El Inquilino 3. Por Sergio Borao Llop.
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El Inquilino
Sergio Borao Llop

3

En la casa no penetra la luz. Todas las persianas están bajas; las ventanas, cubiertas con gruesos cortinajes. En la cama, hay un hombre tumbado, despierto. No ha podido dormir ni un solo minuto desde que regresó. Una sólida sombra planea sobre su ánimo. La noche pasada ha vuelto a sentir la fiebre.

Sí. Al ver las bonitas piernas de la muchacha, sus labios rojos, sus ojos espantados, el pelo desordenado cayendo sobre sus hombros desnudos… Mas la fiebre es siempre peligrosa y él no desea dañar más inocentes.

No va a negar que en el pasado probó el dulce néctar de la sangre adolescente. Cierto que era delicioso verlas sometidas a su capricho, sentir las caricias previas, notar en la mirada sumisa el deseo de ser oseídas...

Pero eso sucedió hace muchos años. Tantos que al hombre que ahora yace acostado sobre la blanda superficie del raído colchón se le escapa el número.

"¿Qué importa?" piensa "Unos años más o menos ¿qué significan para quien tiene ante sí la vacuidad inmensa de la eternidad? Una noche sigue a otra noche. Una estación tras otra, yo permanezco. Generaciones enteras nacen y desaparecen de la faz de la tierra, mientras yo les veo pasar sin pena ni gloria. Contemplo su ir y venir, su lento deambular por las calles de lo cotidiano, su infeliz periplo limitado por el paso del tiempo. Pero puedo percibir, a veces, en ese desmoronado caos que constituye su pequeño mundo, un deje de esperanza, un ansia de futuros por vivir, de planetas por descubrir. Tal cosa carece de sentido para mí. Sólo existe el ciclo interminable de las noches pasadas, de las que han de venir..."

Se incorpora y consulta el reloj. Todavía falta mucho para que anochezca, para que llegue el indeseado momento de recomenzar el acecho, la caza, el vasto sentimiento de culpabilidad. Vuelve a pensar en la chica de la noche pasada y algo se alborota en su interior.

Quizá, quizá le gustaría volver a verla. Sería tan sencillo acercarse a ella, penetrarla con su aguda mirada, llevársela al oscuro ático, sorber la sangre joven hasta el final, convertirla en su compañera...

"¿Y después?" Demasiado bien lo sabía. Un tiempo de convivencia, de compartir las presas, de dormitar al amparo de la luz; y más tarde, tras las primeras lunas, el tedio, el inevitable alejamiento. Cierto que siempre podía apelar al último recurso: Al fin y al cabo, ellas eran sus esclavas. Pero no hay que engañarse a este respecto: Después de trescientos años de vuelos nocturnos, ¿a quién podría interesarle tener una esclava? Nada tan vano, nada tan insulso como el poder absoluto.

"Esas cosas" recuerda "me divertían al principio. Era tan excitante sentir cómo todo se plegaba a mis deseos. Obtener cuanto deseara, ser el amo de todo lo que me rodeaba, rendir multitudes con un simple gesto, dominar a los hombres más valerosos sin esfuerzo, seducir a las mujeres más hermosas, clavar mis colmillos en los perfumados cuellos anhelantes y sorber la cálida sangre con la avidez propia de la juventud... Hoy todo eso me resulta banal y hasta insoportable. ¡Se ha repetido tantas veces!"

Por eso, en los últimos tiempos, se abstiene de atacar jovencitas. Sus colmillos no rasgan más carne que la de los perros sin dueño y la de algún mendigo, cuya falta no será denunciada, cuya muerte es casi un consuelo. La experiencia de la noche anterior, sin embargo, le ha hecho pensar: Por una vez, ha podido ver la otra cara de la dura realidad que le circunda. No ignora que actuó sin pensar, dejándose llevar por un extraño instinto que le empujó a proteger a la muchacha que estaba siendo violada. Pero cree haber descubierto un sentimiento nuevo. Y le gustó.

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