Un atardecer de agosto, nuestro hombre se puso a escribir junto a su ventana y su flexo. Con el incesante calor se habían empapado de sudor sus ropas, y las gaseosas refrescantes habían desaparecido de su frigorífico. Tampoco se había dado cuenta de que aquel paquete de Bisonte que descansaba junto a su teclado era el último de sus provisiones. La angustia que le sobrevino de repente fue inmensa, y ante su pánico se puso a dar vueltas desquiciado sin saber cómo poner solución a aquel inminente problema. "¿Qué puedo hacer? ¿Cómo consigo cigarros y gaseosas frías si no es saliendo de esta casa?", se decía, y desde luego no había muchas maneras. Sin teléfono, sin la amistad de los vecinos, no había muchas posibilidades. Entonces, desalentado, se acostó en el diván y pensó en su querida esposa, y le rogó ayuda sin verdaderas esperanzas. "Coloma, esposa mía, ¿en qué me he convertido? Los vecinos me tienen por loco, mis libros ya no son lo que eran cuando tú estabas y los editores me exigen cada vez más. Pedrito, el niño del supermercado, algún día dejará de soportarme, y dime tú entonces qué es lo que haré. Ayúdame, te lo ruego".
El silencio que siguió a su llamada se hizo largo como el día, y llorando en su diván Don Augusto Español se quedó dormido. Pero entonces, al otro lado de la ventana, un bichito volador se golpeó contra el cristal. Era una mosca, y aturdida por una real situación de peligro fue a parar allí, aunque no fue una casualidad. Naturalmente la mosca, por ser un insecto tan pequeño, no logró con su golpe despertar al escritor que descansaba tendido en el interior del piso, pero aunque un poco atontada, sabía que otro espécimen de mayor tamaño que volaba tras de sí acabaría con su vida si aquella ventana no se abría a tiempo. "Augusto, abre la ventana, ábrela o no habrá otra oportunidad para que te ayude", dijo la mosca, y aquí se dio cuenta de que reencarnarse en lo que ahora era no era sino una burla grotesca. "Hubiera preferido ser un perro, o cualquier cosa menos una mosca. ¡Abre, Augusto, por lo que más quieras! ¡Abre!". Y entonces la mosca cogió carrerilla, y arriesgando su cuerpecito rebotó contra el cristal por segunda vez: la paloma que se acercaba volando en círculos se relamió ansiosa.
En el diván, Don Augusto Español se despertó de repente, y un calor asfixiante le recordó que el aire existía. En contra de su voluntad se dirigió a la ventana, y rompiendo sus manías por primera vez desde hacía meses descorrió las cortinas, abrió la persiana y dejó la ventana abierta de par en par.
"¡Gracias al cielo!", dijo la mosca volando a trompicones hacia el interior, y se escondió tras el diván. Mientras tanto Don Augusto aspiró fuertemente el casi olvidado aire del exterior, y cuando se sintió lleno cerró con cautela la ventana y tornó a correr las cortinas, pero no bajó la persiana. La paloma dio media vuelta y voló hacia una nueva víctima. La mosca, bien escondida, relamió sus patitas heridas por el impacto contra el cristal, y en su vista de prisma pudo ver un gran número de imágenes del que en vida fue su esposo. "Augusto, estás hecho un asco", dijo, y desde su escondite frotó sus patas mientras el sudado Don Augusto se fue quitando la ropa hasta llegar al cuarto de baño. "Huelo a perros muertos", se dijo, y de la alcachofa de la ducha el agua brotó a raudales aliviando el calor del escritor en el momento.
Quién de nosotros no ha visto parada en nuestro sofá una mosca puñetera, de esas que no paran de molestar hasta que uno abre la ventana y se va sintiéndose rechazada a otro lugar donde incordiar, pero nadie jamás habrá visto a una mosca insinuantemente posada en un cojín de un diván, con sus patitas entreabiertas y relamiendo su boquita esperando excitada a un creador de historias. Ésa es, sin duda, nuestra mosca, y esperó impaciente hasta que Don Augusto Español llegó a su máquina de escribir en batín y se puso de nuevo a escribir. "Ahora estás mucho mejor, Augusto mío. Empecemos ahora a imaginar ideas para tus historias y esos editores volverán a confiar en ti", dijo, y abrió aún más sus patitas, y asombrosamente su esposo sonrió desde su asiento, y la inspiración olvidada retornó de repente dándole nuevas fuerzas. Sin poder parar un segundo de teclear terminó su libro con plena satisfacción, y entonces, agotado por el sobreesfuerzo, se encendió un cigarrillo y se quiso tumbar en el diván. Dándose cuenta de su intención y por temor a morir aplastada, la mosca se colocó en lo alto del cojín, y contorneando su cuerpecito dijo: "Aquí estoy, querido Augusto, y aquí estaré hasta que Dios quiera que esté".