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Los años inmediatos al 711 son de gran confusión y desorden : jefes y cabecillas de tropas berberiscas, que se dirían berberiscas, pero formadas por cuantos con la esperanza de riquezas se sumaban a ellos, recorrieron la Península en todas direcciones sin detenerse en ninguna parte más tiempo que el preciso para firmar una capitulación que les hiciera dueños del botín ansiado. En ese tiempo muchos, enriquecidos ya o satisfechos con su ganancia, debieron volverse a su tierra de Africa o a Oriente, llevando allá una fama de las riquezas de España sin precedentes en las guerras del Islam: a propagar ese dicho contribuyendo tanto como los favorecidos por la fortuna los tristes por su desgracia, de haber llegado tarde.
Las hordas aquellas, porque ejércitos no podían serlo, continuaron la táctica inventada por Tarik de sembrar el terror por donde pasaban para infundir pánico a las muchedumbres y con él como aliado vencerlas y dominarlas.
Cuentan los historiadores árabes que Tarik, en una de sus escaramuzas, hizo varios prisioneros españoles y ante ellos mandó a los suyos que cocieran y asaran cadáveres humanos diciéndoles que aquélla era su comida y aquélla su suerte; los guardas de los cautivos tenían orden de no impedir la huída y aun de facilitársela si la intentaban; y en efecto, a la primera ocasión huyeron aquellos infelices propagando la noticia de que aquella gente se comía las personas; el más veraz diría que él había visto cocerlos y asarlos; algún exagerado aseguraría que vió roer huesos con gran fruición del que roía; ya la guerra era entonces espantosa por lo cruel, pero a tanto no se había llegado; es de pensar el terror que esto infundiría, y si se añade que al entrar en una ciudad eran inmediatos los horrores del saqueo, aunque se hubiese capitulado, y que las turbas ciudadanas saciaban sus venganzas, se comprende que una población incomparablemente más numerosa, no toda envilecida por las costumbres ni atrofiada por la centralización, cayera sin resistencia bajo un poder más debíl, más bárbaro y desconocedor del país.
Ningún caudillo musulmán encontró resistencia seria: todas las batallas que se dan como posteriores a la de Guadalete y como indicios de resistencia nacional son conjeturales por lo debilísimo del testimonio en que se apoyan. Hubo casos aislados de ciudades que cerraron sus puertas a los enemigos, pero por poco tiempo y con el fin de capitular para disminuir su desgracia; y un caso solo de resistencia de un jefe militar, quizá un conde de provincia, el de Teodomiro; todos los demás se rindieron o huyeron o fueron entregados por los suyos, y todas las ciudades acabaron por entregarse.
Así, en unos tres años, toda la península quedó en poder de los musulmanizados o sedicentes musulmanes de Africa; en ese tiempo, insuficiente casi para recorrerla a pie, dominaron España los que se decían súbditos del califa de Damasco.
Hecho tan insólito, que no tiene igual en la historia de España y que contrasta enérgicamente con lo sucedido en otras invasiones, merece que la historia investigue sus causas.
Donde hubo firme voluntad de resistir y se resistió, los invasores se detuvieron y capitularon; si esa firme voluntad hubiera existido en todos los españoles la invasión se habría detenido y los que la realizaban hubieran corrido gran peligro de aniquilamiento. No la hubo: el historiador árabe (de ascendencia española no obstante) Ben Hayan, llamado por don Francisco Codera príncipe de nuestros historiadores árabes, dice que Muza emprendió la marcha en pos de Tarik y entrando en Aragón conquistó Zaragoza y <<no pasaba por lugar que no conquistara y saqueara, pues Dios había infundido el terror en los infieles>> (habla un musulman).
Según un cronista cristiano, en Zaragoza Muza y en Toledo Tarik cometieron excesos cruelísimos de asesinar y matar afrentosamente en cruz y en horca, y ahogar en los ríos a los potentes saeculi y a sus hijos, y de robar y saquear iglesias y palacios; y dice expresamente que hicieron esto para que tali terrore otras ciudades no lo resistieran.
En alguna de éstas la entrega se hizo con la condición de entregar los bienes de las iglesias y de los fugitivos: y éstos fueron seguramente los ricos y poderosos; el propósito de Muza, como el de Tarik, no era ganar tierra, sino riqueza, botín; iban adelante siempre impulsados por la codicia, sin preocuparse de lo que dejaban detras, no obstante lo peligroso de alejarse de la costa. Los historiadores árabes dicen que dejaban guarniciones de muslimes en las plazas conquistadas para seguridad de las conquistas; pero ¿quiénes eran esos muslimes? ¿De dónde los sacaban? Marruecos no estaba ni con mucho musulmanizado, ni formaba una unidad política, capaz de organizar ejércitos expedicionarios.
