Número XIII MMIII

ELFOS. Escritos de Leyenda, Fantasía y Obras Similares

Ahora que vamos olvidando el horror real de la última (ojalá sea la última) guerra en Irak, conviene no perder de vista esas sensaciones que llevaron a muchas personas en todo el mundo a solidarizarse de verdad con los que sufrían, y a compartir un mismo clamor por la paz y la justicia.

Pensaba yo aquellos días en las bombas que caían como palpitaciones en medio del estertor de un monstruo sobre la ciudad de las Mil y una noches. Ni la imaginación del más oscuro de los djins podía haber dado con un horror semejante. Bagdad, cuyo sólo nombre arrebata nuestra memoria de ensueño y la hace volar sobre alfombras mágicas por encima de cúpulas de palacios y mezquitas. Pero ahora Sherezade debía interrumpir cada noche sus historias recien comenzadas, acallada su voz por el ruido de las sirenas y el estampido de las deflagraciones. Los genios voladores se escondieron en lo más profundo de sus lámparas. En lugar de cúpulas, sobre las terrazas crecieron antenas parabólicas como una epidemia de hongos inversos. Las cimitarras se convirtieron en kalashnikovs, las princesas, en plañideras y sus gritos desgarradores se elevaron por encima de las estrechas calles polvorientas. Las víctimas de las bombas son reales. La sangre es real. El horror, el pavor, la locura, son trágicamente reales.

Además de las personas, las bombas arrasaron edificios históricos y tesoros artísticos que nunca jamás podrán recuperarse. Seis mil años de historia pudieron desaparecer bajo las ruinas y la sangre. Las leyendas quizá perdieron sus sustentos reales, como el árbol de Adán, en Basra al-Qurna, donde estuvo el Jardín del Paraíso, el Edén, al lado del cual se levanta hoy -o se levantaba- una planta química, objetivo de la ira de las águilas de fuego. Los jardines colgantes de la mítica Babilonia, una de las siete maravillas del Universo, la torre de Babel cuya sombra persiste entre los restos del templo del Dios Marduk, o la ciudad bíblica de Nínive que aún vive entre las casas de Mosul, pudieron acabar en polvo en suspensión, eco de palabras, tinta reseca de viejos grabados vendidos a rupia en los famosos puestos callejeros de libros, que se mantuvieron como escudos literarios frente a las espoletas sanguinarias de los misiles inteligentes.

Aquellos funestos días trataba de que mi mente descansara entre tanto terror y tuve la suerte de consolarme al ver publicado en España uno de mis últimos trabajos: las ilustraciones del libro "Bécquer y el Monasterio de Veruela. Visiones". Se trata del homenaje de 14 escritores al autor de leyendas y poeta de rimas, Gustavo Adolfo, y al lugar en el que evocó sus más famosas ensoñaciones, el monasterio cisterciense de Veruela, en el monte Moncayo, entre Soria y Zaragoza. Para documentar algún dibujo, acudí con anterioridad al monasterio en compañía del escritor Pepe de Uña. Cuando ha fructificado la imaginación y los sueños de grandes literatos y artistas entre muros tan antiguos, algo de ello queda atrapado en el lugar. Cualquier rincón de Veruela te facilita la evocación de presencias fantasmagóricas; gnomos, brujas, cadáveres... que poblaron las leyendas becquerianas.

Por eso, con dolor y vergüenza no puedo dejar de preguntarme si, miles de kilómetros más lejos, los cuentos que una vez mantuvieron con vida a la prometida del sultán de Bagdad han logrado sobrevivir a esta guerra. Me pregunto si alguna vez, en el futuro, algún artista tendrá la oportunidad todavía de captar el eco de las Mil y una noches entre los rincones de esa doliente ciudad legendaria.

(Este editorial puede complementarse con la lectura del magnífico poema de Sergio Borao Llop Aguilas manchadas)

Chema G. Lera
Zaragoza, marzo 2003

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Revista ELFOS
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