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Sin las controversias suscitads alrededor de la magistratura llamada Justicia de Aragón, el estudio del poder judicial en la Corona de Aragón no merecería figurar en un estudio compendiado de la historia de la misma. Pero esa magistratura, por su singularidad y por incidentes ocurridos a ciertos Justicias allá en el siglo XV primero y luego en 1591, reinando Felipe II, se ha levantado como bandera política en los tiempos actuales y puede afirmarse que ella absorve toda la atención, aunque escasa, que ofrece la historia regional.
Administrar justicia, es decir, dirimir las contiendas entre los ciudadanos, lo consideró la Antigüedad y la Edad Media facultad del investido con la más alta soberanía. Por entenderlo así, el derecho a juzgar era propio, antes de unirse Aragón y Cataluña, del rey y del conde, los cuales muchas veces lo ejercieron directamente en mallos, placitos y curias, otras por delegación recaída en vizcondes y jueces.
A lo largo de toda la Edad Media persistía la práctica y una o dos veces por semana los reyes se sentaban pro tribunali a escuchar las quejas de sus súbditos y a juzgar sus pleitos.
Los dos magistrados representantes inmediatos del rey, el lugarteniente, heredero o reina, procurador y gobernador, recibían, junto con los demás poderes, el de juzgar.
Siendo imposible que uno de estos jueces acudieran a todas partes, se introdujo la práctica de nombrar jueces delegados, jueces árbitros y jueces especiales para causas determinadas.
Esta manera de terminar pleitos empleábase o cuando por hallarse casualmente el rey en una localidad se recurría a él, prescindiendo de los inferiores, o cuando la importancia del asunto lo exigía, o después de haber apurado todas las instancias y uno de los pleiteantes, el vencido, recurría a esa más alta.
En los señoríos y municipios, el rey,al darles la baronía o término, les transmitía, por lo común, con la autoridad que en ellos delegaba, el derecho a nombrar sus jueces; en los señoríos era ley constante. En los municipios no tanto; el verdadero juez, el zalmedina o el Justicia, si no solía ser de nombramiento real, podía serlo y en muchos municipios lo era, si bien el nombramiento debía recaer sobre uno de tres propuestos por el concejo. Como en los municipios los Jurados estaban sobre los demás funcionarios cualquiera que fuese su origen, y disfrutaban del poder de juzgar, el que el rey nombrase un juez carecia de importancia.
En el siglo XIII, alcanzada por los municipios su máxima autoridad, el juez se hace popular y es elegido por el pueblo, si bien es de categoria inferior a los Jurados.
A pesar de esta manera de su nombramiento, y no obstante su inferioridad respecto de los verdaderos municipes, los jueces locales fallaban causas civiles y de orden más elevado sin que nadie se escandalizara de que un ciudadano, tal vez iletrado en el sentido literal de la voz, dilucidara problemas tan graves.
He aquí un caso:
Por el carácter social que revisten todas las manifestaciones de la Edad Media, el servicio militar no se imponia a los individuos, sino a la colectividad; en el reinado de Alfonso III fué impuesto a Zaragoza. Mas para evitar la despoblación de las ciudades y no llevar a la guerra sino útiles y aptos, se había puesto en boga el sistema de la redención obligatoria y el servicio militar era un impuesto sobre los municipios y no una carga de los individuos.
En Zaragoza las mujeres con casa abierta, viudas o solteras, no obstante su sexo, eran consideradas ciudadanos con todos sus derechos y obligaciones. Ante la demanda de la redención se reunieron los Jurados y echaron una talla (reparto) para recaudar la cantidad pedida, incluyendo en el mismo a las viudas.
Pero éstas negáronse a pagar su parte, alegando que si bien se trataba de un impuesto a la ciudad era en sustitución de un servicio personal, del cual ellas estaban exentas, y que por tanto, esta exención las eximía también del pago del sustitutivo. Los Jurados a su vez alegaban que el ejército era propio de hombres, pero que tenía por fin salvar la patria, en lo cual todos, hombres y mujeres tenían igual interés, y que una cosa era ir a la guerra y otra contribuir a sus gastos y sostenimiento.
Sometióse el pleito al zalmedina y éste falló dando razón a las viudas, y el rey, corroborrando la sentencia, mandó que les fuera devuelto lo que con aquel motivo habían pagado.
En Aragón y en Valencia, cada ciudad, cada pueblo y cada señorío llamaba de distinto modo a su juez y lo nombraba de distinto modo. En Cataluña existía mayor regularidad: el territorio se dividía en veguerías y subveguerias, encomendadas a un veguer (vicario) de nombramiento siempre real.
