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María termina su vaso de licor, limpia sus labios con una servilleta de papel y coge la cazadora. Alegando una naciente jaqueca, se despide de algunas amigas y sale del oscuro pub.
Afuera se ha levantado una suave brisa fresca, por lo que la joven se apresura a abrigarse. La breve minifalda, sin embargo, contribuye a aumentar la sensación de frío.
Camina mecánicamente, siguiendo la ruta que tantas noches la ha conducido desde el local hasta su casa, hasta el blanco descanso de las sábanas. Primero la avenida iluminada; luego el corto trayecto junto al parque, el callejón de los gatos, que desemboca en la plaza y la entrada a la urbanización. Pura rutina. Podría hacer el camino con los ojos cerrados.
Pero hoy hay un cambio. Al entrar en el callejón le ha parecido oír ruido de pasos. Se detiene y se vuelve. Otea la oscuridad: Nadie.
Reanuda su apresurada marcha. De nuevo el rumor de pasos a su espalda. Se gira bruscamente. A pocos metros, un hombre se acerca. A pesar de la escasa iluminación, lo reconoce: Es un tipo grande, un poco calvo, cliente habitual del pub. Pertenece a un grupo de motoristas cuyo nombre no logra recordar en ese momento de intranquilidad. Lo que no se le ha olvidado es que esa misma noche, apenas un par de horas antes, se había negado a bailar con él. Ese pensamiento logra asustarla. Sabe que tienen fama de vengativos, crueles y rudos.
El tipo la había seguido, eso estaba claro. Sus intenciones no podían ser buenas. La chica se da la vuelta y echa a andar en dirección a la plaza, pero no puede llegar a la esquina iluminada. El tosco individuo, al verse descubierto, corre hasta alcanzarla. No pronuncia palabra alguna. Sólo la toma por los hombros, la hace girarse y estampa su boca contra la de ella evitando así el grito apenas insinuado. Sus manos, mientras, recorren el cuerpo de la muchacha que, desesperada, trata de zafarse del indeseado abrazo. Él la arrincona contra la pared, abre la cremallera de la cazadora, rasga la blusa y pellizca sus pechos. Ella, impotente ante los poderosos brazos que la sujetan firmemente contra el muro, llora sin control sabiendo lo que va a ocurrir, sabiendo que ocurre muchas veces cada noche y que nadie va a evitarlo. Siente la mano que hurga entre sus piernas y arranca sin contemplación alguna la última defensa. Nota el basto dedo que trata de introducirse en su interior, los dientes que muerden sus labios, la presión del pesado cuerpo que la aplasta, el fétido aliento del violador. Le falta oxígeno, advierte que la consciencia empieza a abandonarla.
Entonces, todo sucede muy deprisa. Hay como una sombra. Un leve siseo rasga el aire. María percibe, de repente, que el peso que la oprimía ha desaparecido. Frente a ella, el tipo que trataba de violarla está en el suelo, tumbado, inerte. Acuclillado sobre él, otro individuo, vestido de negro, parece estar buscando algo entre las ropas del vencido. Cuando levanta la cabeza y la mira, María siente un violento escalofrío. Intuye que esos ojos no son humanos. No quiere seguir viviendo esa pesadilla. Se abandona a las sombras de la inconsciencia.
Cuando despierta, ambos han desaparecido. Un sabor horrible llena su boca, se siente como flotando en un líquido viscoso. María querría creer que todo ha sido un mal sueño provocado por la leve borrachera, pero algo en el aire le dice que su misterioso salvador aún está cerca, y que es muy peligroso. Echa a correr hacia su casa sin dejar de llorar.
Desde la penumbra de un zaguán, alguien la contempla, la sigue con la vista hasta que penetra en la moderna urbanización. Después, el hombre vestido de negro levanta el vuelo y se posa en silencio sobre el tejado más cercano, cual milenaria gárgola vigilante. Más tarde, antes de que empiece a clarear, planeará sobre los tejados, sobrevolará el río y se introducirá por una ventana tras la que le espera el reposo.