Ni Tarik ni Muza predicaron la religión de Mahoma, ni aquí ni en Marruecos, religión que muy probablemente ignorarían ellos mismos; ellos y los suyos salieron de Arabia como aventureros, incrédulos en materia de religión como buenos árabes e incrédulos siguieron: ni es de creer que dentro del ruido de las armas se entretuvieran en predicar su religión; eran depredadores con una excusa religiosa y aquí ejercían su oficio <<siempre me ha parecido un mito lo del fanatismo árabe por la propaganda de su religión, dice don Francisco Codera; encontramos en su historia fanatismo o entusiasmo conquistador, no producido por el espíritu religioso, aunque sí ayudado por él, por cuanto la creencia musulmana de que va derecho al paraiso el que muere en la guerra santa hacía y hace que no tenga temor alguno a la muerte y que su espíritu belicoso sólo por el botín se desarrollara más y más >> (Estudios críticos de H. ar. esp., I, 28).
Esa es la verdad histórica: tras de Tarik y tras de Muza vinieron a España muchos marroquíes y algunos sirios y yemeníes atraídos por la fama de las ganancias, pero desorganizados, hambrientos y con aspiraciones a gozar de los beneficios de la victoria; las cuales turbas fueron causa de turbaciones y guerras civiles y no de ayuda y favor a los caudillos invasores.
Las clases directoras huyeron de las poblaciones al anuncio de la invasión: la clase media y la plebe, constituídas en todas partes por libertos y siervos antes vilipendiados y oprimidos y sin hábitos de ciudadanía se hallaron ahora solas, sin gobierno, ante un enemigo que venía vencedor y como amo. ¿Qué más daba obedecer al que se iba que al que venía, si, además, se ofrecía ocasión de vengar agravios y de encaramarse a los puestos abandonados por los que huyeron? ¿Qué más se necesitaba para una rendición en masa y un reconocimiento incondicional del invasor?
No necesitaban ni Tarik ni Muza dejar guarnecidas las ciudades: todos los siervos declarados libres, todos los criminales que a su amparo habían saciado sus venganzas, todos los enriquecidos con el robo, constituyeron el partido conservador que se forma al día siguiente de las revoluciones para contenerlas y darlas por concluídas: su interés les obligaba a sostener el nuevo régimen y a impedir la vuelta del caído que significaba su ruina.
No es, pues, conquista la de los musulmanes, por cuanto no hubo resistencia; casi no es invasión, sino un paseo militar por un país desorganizado y casi abandonado.
La inmensidad del trastorno no pueden comprenderla los posteriores a él; no cayó un reino o un régimen político; cayó un régimen social, se deshizo una sociedad, se anularon cuantos vínculos unían a los hombres y se anularon tan totalmente, que fué imposible durante muchos años, siglos, crear otros no ya de extensión igual a los anulados, ni siquiera de naturaleza análoga.
Los dos caudillos principales de la invasión, Tarik y Muza, se habían enemistado por cuestiones de botín, más que de disciplina, y sus querellas, conocidas en Damasco, motivaron la destitución del primero; con su salida de España dejando en ella a su hijo Abdelaziz los invasores se hallaron sin jefe de autoridad delegada directamente y hombres venidos a esta tierra para luchar y robar, y cuyo único freno era la fuerza - y la fuerza eran ellos - encontráronse muy pronto mal con la política del hijo de Muza que, harto de guerras, satisfecho del éxito y quién sabe si pensando en más altas ambiciones que la de una vida pacífica y regalada en oriente o en Córdoba, estableció su corte, capital o cuartel en esta ciudad al apoyo de un partido que pretendía restaurar la unidad de España.
El caso de Abdelaziz ofrece grandísimas semejanzas con el de Ataulfo; los dos son jefes de un pueblo guerrero acampado temporalmente en un país conquistado y devastado del que no se puede sacar más, so pena de morir todos de hambre; los dos son pacíficos, es decir, rehuyen la guerra; cásase el uno con la hermana del Emperador, el otro con la viuda de don Rodrigo, y los dos mueren asesinados por el jefe de un partido guerrero y militar que no se aviene con la paz.
En el caso del moro hay circunstancias históricas que permiten explicarlo tanto como la relación de Paulo Orosio explica el del godo.
Al marcharse Muza y dejar el gobierno de España encomendado a su hijo, demostró entender que la Península formaba una provincia del Califato, una dependencia del vali del Africa occidental, la cual comprendía el territorio entero sometido a los reyes de Toledo; Abdelaziz, aceptando el gobierno que reconocía los hechos como su padre y casándose con Egilona y haciendo ostentación de ello, daba a entender que en su opinión todo había terminado y que no quedaba por hacer más que la paz con la consolidación de lo sucedido.
A esto le impulsaron los que al amparo del trastorno se habían apoderado del poder y de las riquezas, y ahora daban la revolución por terminada; a ésos les importaba mucho que naciera un gobierno con autoridad para imponer orden a los revoltosos, a los venidos de fuera, pero después del reparto, a los dilapiladores de sus ganancias, a los españoles empobrecidos y lanzados al campo o a la revuelta para recobrar lo suyo o indemnizarse con lo ajeno, porque todos éstos eran un peligro para los primeros.