A medida que se avanza en el tiempo, esa potestad de juzgar se va restringiendo; los jueces se hacen reales, es decir, del rey, y se ponen a la cabeza de todas la jerarquias del municipio.
Pero la Edad Media no necesitaba otros jueces: dado su carácter social bastábale para tener un buen juez un hombre de buen juicio y conocedor de la costumbre. El juicio de árbitros estaba muy extendido y apenas se pleiteaba porque todas las cuestiones eran intervenidas por parientes y amigos, y resueltas en concordia.
No tuvo la Edad Media códigos; por el recuerdo del Fuero Juzgo se promulgaron los Usatges en la época condal catalana. Hasta 1247 no tuvo Aragón una colección legislativa: la hecha en Huesca por don Jaime y compilada por don Vidal de Cañellas, catalán de Lérida, lo cual, dado el tiempo, es decir aragonés. Posteriormente fuéronse agregando a esas compilaciones nuevos fueros o leyes y el siglo XV y el XVI son de un feroz leguleyísmo, que incluso falsificó lo anterior.
Cuando el rey juzgaba no estaba sólo, sino rodeado de nobles y ciudadanos. A este séquito o acompañamiento se le llamaba curia. La curia era tribunal competente para todo y fallaba cuanto se sometía a su deliberación. La curia es el origen de las Cortes, y de la curia salió el Justicia.
Lo mismo en Cataluña en la época de los condes que en Aragón antes de Jaime I, cuando se reunía este tribunal superior que en el Principado llamábase mallum o placitum, ni el rey ni el conde dirigían el procedimiento; ellos y sus acompañantes veían, oían y callaban. Terminados los alegatos de las partes, deliberaban, y los prácticos en la redacción de sentencias y conocedores de las costumbres la redactaban en su propio nombre, pero haciendo constar que cumplían el mandato de la curia. El Justicia comenzó siendo uno de estos judices curiae.
El Justicia no fallaba, declaraba el fallo de la curia; no era juez, sino un redactor y promulgador de la sentencia dada por los jueces; carecía de jurisdicción judicial, era un adlátere del tribunal del rey. Esto que los documentos prueban echa por tierra todos esos origenes imaginarios que le atribuyeron los creyentes en el Fuero de Sobrarbe y le atribuyeron los arabistas de imitación arábiga.
El Justicia conocido o que aprenta ser conocido, el judex medius, de Blancas, alcanzó la categoría de juez entre el rey y los ricos hombres en 1265 en unos fueros hechos en Egea a consecuencia del espiritu cesarista de don Jaime I el Conquistador. Influido por los juriconsultos catalanes, entre los cuales tenía ya gran predicamento el Derecho romano, aquel rey prescindía de la curía, esto es, de nobles y ciudadanos, y fallaba por sí mismo con arreglo al Derecho romano y a las Decretales; por esto reclamaron los preteridos y exigieron que el Justicia fuese un caballero, un conocedor de la costumbre, y no un leguleyo conocedor del Digesto.
Transigióse por ambas partes, aceptando que el rey lo nombrase, pero entre los caballeros; mas esta condición quedó sin cumplir; los Justicias fueron en lo sucesivo leguleyos, legistas <<sabios en dreyto>> falsificadores de la verdadera ley, la costumbre; los más famosos por bien, Jimén Pérez de Salanova y Berenguer de Bardají, o en mal los dos Cerdanes y Martín Díez de Aux fueron leguleyos perdidos, que llamaban y tenían por bárbara la legislación consuetudinaria tan arraigada en las conciencias. Para cumplir el fuero se usaba armar caballero al nombrado antes de darle posesión del cargo.
Al año siguiente 1266, habiendo de marchar a Cataluña don Jaime, para no dejar sin resolver la multitud de causas sometidas a su fallo, dió poder al Justicia para sentenciarlas.
Tener un juez para las contiendas que pudieran surgir entre el rey y una nobleza poderosa, era un gran medio de no turbar la paz pública; mas ese medio sólo fué usado una vez en 1300; este año el Justicia Salanova falló las cuestiones existentes entre el rey y un bando de la nobleza, en contra de ésta, mas en realidad sin resultado, porque los nobles se despidieron del rey, fuéronse a servir a doña María de Molina, en guerra con Aragón y fueron causa de que la paz se retardase un año y no fuese para su patria tan beneficiosa como debiera.
