Las razones de la Tierra Por Sergio Borao Llop. IX.

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Las razones de la Tierra
Por Sergio Borao Llop

IX

Comieron en silencio. Las preguntas vendrían luego, a los postres. Mientras apuraba un café amargo, Ferrer, recuperado en parte, sometió al anciano a un interrogatorio infructuoso. El otro simplemente movía la cabeza en un repetido gesto de negación.

- Tienes muchas preguntas y yo no tengo respuestas - dijo - A veces, ocurren cosas... extrañas.

- Yo los vi. Sé que fue real. Batallaban con ferocidad. Recuerdo los uniformes... antiguos. Eran, pues, soldados... ¿Conoce la leyenda según la cual pudo desarrollarse por estas tierras la batalla en la que fue derrotado Carlomagno?

- No, hijo. Yo no sé nada. Sólo soy un pobre pastor ignorante.

- No diga eso. Estoy seguro de que algo sabe. Usted me encontró allí... en el sitio donde...

- No sé que fue lo que viste. Cuando yo llegué, lo único que había allí era tu cuerpo desmayado.

- Pero - insistió Ferrer con la tenacidad adquirida en sus muchos años de servicio activo - usted conoce como nadie estos parajes. Debe haber visto u oído algo...

El viejo se excusó un momento. Preparó otro par de cafés bien cargados y volvió a la mesa. En sus ojos, había como un rastro de derrota.

- Estos árboles... - dijo. Su voz era apenas un susurro - Toda la Selva... Pasan cosas extrañas... Cuando yo era niño se contaban historias antiguas... Muchachos que desaparecían y volvían al cabo de varios días sin saber dónde habían estado, pastores que decían haber visto al diablo y sus secuaces... algún hombre que salía una mañana a arar su parcela de tierra y no regresaba... Todos sabíamos que sólo eran cuentos para asustar a los niños. Nadie lo tomaba en serio.

El pastor tomó aire. Parecía que la narración le estaba costando un gran esfuerzo. Ferrer no quiso interrumpirle.

- Luego... me pasó a mí.

El policía respingó.

- ¿Qué...? ¿Qué fue lo que le pasó?

- Una mañana, mientras pacían las ovejas allá arriba - hizo un ademán señalando algún lugar indefinido - me quedé dormido, recostado en un árbol. Cuando desperté, no había ni rastro de las ovejas. En cambio, el prado estaba lleno de gente a caballo. Llevaban armas y gritaban palabras que yo no podía entender. En el otro lado, salieron de entre los árboles otros guerreros. Sus ropas eran distintas, y también gritaban. Todo pasó muy deprisa. Se enzarzaron en una pelea durísima. Yo los veía caer al suelo, llenos de sangre. Oía los chillidos de dolor, y no podía moverme. Muchos murieron. Los que huyeron, fueron perseguidos por los vencedores. Nadie me vio, no me hicieron nada. Luego me desmayé...

- Entonces... usted sabe. Tiene que contarlo para que...

- No, muchacho. No hay nada que contar. Ya lo hice cuando pasó. Me dijeron que estaba loco, que había oído demasiadas historias de viejas. Quisieron echarme del pueblo. Ahora ya no estoy seguro de que no fuera un mal sueño. Pasará el tiempo y llegarás a la misma conclusión. No merece la pena.

- ¡Pero sabemos que es cierto! Podemos hacer algo...

- ¿Qué podemos hacer? ¿Vamos a cambiar algo?

- Si los científicos supieran esto... Investigarían... Tal vez encontrasen...

El rostro del viejo sufrió una transformación. Se quedó inmóvil, como detenido en el tiempo. A pesar de ello, las palabras se oyeron con claridad:

- ¿Qué quieres encontrar? - el sonido de la voz era diferente. Le recordaba algo muy próximo - ¿Acaso fue posible encontrar al chico que cayó en el Pozo?

El policía palideció y se aferró con fuerza a la mesa que los separaba.

- ¿Qué...sabe usted de eso?

- Todo lo que hay que saber - respondió la voz - Buscas respuestas y ni siquiera conoces las preguntas. Atravesaste una puerta, viajaste a otro tiempo y regresaste. Puedes estar contento: Muchos no vuelven, o peor, vuelven demasiado tarde, cuando ya sus seres queridos han dejado de existir.

- Pero esas puertas ¿dónde están? ¿qué son? ¿cómo...? - Ferrer empezaba a adivinar que aquella era la misma voz que oyera unos días atrás en el puente de piedra, junto al Pozo de San Lázaro. El desconcierto se estaba apoderando de él. No comprendía nada.