El trastorno social y político sufrido por la Península había sido demasiado grande para que un hombre sin el concurso del tiempo le devolviese la calma; las causas de la turbación, lejos de extinguirse, se renovaban constantemente, y Abdelaziz, acusado de querer alzarse contra el califa y llamarse independiente, fué asesinado.
Tras un gobierno interino de Ayub, sobrino de Muza, vino Alahor, El Horr según los arabistas, que trajó consigo un ejército de orientales, atraidos por la fama de las riquezas de España, los cuales sembraron nuevas causas de turbación y de guerra civil.
El nuevo valí tenía el encargo de continuar la guerra y de ordenar la conquista distribuyendo de nuevo las tierras; en realidad, de enriquecer a sus acompañantes y enviar al califa más tesoros. Pero la Península estaba exhausta en la parte ocupada por los muslimes, y para dar a los unos era menester quitar a los otros. El partido nacionalista en que se apoyó Abdelaziz dió la solución al poder; el antiguo reino de los godos no estaba del todo dominado: en el occidente de la Península vivían muchas gentes con independencia y en la provincia de la Galia gótica no habían entrado aún musulmanes: ambas regiones estaban intactas de invasores, eran tan ricas como las que más de la Península y aumentaban su riqueza propia la importada por los fugitivos. Como esto era verdad, Alahor siguió el consejo y organizó una expedición contra Narbona, la primera que invadió esta parte del Reino de los godos.
No hay que buscar la causa de esta invasión ni de las sucesivas en el ansia de expansión religiosa de los musulmanes de España: diez años no son tiempo suficiente para que un pueblo cambie de religión, y a los españoles nadie se había cuidado de convertirlos a la mahometana; no puede atribuirse a deseos de expansión territorial, de mera conquista, porque carecían los musulmanes de fuerzas propias para seguir adelante y dominar territorios dejando guarnición en ellos: si Tarik y Muza se comportaron al modo de los bárbaros y recorrieron España nutriendo sus filas con los allegadizos a quienes atraía el ansia de botín, sus inmediatos sucesores fueron ya representantes de un gobierno y presidían una sociedad organizada. Alahor se consideraba gobernador de una provincia del Califato de Damasco, no un aventurero. Pero venido de Oriente y con las ideas de los conquistadores en nombre del Alcorán, es decir, de robo y saqueo, no tenía noción de lo que España era y de lo que había sido; y halló que era un país sin orden, asolado, del que ya no podía sacarse nada, lo cual le anunciaba su fracaso como representante del califa y supo que aún había territorios intactos de musulmanes que habían pertenecido al reino ganado por Tarik y Muza. Y fué contra ellos armonizando las tradiciones de España con sus ideas.
En el ánimo de Alahor pesaban mucho menos las tradiciones que el deseo de botín: él, personalmente, fué contra la Galia gótica para enriquecerse si podía, y enriquecer a los cientos de aventureros desarrapados que le acompañaron, pero el motivo publicado, la causa justificante de la expedición era la unidad nacional de España bajo el poder de los valíes.
Alahor entró en la Galia y obligó a Narbona a que capitulara; y de aquí no pasó: esto y su conducta con los cordobeses ricos, sin distinción de religiones o de sumisión a él, son indicios de que su campaña fué políticamente un triunfo, pero militarmente un desastre; lo primero, porque incorporó al valiato de España parte de una provincia insumisa; y lo segundo, porque sus soldados y él no lograron su objetivo, el botín esperado en el avance hacia tierras sin devastar. Y como él había de obtenerlo fuera de quien fuera, despojó a los de Córdoba, incluso a los que se fijaron en esta ciudad inmediatamente después de lo del Guadalete, llenándolos además de ignominia.
Alahor había dado el primer paso en un camino que por lo menos llevaba a la esperanza; más allá de la <<frontera superior>>, como empezaron a llamar los de la Bética a la cuenca del Ebro, había un país aún rico, aún no dominado, que Alahor habia pisado, pero del que se había ido: allá existía botín y tierras donde establecerse los vagabundos que con ansia de encontrarlos dejaron su patria y su tribu, vagabundos dispuestos a tomar la ofensiva contra quien fuera, y Zama el Aççamh de los arabistas que sucedió a Alahor reanudó las guerra volviendo a la Galia.
Evidentemente que el antecesor de Zama tuvo motivos muy graves que le obligaron a dejar el campo de batalla y volverse a Córdoba, motivos de orden puramente militar, es decir, de resistencia de los galos, con los cuales no contó su sucesor al decidirse a reanudar la conquista; pero su suerte confirmó la prudencia de Alahor y la imprudencia suya.
Como aquél, entro en Narbona y pasó adelante, llegando a Tolosa, a la que puso sitio; pero un ejército de aquitanos mandado por el duque Eudon vino contra él y le dió batalla, que fué para los españoles total derrota en la que murió su general. El ejército vencido se se retiró a Narbona, mandado por un jefe militar llamado Abderrahman el Gafequi.
