La maestra caminó al lado de los hombres mientras éstos avanzaban a través del campo de trigo hacia las lejanas figuras. De la Cúpula continuaban saliendo soldados, con los fusiles terciados. Podían verse ya claramente los oficiales situando en los lugares más adecuados a los pelotones, emplazando los fusiles ametralladores, colocando retenes en uno u otro lugar. Una columna se dirigía lentamente hacia el pueblo, abierta en orden de batalla, y aunque no se distinguían los rostros, era fácil imaginar las facciones tirantes, las manos sudorosas sobre la culata de madera, el dedo nervioso sobre el gatillo...
Los hombres de Nueva España 3 se abrieron en arco hacia los lados, como intentando proteger el pueblo. Había un silencio tenso y una rabia sorda flotando en el aire.
-¡Nos han mandado al ejército!
-¡Como si fuéramos bandidos!
Algunas mujeres habían seguido la columna de labradores, pescadores y tractoristas. No decían nada. Se limitaban a mirar, ceñudamente, los uniformes verde oscuro. Algunas de ellas llevaban también rifles.
Los dos arcos avanzaban uno hacia el otro, en silencio. Una densa bandada de insectos, grandes como cocos, cruzó el campo de trigo a media altura; algunos soldados se volvieron a mirar hacia arriba, asustados, al escuchar el sonido de sierra mecánica que producían... Se escuchó una seca orden. Los rostros juveniles, lampiños muchos de ellos, volvieron a fijar su vista en el «enemigo».
Podían divisarse ya claramente unos a otros. No estaban a más de cincuenta metros de distancia...
-¡Alto!
Una figura femenina se destacó de las filas uniformadas.
Un oficial, con las insignias de capitán, intentaba retenerla... A lo lejos continuaban saliendo nuevos contingentes de la Cúpula. Quizás hubiera ya más de mil soldados españoles en el Pérmico Medio.
La figura femenina -una mujer muy alta, con el pelo rojizo y blanco, los rasgos afilados y la piel oscura- consiguió desprenderse de la palabrería del capitán y avanzó hacia el Guardabosque y sus hombres.
-María Baile... -susurró la maestra.
Los soldados habían adoptado la posición de descanso; algunos de ellos estaban rodilla en tierra, con el fusil ametrallador emplazado, los sirvientes listos, y la provisión de cargadores presta a ser utilizada. Algunas palabras sueltas llegaban a los oídos de la señora Hidalgo.
-Madre, qué sitio...
-Calla, malage, que tú no has visto ná...
-No me digas que no tienen mal fario esas moscas tan gordas...
Eran andaluces, y muy jóvenes todos ellos. A la maestra le parecieron casi niños.
María Baile estaba parada al lado del Guardabosque, limpiándose el sudor del rostro con un pañuelo de seda blanca.
-Mira, Juan; esto se acabó. De manera que no hagáis más tonterías... que ya habéis hecho bastantes. Dejad esos fusiles y esos lanzallamas y volved al Presente. Os prometo que se os tendrá en cuenta para nuevos emplazamientos. Van a crear tres Cúpulas más... Pero no hagáis más el tonto.
-¡Está mintiendo! -gritó una mujer.
María Baile no le hizo caso. Continuó con sus duros ojos grises fijos en el Guardabosque. A no mucha distancia, la mujer de este último estaba mirándolos a ambos con muy mala cara. La señora Hidalgo recordó que se habían dicho cosas... algún comentario... tal vez un pequeño rumor... pero no parecía cierto que Juan Clemente y María Baile... Tal vez no, pero... todo era posible... En fin...
En el aire zumbaba una bandada de meganeuras, y el olor a enmohecido de las sifilarias y los ca1amites llegaban en oleadas desde las pequeñas manchas de bosque próximas. Un limnoscelis asomó el largo hocico verde como tafilete, enseñó los puntiagudos dientes amarillos, y se retiró de nuevo al boscaje.
El Guardabosque estaba silencioso y tenso como un muelle. Cerraba las manos con tal fuerza sobre la culata de su rifle, que tenía los nudillos completamente blancos. Durante unos instantes la escena tuvo una inmovilidad absoluta, mientras del cielo añil bajaban asfixiantes oleadas de calor.
¿Habría algo de cierto en los rumores sobre el Guardabosque y María Baile? La señora Hidalgo se reconocía a sí misma el gran defecto de gustarle mucho el chismorreo; pero podía ejercerlo difícilmente. Las demás mujeres le tenían demasiado respeto.
El Guardabosque lanzó una especie de aullido ronco y tiró la escopeta al suelo.
-¿Qué haces? -gritó uno de los hombres-. ¿No les vamos a dar lo suyo?
-Y tú, ¿qué quieres? -contestó el Guardabosque-. ¿Que matemos a esos chicos? Podrían ser mis hijos... y no sacaríamos nada... ¡Nada! Está bien, muchachos; esto se acabó. Tirad las armas, y que hagan lo que les dé la gana...
Uno a uno, los demás hombres y mujeres fueron arrojando las armas sobre el pisoteado trigo. Del pecho de la señora Hidalgo se escapó un suspiro de alivio. Durante unos momentos había previsto la posibilidad de una matanza, en la que sin duda, los habitantes de Nueva España 3 hubieran llevado la peor parte.
De la cúpula habían concluido de salir tropas. En tres columnas, pateando las doradas espigas, iban convergiendo sobre el poblado, mientras los habitantes de este juraban, daban la espalda y regresaban a sus casas.