- Preguntas, preguntas... ¿Qué ocurrirá el día que todas las respuestas sean reveladas? Detente un momento y reflexiona. ¿Acaso crees estar preparado para acceder al conocimiento de aquello que tan ansiosamente deseas saber?

Después de un largo silencio, Ferrer dijo:

- Bueno, quizá... no del todo

- En ese caso, confórmate con lo que sabes, que no es poco. Claro que hay puertas. Por doquier. La vida, en suma, no es sino un constante atravesar puertas que a menudo nos llevan a territorios desconocidos. Tú viste guerreros, viste una lucha. ¿Quién te dice que eso fue lo mismo que dice haber visto el hombre que ahora te habla? - los labios del anciano no se movían, pero la voz no cesaba - Has entrevisto un fragmento de tu historia. Eso debería bastar para satisfacer tu curiosidad, pero quieres más, siempre más.

- Pero ¿quiénes eran? ¿Llegaron a percibir mi presencia? ¿Ocurrió algo que no recuerdo?

- Te niegas a escuchar. No hay muchos que tengan la suerte de vivir experiencias semejantes y puedan luego recordarlas. ¿Si percibieron tu presencia? ¿Acaso puedes estar seguro de que tu aspecto era el mismo que tienes ahora? Igual podrías haber sido un árbol, o un pájaro. Deja que las preguntas se vayan respondiendo solas, con el paso del tiempo. Aprenderás, no hay duda, pero debes tener paciencia. Camina las sendas que te sean deparadas. Te extraviarás, muchas veces, pero siempre se puede retomar el camino.

- Te escucho, pero no puedo entender lo que me dices.

- Oye estas palabras que pertenecen a una célebre carta escrita por un jefe indio hace más de cien años "La tierra no pertenece al hombre; es el hombre quien pertenece a la tierra. Todo está ligado" A veces, la tierra se cobra su tributo. Habéis levantado ciudades donde antes habitaron las ardillas o las serpientes; habéis tendido líneas de alta tensión, asfaltado valles que antaño fueron hermosos, excavado las entrañas de los montes para hacer túneles o para extraer minerales. Habéis sacrificado incontables especies que no volverán a renacer; habéis talado, quemado y robado infinidad de árboles, habéis convertido en desiertos lo que en otro tiempo fueron bosques. Es justo que paguéis un precio. La tierra obra de forma incomprensible para quienes la habitan, pero sus designios son sagrados. No cuestiones lo que ocurre, porque es inevitable.

- Pero otros no regresan ¿Qué es lo que determina esa diferencia?

- Esta mañana fuiste generoso. ¿Lo recuerdas? Respetaste la vida de una víbora. Tal vez la tierra sólo ha querido mostrarte su poder, enseñarte sus cartas.

- Quisiera comprenderte, pero no puedo. ¿Cómo entender ese lenguaje cuando apenas puedo aceptar esta escena?

- Persevera. Párate a escuchar las aguas que fluyen, el viento que pasa. Abandónate a la contemplación del paisaje. Deja caer la lluvia, no temas los relámpagos, no ignores el lenguaje del trueno. Busca la comunión con lo que te rodea. Aprende a amarlo todo, a abarcarlo todo en una única mirada, a comprimirlo todo en un único pensamiento. Notarás que las respuestas van llegando poco a poco, y que son simples y que no importan.

Ferrer sintió el silencio. Miró al anciano. Su cabeza reposaba sobre la mesa, el sonido acompasado de su respiración delataba que se había dormido. Le acostó en un camastro, en el rincón, y salió de la cabaña.

Se sentó en el suelo cubierto de hierba, con la espalda apoyada en un árbol. Encendió un cigarrillo y fumó en calma, sin percibir el paso de las horas. El sol amenazaba esconderse tras las montañas cuando el viejo asomó por la puerta de la cabaña. Se miraron. Supieron que ya todo estaba dicho. Caminaron juntos hasta el sendero y allí se despidieron. Ninguno de los dos ignoraba que volverían a verse. Ninguno hubiera podido precisar dónde o cuándo.

Al llegar al camping, no le sorprendió ver el jeep de la guardia civil. Acercándose, pudo distinguir un grupo numeroso que le contemplaba con curiosidad. Marcial salió corriendo a su encuentro.

- ¿Qué ha pasado? Nos tenías muy preocupados.

Ferrer imaginó que habían pasado varios días. Contó que se había perdido, que había pasado esas noches en el bosque, que había tenido fiebre y había estado a punto caer por un barranco. Dio detalles de las penalidades sufridas, alegó que estaba muy cansado y se fue a dormir.

Confió en que nadie se hubiese fijado en el estado de su barba, rigurosamente rasurada esa misma mañana, antes de iniciar la excursión que había cambiado su vida para siempre.

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