La derrota no sirvió de escarmiento, y el sucesor del vencido y muerto volvió a las Galias y se apodero de Carcasona, Nimes y Autum.
La descomposición interna del valiato español promovida por las ambiciones de los orientales, los pocos orientales que vinieron, que juzgándose aristócratas quisieron obtener los más altos puestos y las riquezas a que por su condición se creían con derecho, detuvieron a los valíes siguientes en sus empresas militares contra los ultrapirenaicos. Pero apretando de un lado las ambiciones acá, y allí los galos con su independencia que amenazaba incluso los territorios cispirenaicos, un valí guerrero, que había salvado el ejército de Ambasa después de lo de Tolosa, inmediatamente de encargado del poder se fué contra los enemigos del valiato en aquella provincia, los aquitanos mandados por el mismo duque Eudon.
Entre penumbras y más cerca de la sombra que de la luz se percibe en esta campaña de Abderraman el Gafequi una repetición de lo sucedido en el reinado de Wamba; ahora representa el papel de éste el valí; el de Paulo, Munuza, y el de los primeros sublevados el aquitano Eudon. Hubo una sublevación en la región oriental de España, que capitaneó Munuza, un moro aliado del duque, y del cual dícese era yerno.
Munuza debió de ser personaje muy turbio en este período de la historia española; el autor llamado el Pacense le atribuye grandes fechorías contra los cristianos, entre otras la de haber quemado vivo al obispo Anabado; su desastrada muerte, despeñado, la ve como castigo de Dios por ésta y otras crueldades, y lo hace berberisco; su rebeldía la funda en los malos tratos que los de su nación recibían de los árabes, mejor dicho orientales, venidos a España, y la alianza con Eudon en el deseo de aumentar sus fuerzas.
Los historiadores árabes, exceptuando nada más Ben Aljatib, que como más serio no escribió de este período o escribió muy poco, entretiénense por lo que respecta a este tiempo en referir menudencias anecdóticas y milagreras; los hechos esenciales carecen para ellos de importancia, y en cuanto a la cronología no son escrupulosos: que en ellos no consten los detalles que constan en el Cronicón del Pacense no destruye ni desvirtúa su narración, y que no concuerden en las fechas, tampoco. Un cambio de cómputo en el tiempo tan radical como el de las eras a los años de la hégira no se implanta de golpe, mucho menos no coincidiendo los principios de los años y de los meses. A pesar de esto, esos historiadores ligeros y tan poco dignos de fe mencionan a Munuza y refieren campañas de los musulmanes contra él, los vascones y Eudon, que autorizan a pensar en una conspiración que amenazaba la integridad del valiato, y que movió al valí a marchar contra los conspiradores.
Esta es la causa de la tercera invasión que acabó en la batalla de Poitiers y que si no puso fin a las invasiones, estuvo a punto de ponerlo; Abderrahman llevaba por objetivo no solamente dominar la Galia gótica y mantenerla sumisa al valiato, sino aniquilar a los aquitanos, constante amenaza de la provincia. Mas a los francos del otro lado del Loire no les convenía como vecino un poder fuerte, que si afianzaba su dominio entre este río y el Mediterraneo les privaría de salir a éste; repítese el caso de Clodoveo y Alarico, y dejando aparte las diferencias que separaban francos y aquitanos corrió Carlos Martel en socorro de Eudon, derrotando las huestes de Córdoba.
Aún parece que en tiempos de Ocba hubo entradas en Francia; pero gobernando este valí se alzaron en toda España los berberiscos y terminó la dominación española en la Galia gótica, que cayó bajo el poder de Carlomagno.
Toda edad es hija de la precedente: por muy diversa que a los ojos de la posteridad parezca la posterior de la inmediata precedente, para los contemporáneos del cambio las cosas están revueltas y trastornadas, mas no son otras: cambian las personas, pero permanecen las ideas y se obra conforme a éstas, es decir, conforme a la tradición, La caída del Reino de los godos es el transtorno más profundo que ha sufrido España en toda su historia, por ser el derrocamiento de un modo de ser centenario, el que implanto Roma, mas por de pronto ese derrocamiento no fué total; la invasión fué a modo de un terremoto que arruinó el edificio dejándolo inhabitable, mas los hombres continuaron habitándolo a falta de otro hasta que la necesidad y las nuevas ideas les forzaron a buscar un acomodo más natural y a construir nuevas viviendas.
La tradición creó el valiato de España y la tradición impuso la política de unidad nacional que desarrollaron los primeros valíes; esa misma fuerza espiritual fijó la capital en Córdoba, ciudad independiente durante casi toda la dominación goda y con una fuerte tradición de autonomía.