El Justicia se fué convirtiendo poco a poco en juez de contrafuero por la libertad foral, llamada <<firma de derecho>>: todo ciudadano amenazado, según el, de injusticia o violencia, podía firmar ante un magistrado cualquiera que estaría a derecho, esto es, dar fianza de cumplimiento de lo que fuese fallado, y con esta garantía el proceso incoado se revisaba, y si estaba sin incoar era vigilado por la autoridad de aquél ante el cual firmó; otra libertad foral que dió auge al Justicia fué la <<manifestación>>, que consistía en salir de la jurisdicción del juez competente para colocarse bajo la del Justicia, so pretexto de que por el primero no se cumplia la ley.
Al principio estos recursos contra la arbitrariedad de los jueces y funcionarios no fueron privativos del Justicia, pero llegaron a serlo por la calidad de sus clientes.
A partir del último tercio del siglo XIV los Justicias se convierten en los corruptores de la justicia: el principio foral <<los fueros no admiten interpretaciones extensivas>> y <<se ha de estar a lo que dice el fuero>>, lo interpretaron ellos de modo tan leguleyo, que rompieron con la equidad y hasta con el buen sentido, y aquellas libertades que debían ser salvaguardia de los hombres de bien se convirtieron en lo contrario, y con ellas camparon los malos y los criminales, y los buenos fueron a la cárcel y a la deshonra.
Y ¿cómo siendo así goza ese magistrado de tanto prestigio en la historia y en el pueblo aragonés? La respuesta la dan los sucesos de Antonio Pérez en Zaragoza, en cuanto a la popularidad de la magistratura: el asesinato cometido casi a traición y con alevosía en la persona de Juan de Lanuza no lo ha olvidado el pueblo de Aragón, que guarda el recuerdo de la victima y su matador; el decapitado Lanuza es representativo, indirectamente, de un régimen opuesto al absolutismo cesarista de aquel monarca y de modo directo de la magistratura que desempeño. En cuanto a lo erudito, la literatura histórica de aquel tiempo se mostró entusiasmada del cargo por la resistencia que oponía a los contrarios al régimen autonómico por que Aragón se gobernaba y además venía influída por ideas anteriores.
Juan Gimenéz Cerdán y Martín Díez de Aux, Justicias de la primera mitad del siglo XV, fueron dos inmorales, y con razón fué el primero depuesto y el segundo agarrotado en Játiba. Pero siendo congéneres, eran amigos, y habiendo preguntado el segundo al primero las causas de su destitución, se las explicó en una carta llena de falsedades, llena de omisiones, y que los contemporaneos de Blancas y Argensola creyeron a pies juntos y hasta la introdujeron en las compilaciones de fueros. Estas razones explican la popularidad y el prestigio histórico de la magistratura.
De derecho, según la ley escrita y la consuetudinaria, los infieles judíos carecían de ley; la voluntad del monarca era la única regulable de su justicia; pero la enormidad de esta condición y los recursos de que ellos percibía la Corona la suavizaban en tal grado que, a veces, era más benigna que la de los cristianos.
En materia judicial, el magistrado competente en los litigios entre judíos y entre moros, era el Merino, mas la costumbre era que el Merino no interviniera sino cuando el demandante era un cristiano y el demandado un hombre de otra religión.
Para los negocios entre ellos, judíos entre sí y moros entre sí, tenían jueces propios que juzgaban y fallaban según su ley y çuna (costumbre); de las sentencias que promulgasen cabía recurso a los tribunales del rey.
A los moros se les acusaba muy frecuentemente de sortilegio, de sodomía, de curanderos y delitos de este jaez; las penas contra éstos eran severisimas, hoguera contra los sodomitas; acusación muy frecuente contra las mujeres moras era la de cohabitar con cristianos para venderlas como esclavas, pena en que incurrían por dicho delito.
Es un hecho para llamar la atención que mientras los aragoneses medievales fueron extremadamente confiados respecto de los administradores de sus intereses, lo fueron extremadamente suspicaces en cuanto a los que administraban justicia. Rarísima vez se quejaron de los primeros; fueron constantes las quejas contra los segundos y con frecuencia se nombraron por el rey inspectores de tribunales; tan grande debió de ser el mal, que la inspección al principio encaminada al examen de la conducta de un juez o un tribunal, se hizo permanente en los tres Estados de la Corona.
