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Por fin anochece. El inquilino del ático se despereza. Intermitente, el sueño ha dejado en él una sensación de cansancio que le agarrota los miembros.
Se asoma a la ventana y contempla los tejados cercanos. Algunos gatos deambulan por ellos, sin prisa. Abajo, la calle resuena. Automóviles, risas, murmullo de voces, música en alguna parte.
Echa de menos el tiempo en que aún podía participar de todo ello. Se pregunta, por enésima vez, qué hace ahí, qué está esperando, a qué viene ese merodear nocturno que no le proporciona el menor placer.
Imprecisamente, sospecha que su espera puede tener algún propósito que le está vedado conocer. Pero es ya demasiado tiempo y está cansado. Acaso desearía que llegase el fin…
Recuerda las palabras de la gitana, en otra época, en otro lugar: "Ha de llegar el día" había dicho "en que halles tu camino" Aun ahora no se veía capaz de discernir el significado de esa frase.
"Porque no tienes sombra" había seguido la gitana "los hombres te temen. Pero ese día que te espera en el futuro, cuando conozcas el sabor de la redención, habrá uno que no tendrá miedo, puesto que sabrá. Entonces, todas esas dudas que ahora te atormentan, cesarán. Tu espíritu conocerá la paz y vislumbrarás la luz del mañana sin amargura, sin angustia, sereno"
Recuerda también que eso fue hace mucho. Si a su edad aún fuese posible distinguir el bien y el mal, tal vez se abriera paso en su pecho un atisbo de remordimiento, pero sólo acierta a evocar la resignada entrega de la muchacha y el sabor, levemente amargo, de su sangre.
Cuando las calles empiezan a vaciarse, cuando los ruidos amainan, se eleva sobre la ciudad y otea la inmensidad oscura ansiando que ocurra algo, cualquier cosa que le permita, por unos minutos, ser otro, escapar a su espantosa realidad.
En su vuelo, sigue el curso del río que divide en dos la ciudad. No lo hace de forma consciente. Sólo es un mecanismo reflejo, que le permite abstraerse de todo, liberar su mente para no sentir el acuciante deseo, la sed que le empuja hacia las estrechas calles del casco antiguo, donde no sería difícil encontrar una víctima que no opusiera resistencia.
El cansancio le obliga a detenerse junto al oscuro ventanal de una fábrica abandonada. Ese cansancio inexplicable que, de un tiempo a esta parte, ha ido penetrando en sus miembros, asentándose en su cuerpo como un virus maligno dispuesto a destruirle con lentitud. Desde su atalaya, recostado en el sucio cristal, puede controlar una zona bastante amplia. Su esperanza es que aparezca pronto algún animal abandonado con el que aplacar su apetito y poder regresar a las sombras de su encierro.
Mas los acontecimientos disponen otra cosa: No muy lejos, oye gritos y risas. Los gritos los emite una voz femenina, aterrorizada. Las risas son de hombre. Guiándose por el sonido, se acerca al lugar de donde proviene. Abajo, en el rincón septentrional de un solar habitado por ratas y cascotes, hay cuatro personas. La escena no tiene el menor misterio: Tres sujetos, posiblemente delincuentes a juzgar por su aspecto, tratan de violar a una joven, de cuyo atuendo cabe deducir que tiene por oficio ése que los hombres llaman despectivamente "el más viejo del mundo".
¡Cuántas prostitutas se entregaron a sus abrazos y sus colmillos! Pero eso forma parte del pasado. Ahora está sucediendo algo que debe evitar. Un sordo impulso le lanza en picado contra el más corpulento, que es el que la está penetrando. Antes de que los tres maleantes se hagan cargo de la situación, están tumbados cara al cielo, sin vida. Una sombra, acuclillada sobre uno de ellos, sorbe ansiosa el néctar de sus venas. Luego, cae en la cuenta de la presencia de la chica. Percibe su inmovilidad, el silencio que la rodea. Se agacha a su lado y toma su muñeca con suavidad, comprobando con alivio que su pulso es normal.
Es entonces cuando ella recupera bruscamente la consciencia y da un manotazo al aire. Él lo esquiva con facilidad, se aleja un paso y se queda mirándola sin palabras.
- ¿Quién eres? ¿Qué ha pasado?
No hay respuesta. En su lugar, el hombre vestido de negro esboza otra pregunta:
- ¿Te encuentras bien?
La joven se incorpora con dificultad, recordando lo sucedido. Intenta cubrir con las manos su cuerpo semidesnudo. Sus ropas están desgarradas. Mira alrededor hasta que se percata de la presencia inmóvil de los tres individuos que la invitaron a subir al auto y después pusieron las navajas en su cuello. Luego, sus ojos se vuelven a fijar en el desconocido.
- ¿Están…?
- No te preocupes por ellos.
- ¿Quién eres tú? - vuelve a preguntar, temerosa.
- Nadie - esa palabra hiere, porque es cierta.
- ¿Y… ellos?
- No importan. ¿Estás bien?
- Sí… Creo.
- Deberías ir a un hospital.
- ¡Claro! ¿Y de dónde saco el dinero?
El desconocido se agacha entonces junto a los tres hombres y rebusca entre sus ropas. Junta el dinero y se lo ofrece a la muchacha, que le contempla horrorizada.
- Pero - balbucea.
- Lo que ellos se proponían hacer contigo es mucho peor. ¡Tómalo!
Ella toma el dinero con algo de temor y busca su bolso, para guardarlo en él. Cuando levanta la vista, su misterioso salvador ha desaparecido. Recompone su aspecto lo mejor que puede y caminando entre las ruinas abandona el solar y se dirige al hospital más cercano, ignorante de la negra forma que planea sobre ella, como una improvisada escolta que se disimula entre las sombras de los edificios.