Las tradiciones de independencia de gallegos, astures y cántabros se manifestaron en obras inmediatamente de ocurrida la catástrofe, y las provincias de la periferia oriental continuaron su vida anterior: unas sometidas, otras en espera de que vinieran a someterlas; el hálito de la centralización había atrofiado en las tierras contiguas al Pirineo todo espíritu de iniciativa y acción, sin haber conseguido tampoco el único beneficio que esa centralización puede prestar a los pueblos de darles solidaridad en los momentos de apuro, caso actual de entonces.
La turbación social revistió en esta parte ístmica distinto carácter que en Andalucia por la diversa posición geográfica respecto a Bérberia y al mar. En el Alandalus propio desemcarcaban todos los de Oriente y los de Marruecos y allí manifestaban sus primeras ambiciones y sus mayores energías; allí eran las revueltas más constantes y más enérgicas por ser más los que chocaban: a la cuenca del Ebro los choques llegaban por repercusión, no directamente.
En la lucha siempre viva de los orientales con los bereberes, que representa la de unos aristócratas de primera clase, sin fuerza ni prestigio, con otros juzgados por los primeros como inferiores, pero con tropas, la cuenca del Ebro permaneció neutral y apenas se resintió; dicen los autores árabes y lo repiten los arabistas, que sucedió así por dominar aquí los yemeníes y haber muy pocos bereberes, mas ¿cuántos de aquéllos vinieron a España?; ¿tanto fué su número que formaron ejércitos y además cubrieron el país tan intensamente que le dieron color y tono?
Hay en este punto una ocultación de la verdad por efecto de un espejismo: lo oficial y público, con sus reflejos, impide ver lo que existe realmente. Cuando los historiadores árabes hablan de número de gentes orientales que vienen acompañando a un gobernador o valí, hablan de cientos, jamás de miles, ni siquiera de medio millar; cuando cuentan los ejércitos asignan a cada combatiente muchos miles, sobre todo hablando de bereberes.
Esa debe ser la verdad histórica: muy pocos orientales, escasísimos los árabes puros, sirios, antiguos fenicios los más, la inmensa mayoría africanos; y esto que dicen los historiadores es tan conforme a lo que la geografía permite afirmar que hay que darles crédito. Tan fácil como es pasar de Ceuta a Tarifa, es difícil venir desde Siria a Málaga; y si España hubiera sido el primer país conquistado por los beduinos quizá la emigración habría sido más fuerte, pero teniendo más próximos Persia y Siria, Egipto y Berbería y en todas partes ejércitos y botín en perspectiva, compréndese que se decidieran a venir pocos y ésos los mas desarrapados, los que menos tenían que perder.
También los historiadores árabes, cuando fijan los lugares de asiento de algunos de esos orientales en masa, los fijan siempre en el Sur de la Península, nunca en el Norte. Pudo suceder y de hecho debió suceder que ciertos yemeníes o sirios se apropiasen alguna tierra, pero casos individuales y de hombres solos no pudieron alterar la fisonomía de la población ni cambiar las ideas ni variar la política.
La historia de esta parte de España en ese período que media entre Muza y Abderrahman III, la presenta semiindependiente de los gobiernos de Córdoba y vacilante entre obedecerlos o entrar en el dominio de los ultrapirenaicos.
Su historia la determina su condición de istmo. En cuanto Abdelaziz funda el valiato de España como sucesor del Reino de los godos y Alahor quiere hacer efectiva la dominación de los califas sobre todas las provincias que obedeciesen a don Rodrigo, Zaragoza y su tierra, así como Lérida, Barcelona y Gerona, se convierten en paso forzoso de los ejércitos que van a las Galias y esta condición las hace permanecer sumisas al poder que las manda. No se sabe quién las gobierna, pero quienquiera que fuese había de permitir el tránsito y recibir dentro de su recinto a los generales.
Hasta la derrota de Poitiers, esta región debió de sufrir muchísimo a causa de esos tránsitos, y al propio tiempo padecer incursiones de los del Norte, tan pronto amigos como enemigos.
Cerrado el período de las invasiones en Francia y suscitada la guerra civil en Andalucia, la región de que más tarde había de ser centro y capital Zaragoza, no sufrió los desastres de la rivalidad de orientales y berberiscos, pero se vió comprometida en otras luchas de independencia so pretexto, si las historias árabes son de fiar, que no lo son mucho, de rivalidades de tribus o naciones de Oriente.
En los últimos tiempos de los valíes Zaragoza era, a lo que parece, un gobierno de importancia militar y política tan grande como lo pudiera ser el mismo Córdoba; el hecho de que Yusuf el Fihri, último valí, alejase a su rival Somail dándole el mando de aquélla suena un poco a destierro, pero revela la importancia del cargo, lo cual confirma el que los conjurados en pro del primero de los Omeyas, antes de declarar sus intenciones vinieran a conferenciar con él y a procurar atraerle a su bando, trayendo consigo nada menos que a Beder, el fiel emisario de Abderrahman.