Quejábanse los pueblos de los delitos y excesos cometidos por los encargados de reprimirlos y castigarlos y de las grandes dilacciones que los pleitos sufrían por añagazas de los abogados patrocinadas por los jueces mismos; señalábase como causa principal la venalidad de todos los tribunales; todos los encargados de la administración de justicia vivían de emolumentos, y de aquí nació el afán de dilatar acumulando incidentes a fin de aumentar aquéllos; de igual modo y por esta causa nacía otro motivo de dilaciones: como los tribunales superiores tenían facultad de avocar a sí los pleitos que se tramitaban en un tribunal inferior, lo hacían con gran frecuencia para gozar de los emolumentos consiguientes. Los reyes y los lugartenientes recomendaban los juicios de árbitros, pero los leguleyos que les rodeaban y eran los verdaderos jueces tenían interés en lo contrario.
Además se había variado el concepto de lo justo confundiéndolo con lo legal; no era la justicia el precepto moral que manda dar a cada uno lo suyo, sino el preceptp de la ley que determina el caso.
La ley fué la obsesión de los aragoneses del siglo XV y XVI y ella causó su ruina; el respeto a la ley era causa primera de la inmoralidad judicial; un litigante de mala fe vivía tan amparado por la ley como su víctima; el juez veía la mala fe, pero había de seguir el pleito por mandato de la ley; todo expediente dilatorio, aunque le constara no tener otro fin que el de dilatar, debía admitirlo porque de lo contrario faltaba a la ley y la ley debía cumplirse; si no la cumplía caía sobre él la responsabilidad consiguiente y ponía en peligro su honor.
Nadie cuidaba de la justicia de las sentencias ni de la verdad de los testimonios, sino del procedimiento; el justicia de Aragón, llamado Juez de contrafuero, no entraba nunca en el fondo de los hechos; manteníase siempre en la superficie, en lo formal del procedimiento; no averiguaba si los testigos dijeron verdad, sino si fueron llamados; ni si el pleito fué incoado con razón y motivo suficiente; para él lo importante era que el procedimiento se cumpliera: la ley era el espantajo que ahuyentaba la justicia de los tribunales.
En su miedo a los excesos de los jueces habían promulgado un fuero que prohibía las pesquisas y que a nadie se persiguiera por un delito si no era cogido infraganti; iba esto de acuerdo con el radicalismo aragonés << vale más que se salve un criminal que no que padezca un inocente>>; pero como la sociedad no podía resignarse a ver impunes los crimenes, para burlar ese fuero cuando los indicios eran muy vehementes o si los hechos estaban probados, se daba contra el acusado un apellido ficto, una acusación falsa de un crímen imaginado pero del cual se daban testimonios que lo habían visto; con esta acusación era conducido a la cárcel, y una vez en ella desviábase el proceso hacia el verdadero crimen y por él se le castigaba.
Pero desde entonces no hubo persona decente que no estuviese en peligro de ir a la cárcel, por uno de esos apellidos, mientras que por los recursos forales todos los criminales estaban ciertos de no entrar en ella.
Desconocían aquéllos aragoneses que la única garantía de los ciudadanos es la honradez del que manda : desconocían que la ley escrita queda muy pronto rezagada respecto de la vida social, y que cuanto mayor es el rezagamiento mayor injusticia es aplicarla, pues de hecho ha sido derogada, ya que no existe la sociedad para cuyo gobierno se dió; y con este desconocimiento obraron durante la segunda mitad del siglo XV y todo el siglo XVI, sorprendiéndoles el año 1591 en un estado de oposición absoluta entre el estado legal y el estado social, en plena situación revolucionaria, que tales estados consisten en eso, en no concordar el estado legal vigente con el modo de ser de la sociedad que rige.
Esta fué la causa de los sucesos de Antonio Pérez: una plebe zaragozana que gritaba ¡viva la libertad! y la libertad era la de los recursos forales que servían para meter en la cárcel al marqués de Almenara y sacar de la Aljafería al famoso secretario; unos magistrados esclavos de la ley, como el Justicia padre del decapitado, que sacaba al uno y encerraba al otro; unos diputados que vivían como en 1400, y en el tiempo de los ejércitos de Flandes e Italia formaban ejércitos con labradores caballeros en sus mulas de labor y armados con los lanzones que los caballeros habían arrinconado; unos señores que defendían - pasado ya el Renacimiento- sus derechos de potestad absoluta, como las niñas de sus ojos; un pueblo rural que clamaba contra la corrupción de todos éstos que vivían en la ciudad.
Y frente a este estado un rey y una corte más leguleya y legalista, temerosa de tocar la ley que S.M. había jurado, asombrado de que se hiciera resistencia a su poder, por este asombro tímido y que en cuanto se vió triunfante hizo pagar sus miedos a quienes se los infundieron con una saña sin precedentes, olvidado por completo de la ley que S.M. había jurado y sin miedo a gravar su real conciencia.
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