embargo, la defección del rey mallorquín fué causa de que los franceses irrumpieran en Cataluña, entrando por el puerto de Masana y desviándose del de Paniçars.
La muerte de Pedro III sorprendió a su hijo Alfonso en las Baleares, adonde había ido para incorporarlas a Cataluña y desposeer a su tío en castigo de su traición; la empresa fué fácil, porque la población era hostil a la dinastía propia y deseaba la unidad con las tierras continentales de la monarquía.
La política francesa encontró un gran pretexto para debilitar el poder aragonés y mantener separado de Cataluña el Rosellón y las Baleares en su gratitud al rey de Mallorca, y en todas las conferencias sobre la paz puso como condición indispensable que Jaime fuese reintegrado en su reino. La resistencia de Jaime II de Aragón hubo de ceder ante la enérgica actitud de Bonifacio VIII, y las Baleares volvieron a tener rey propio, si bien en calidad de feudatario de la Corona de Aragón.
A Jaime II de Mallorca, el hijo del Conquistador, sucedió un Sancho y a éste un Jaime III cuyo tiempo coincide con el de Pedro IV de Aragón, que decidió terminar con la preocupación de las Baleares, anexionandolas a su corona y no llevado de ambiciones imperialistas, sino movido por fuertes razones de patriotismo. En efecto, las Baleares son territorio catalán, forman parte de Cataluña y por ende de la Península, y el capricho de un monarca manejado por una madre demasiado madre no era justo que prevaleciera contra el bien general, llegando a mutilar el territorio patrio. Las islas sólo podían ser independientes siendo enemigas de España: lo que para los napolitanos representaba la posesión de Sicilia por un rey privativo, representaba para los catalanes la independencia balear. Y Pedro IV no quiso mantener por más tiempo aquella situación de compromiso.
Desde el principio de su reinado dióse a idear modos de destituir a su cuñado Jaime III de una corona legal y tal vez justamente poseída, pero mantenida en su cabeza contra las conveniencias nacionales y contra la propia seguridad nacional. Organizada una escuadra y un ejército desembarcó en Mallorca y se apoderó de la isla (1343); luego hizo suyo el Rosellon en el año siguiente.
Una tentativa de recuperación hecha por el destronado le fué fatal, pues fué vencido y muerto en la batalla de Llucmajor (1349).
La obra del Conquistador quedó borrada con la sangre de éste su descendiente.
Jaime II, que aceptó en compensación de Sicilia el reino de Córcega y Cerdeña, tardó veinticinco años en intentar hacer efectivo su dominio; en 1323 envió su hijo a la segunda de aquellas islas, y obtenidas unas fáciles victorias regresó el príncipe a su patria.
Con su venida se perdieron todas las ventajas adquiridas; y al heredar Pedro IV el trono de Alfonso IV se halló con el título de rey de aquellas islas, pero sin ninguna clase de autoridad sobre las mismas. No era este rey de los que se pagan de títulos vanos y formó el propósito de hacerlo efectivo apenas se vió libre, aunque momentáneamente, de los asuntos peninsulares, aliándose con Venecia, enemiga de Génova, la señora de Córcega y la defensora de los rebeldes sardos. Dos victorias costosísimas obtuvo en el mar ayudado de venecianos; pero cuando intentó desembarcar y apoderarse de Caller éstos le abandonaron, y contento con la posesión de Alguer, que le permitía volver triunfante a sus reinos, regresó a éstos. Las sumas inmensas gastadas en el equipo de las galeras y en la organización de los ejércitos, así como el número de víctimas que ocasionaron los enemigos y las enfermedades, sirvieron para satisfacer los intereses de Venecia, que con auxilio de catalanes humilló y venció a su rival Génova, y la vanidad del monarca que volvió a sus Estados como conquistador de un reino en el cual no poseía más tierra que la que pisaban sus soldados en una sola ciudad, la de Alguer.
Cerdeña se convirtió en la pesadilla aragonesa; en rebelión constante fué un pozo sin fondo adonde iba de continuo una corriente débil, pero constante, de hombres enviados a costa de dinero, sin ningún resultado positivo, y así transcurrió la segunda mitad del siglo XIV.
A principios del XV, Cerdeña fué testigo de la muerte del único hijo del rey don Martín, por efecto de una enfermedad después de una victoria, la de San Luri, año 1409.
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