Pero del relato de la crónica árabe Abjar Machmúa se deduce que la tierra estaba sublevada y Somail sitiado en Zaragoza sin esperanza de salvación, pues el valí Yusuf deseaba su ruina; fueron los partidarios del Omeya quienes lo salvaron y lo hicieron salir de la ciudad; en la primavera siguiente todo el ejército cordobés con Yusuf y Somail al frente vinieron sobre Zaragoza, cuyos habitantes, para evitar los desastres del sitio, les abrieron las puertas y entregaron los jefes rebeldes.
La caída de Zaragoza y la entrega de los rebeldes, la festejó Yusuf como un gran triunfo y Somail le dijo "España es tuya".
La nueva guerra civil surgida por la entrada de Abderrahman en la Península dejó en sosiego toda la parte Norte y Nordeste de España, y merced a esa tranquilidad y a lo débil del poder central, nacieron poderes locales vinculados en familias indígenas, más o menos musulmanizadas, a ratos adictas al gobierno de Córdoba y a ratos en abierta hostilidad con él y en alianza franca con los cristianos de los Pirineos y del otro lado de la cordillera.
La escasez de noticias que nos dan así las crónicas francas como los historiadores árabes, atentos solamente a referir campañas, obliga al historiador moderno a reconstruir la época ésta con muy escasos materiales y por consiguiente a referirla en una gran síntesis, teniendo en cuenta los datos ciertos que conoce y los tiempos anteriores y posteriores.
Aunque los árabes al hablar de las revueltas de los últimos tiempos de los valís y los inmediatamente precedentes a la venida de Abderrahman el Omeya presentan a España como una nueva Arabia dividida en tribus rivales y con odios inextinguibles, eso no puede ser verdad. España no consiente aislamientos semejantes ni estaba organizada para esas separaciones. A lo sumo sería de admitir que los jefes fuesen de origen distinto y vivieran enemistados, pero los más altos y bulliciosos, los de menos arraigo en la masa popular indígena, constitutiva de los ejércitos: los de grado inferior eran todos españoles, aunque se llamaron con pomposos nombres árabes unidos a una retahila de ben y ben que los enlaza con la propia estirpe del profeta.
Los dos que sitiaron a Somail en Zaragoza ya pudieron ser indígena el uno, español de Andalucía el otro, aliados para derribar a Yusuf; la suerte les fué adversa y perecieron. Pero durante la lucha entablada entre los valíes y el Omeya por el mando de España, volvio a levantarse en Zaragoza un gobernador o un noble sin autoridad delegada, pero con la propia de que disponia, y que aunque se hacía llamar El Arabí es más que probable que tanto él como sus ascendientes habían nacido a la vista del Ebro. Este personaje se presentó a Carlomagno en Paderborn, donde celebraba Dieta; como anteriormente el gobernador musulmán de Barcelona había entregado esta ciudad a los francos, es muy verosímil que éste de Zaragoza fuese ahora o a ofrecer la entrega o a pedir apoyo para resistir a emir cordobés. Dicen los cronistas que Abderrahman I, sabedor del viaje y temeroso de perder Zaragoza, se adelantó al Emperador y vino a ocuparla, por lo cual, Carlomagno, que veía con agrado esta conquista, aprovechando la tranquilidad de los sajones decidió venir a España con un gran ejército. Según sus cronistas, parte de éste lo envió por el Rosellón a Gerona y Barcelona, con orden de ir a reunirse con el otro ante las murallas de Zaragoza; el segundo, a cuyo frente se puso él mismo, entró en España por Roncesvalles, tomó Pamplona y desde aquí bajó a Zaragoza.
Las tropas invasoras de Cataluña cumplieron su cometido sin quebranto alguno: el país estaba asolado y era además adicto, pero las que entraron por Roncesvalles fueron menos afortunadas; parece cierto que llegaron a la vista de Zaragoza, pero no es tan seguro que la ciudad abriese sus puertas al franco; hay crónicas que afirman que sí y cronistas que declaran no quiso Carlomagno entrar en ella; otros dicen que se llevó prisionero a su aliado Abenalarabí y un historiador árabe dice que se lo llevaba, pero que los suyos lo rescataron: tan fábula puede ser lo del árabe como lo del francés.
Que fué desastrosa esta expedición para Carlomagno es innegable: su regreso precipitado con excusa de una nueva sublevación de los sajones lo indica, y la catástrofe de Roncesvalles (15 de agosto de 775) lo prueba. Aunque el negocio de los sajones le interesaba más que el de Zaragoza y prefiriese dirigir personalmente aquél y no éste, si las cosas de España no le hubieran sido hostiles habría organizado la región del Ebro como dejó organizada la Marca hispánica.
A partir de este momento, la historia de las tierras que formaron la Corona de Aragón, preséntase como la de un país fronterizo de dos reinos poderosos que quieren absorverlo y cuyos jefes pugnan por vivir independientes.
