Y en esto, vió cómo se agitaban las olas en el Mar, chocaban con furia sobre las rocas de las orillas y se levantaban sobre otras olas más pequeñas, engulléndolas sin piedad. El corazón de Anmarin empezaba a acelerarse. En medio del Mar apareció un estandarte que, conforme avanzaba hacia la orilla, se hacía más grande e iba emergiendo poco a poco. Estaba muy lejos pero Anmarin podía verlo todo. Era rojo como la sangre y, en medio, una media luna verdosoanaranjada destacaba ante todas las cosas que abarcaba la visión desde la Cumbre Plana. Ya estaba muy cerca de la Bahía cuando Anmarin pudo ver emerger de las aguas al poseedor del estandarte: un caballero alto, con una armadura negra como la noche, pero brillante por el reflejo plateado de la Luna. Montaba un corcel también negro y de ojos rojizos llenos de odio. Seguían al estandarte una cohorte de doscientos caballeros más, de igual porte oscuro y horripilante, surgidos todos de las entrañas del Mar.
Una vez que todos estuvieron en la orilla se pararon, el portador del estandarte miró hacia la cumbre donde estaba Anmarin, se quitó el yelmo y descubrió un rostro cadavérico. Anmarin sentía con horror cómo las cuencas vacías de sus ojos la miraban fijamente, y vió cómo levantaba un dedo hacia ella, señalándola, mientras lanzaba un grito desgarrador y lleno de dolor que heló su corazón.
Entonces Anmarin despertó y se incorporó en la cama sobresaltada. Oía gritos de horror y de súplica en las estancias contiguas a la suya. Se asomó a su ventana y en la oscuridad de la noche pudo distinguir un amasijo de cadáveres amontonados en un rincón de la pared norte de la casa; todos bien vestidos pero despojados de sus joyas de oro y jade: eran los invitados de Eltairion. Sus rostros inmóviles reflejaban horror, como si hubieran visto algo demoníaco justo antes de morir. Casi instintivamente, Anmarin miró al cuenco de cristal y vió que la piedra seguía allí. Se la colgó y se sintió más protegida, como siempre se sentía cuando la tenía cerca del corazón.
Abrió la puerta despacio. Seguía oyendo gritos de dolor y agonía, súplicas y llantos, y un gran alboroto en el comedor donde se celebraba la fiesta. Se dirigió hacia allí dudando de si tendría el valor suficiente para ver lo que ella esperaba ver, pero algo la impulsaba. Llegó a la barandilla que daba fin al pasillo y donde podía verse el comedor, se asomó y pudo distinguir entre las sombras de plata que dibujaba la Luna varias figuras altas, con armaduras y yelmos, que arrastraban los cuerpos sin vida de los invitados al exterior. Los que no, se dedicaban a embestir a golpe de espada contra todo el mobiliario de madera de roble y contra la colección de armas de Eltairion: espadas, lanzas, cuchillos y escudos yacían en el suelo, brillantes y formidables, como únicos trofeos de una batalla antaño gloriosa entre el linaje de Eltairion y la Casa de Fhar, sus mayores enemigos, tal y como su padre le había relatado en alguna ocasión.