Uno de estos jefes es un tal Aizon, moro o godo según los tratos que lleva con Córdoba o el de Aquisgran, aliado de los unos o de los otros, en concomitancias con los hijos de Bera, Conde de la Marca hispánica, aspirante a constituir un reino independiente del musulmán sin caer bajo el dominio franco.
A la familia de Ainzon pertenecían también los Beni Muza o Beni Casi, cuyo abolengo no disimulaban, uno de cuyos individuos alcanzó celebridad en la historia de los musulmanes.
Una nueva dinastía, la de los Tochibíes, se entronizó en Zaragoza a la muerte del Benicasí llamado Muza II, y durante su mando cayó la ciudad en poder de los cristianos; por un sarcasmo de la suerte llamábase el último, el que capituló, Saif Addaula Zafadola, ¿espada del pueblo!.
Unánime y universalmente se ha desterrado el epíteto de árabe de cuanto se refiere a la civilización de los que aceptaron la religión de Mahoma, y unánime y universalmente se la llama musulmana o islámica, porque los árabes puros no crearon nada, ni difundieron nada; fueron los creadores y difusores de la religión del Islam y de la cultura que tomó como vehículo la lengua de Mahoma, los sojuzgados, los pueblos no árabes, que cuando fueron sometidos gozaban de una civilización superior en mucho a la de sus conquistadores.
Cada provincia de las adquiridas por los califas de Damasco desarrolló, por tanto, los embriones culturales ya existentes, no los que trajeron los invasores, pues éstos no trajeron ninguno. Los jefes de los ejércitos y los soldados que los formaban eran simples aventureros ansiosos de botín, hombres sin ley y sin patria, y aun de fuera de la humanidad, dispuestos a dejar la guerra en cuanto se presentara coyuntura de una vida regalada, fuera donde fuera, en su tierra o en país conquistado. Su cultura debía ser la escasísima, propia de un guerrero sin honor; dice el Ajbar Machmúa que Somail, el segundo de Yusuf el Fihri, no sabía leer y que no pasaba noche sin embriagarse. Y Somail es el prototipo de los jefes militares de este primer período de la dominación musulmana en España, y el de todos los orientales que vinieron a la Península.
Sus tropas eran del mismo jaez; profesionales de la guerra por el ansia de botín, y no por un sentimiento de defensa de ideales; ladrones en cuadrilla con licencia de la religión, de una religión que no conocían y, por consiguiente, no practicaban; en esos ejércitos no había orientales. Los ejércitos los formaban bereberes, gentes de más baja cultura que los españoles, ignorantes de la religión musulmana, de la lengua del Alcorán, organizados en cabilas y ajenos a toda espiritualidad.
Menos de medio siglo había transcurrido desde la batalla del Guadalete, cuando la proclamación de Abderrahman el Omeya rompió las comunicaciones entre España y Oriente, y aquellos hombres quedaron incomunicados con el mundo, entregados a sí mismos y con trato solamente con los de Africa, más incultos que ellos. ¿Qué gérmenes de civilización pudieron desarrollar? Unicamente los que había en España.
No hay que pensar en una infusión de sangre de otras razas, por los pocos que vivieron y porque todos se casaron con españolas; no fueron los musulmanes que vinieron con Tarik hordas de hombres y mujeres, sino ejércitos.
No hay que pensar en un cambio de lengua, porque árabes tal vez no viniera ninguno; los más de los orientales eran sirios, es decir, costeros del Mediterraneo, de la misma raza mediterranea a que pertenecían los españoles, además sucedió ahora, por ser hecho fatal, lo que cuando los godos: no fué el idioma de los vencedores el que aprendieron los vencidos, sino al revés, el de éstos el que aprendieron aquéllos. El árabe no fué nunca lengua popular, sino de los sabios.
Por esto no ha dejado en el habla de los españoles vestigio alguno gramatical; ni en la construcción o sintaxis, ni en la morfología se conoce hoy que el árabe haya sido lengua de la Península. Y en cuanto al léxico, hay que reconocer que de cada cien voces que se dicen de aquella lengua, introducidas en el castellano, noventa y nueve o son ibero-bereberes o latinas muy modificadas que aceptaron los escritores en arábigo, y sólo una de verdadera cepa alcorámica.
La razón es obvia: el árabe, que en tiempo de Mahoma servía las necesidades de un pueblo seminómada, que habitaba en tiendas y apenas tenía ciudades, se vió de repente convertido en idioma de la cultura oriental; apoderáronse de él los gramáticos neoalejandrinos, fijaron su gramática, y conforme a ésta formaron el suplemento del léxico que necesitaban para su nuevo oficio; en cada región hicieron lo propio, y en cada una introdujeron en el vocabulario voces indígenas, acomodándose al genio de lengua sabia; estas voces son las que han perdurado, las llaman árabes porque constan en los diccionarios árabes, pero no pertenecen a la lengua de este pueblo.
Los sabios españoles musulmanes cultivaron todas las ciencias, continuando las tradiciones de la España goda; los mismos centros de cultura que en ésta florecen en la musulmana: Zaragoza, Toledo, Córdoba y Sevilla, y esto no puede ser casual; ahora bien: la cultura, cuyo representante es San Isidoro, es la europea. ¿Qué tiene de extraño que esa misma sea la que evoluciona durante el Califato y en los reinos de Taifas?
Por otra parte, ya se ha visto que la comunicación entre España y Europa no se interrumpió del todo, y, al contrario, se vió que era bastante activa; los sabios que escribieron en árabe pudieron inspirarse más en el espíritu de la ciencia europea que en la de los musulmanes de Oriente.
¿Y en el arte? Aquí parecen las influencias mayores que en toda otra manifestación de la actividad humana; y sin embargo ...
Demostrado que el arco de herradura es anterior a la venida de los moros de Tarik, esas influencias pierden muchísimo de su valor. Ese arco pasaba por ser lo típico de la arquitectura musulmana, y, sin embargo, es anterior a los musulmanes y fué construido por los cristianos dentro de sus iglesias. Esto basta para declarar lo que se llama mozárabe o arábigo de origen español, aunque luego evolucionara en tierras andaluzas con formas propias, impuestas por el mayor aislamiento. La manía de negar a los españoles, moros y cristianos, de ayer, de hoy y de todo tiempo, no ya la facultad de crear, sino simplemente de modificar tipos conocidos, es la causa de que se presente todo lo suyo como imitado y copiado de otros pueblos, aunque se trate de semisalvajes.
Es afirmación común y universal que los musulmanes crearon los riegos artificiales: esto no es cierto; el Fuero Juzgo legisla ya sobre ellos y se conservan obras hidraulicas romanas en casi toda la España seca.
País aislado en el que vivió el Islam dentro de España, verdadera isla rodeada de enemigos, vivió su pueblo por sí mismo y para sí mismo; de aquí la especialidad de su cultura y su escasísimo comercio. Se comportó en todo momento como una isla, fondo de saco, donde se confundieron todas las civilizaciones.
Es por esto por lo que la España musulmana tiene importancia en la vida del pueblo español, por española, por penínsular, y no por árabe ni por mora, ni menos por islamica. El cierre del istmo aisló del mundo europeo a las regiones central e insulares de la Península; en su cerramiento no vieron ante sí otro pueblo ni otra cultura y evolucionaron dentro de sí; por eso su arte y todas sus manifestaciones parecen hoy exógenas; la europeización de España nos ha distanciado totalmente, pero hay que afirmarlo con la mayor rotundidad: la vida de los españoles musulmanes es la manifestación más genuina, más libre de influencias extrañas que jamas haya tenido el pueblo de la Península.
En las tierras que más tarde formaron la Corona de Aragón, esa manifestación es pobre; Aragón y Cataluña no perdieron nunca el contacto con el mediodía de Francia; en la época de los Beni Hud, la de mayor arabización de Zaragoza, precisamente por ser mayor la decadencia y más inminente la ruina, se construyó la Aljafería, o palacio real, conforme al estilo más puro de Oriente, aquí florecieron filósofos y botánicos; pero la Aljafería, por su misma pureza, revela ser una imitación servil y vergonzante de un arte extraño; y los filósofos y botánicos, unos sabios oficiales que a su pesar, sobre todo Aben Buclarix, hubieron de rendir tributo a la tradición y al habla vulgar de su tiempo.
Límites de la Edad Media.
Antecedentes de la invasión musulmana.
Ruina de la monarquia goda. Batalla del Guadalete.
Las causas de la ruina del Reino godo.
Las costumbres.
El estado social.
El ejército.
La decadencia de las ciudades.
La conquista musulmana y su carácter
Las expediciones musulmanas a la Galia gótica
Las tierras de la Corona de Aragón bajo el poder musulmán
La pretendida influencia musulmana
La Reconquista
Sus origenes
Constitución de los núcleos cristianos del Pirineo. Su historia hasta su independencia.
Condado de Aragón
Alfonso I el Batallador
Casamiento de Alfonso el Batallador con doña Urraca de Castilla
Los condes de Barcelona anteriores a Ramón Berenguer IV
Las conquistas de Alfonso el Batallador
La Campana de Huesca
Ramón Berenguer IV y sus dos inmediatos sucesores
Reinado de don Jaime I el Conquistador
El hombre
Los primeros años del reinado
Adquisiciones territoriales a expensas de los moros
El Tratado de Almizra
La cruzada a Tierra Santa
El tratado de Corbeil
La política peninsular e interior
La expansión marítima aragonesa
El siglo XIV
Reinado de Jaime II
PARTE SEGUNDA
Mapa I: Mapa físico de la región íbero-mediterranea (101 Kb)
Mapa II: Conquistas de la Corona de Aragón (447 Kb)
Mapa III: El mediodia de Francia en tiempos de Pedro II (119 Kb)
Mapa IV: Expansión catalano-aragonesa por el Mediterraneo (107 Kb)
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