Número X MMII Septiembre-Octubre

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relato

Las razones de la Tierra
Por Sergio Borao Llop

VII

A la mañana siguiente, despertó con la firme intención de caminar un buen trecho. Mientras desayunaba, fue informado por Marcial de los itinerarios más recomendables, sobre todo teniendo en cuenta que era su primer día en el valle. Preguntó por los excursionistas desaparecidos: No habían regresado. Prometió a su amigo que prestaría gran atención a cualquier posible indicio y partió por la senda situada frente al camping, inicio de diferentes excursiones.

Uno de los posibles destinos era el Castillo de Acher. El nombre le resultó atractivo. Consultó una pequeña guía que le había prestado Marcial. Supo así que no se trataba de un castillo, sino de una cima rocosa con forma de muralla, de color rojizo, desde donde puede disfrutarse de una panorámica impresionante.

La pista por la que ahora transitaba era ancha y se veían huellas de ruedas. La selva rodeaba el camino, cada vez más tupida. La selva y el silencio pirenaico, apenas roto por los cantos de los pajarillos, el rumor de agua corriente en alguna parte y el leve roce de algunas ardillas contra la frondosidad arbórea. Se dice que hay osos, ciervos y corzos, pero Ferrer sabe que ninguno de esos animales se presentará a su vista.

A la derecha, reptando entre los matorrales que bordean la pista, una víbora negra. El primer impulso es matarla, aplastarla con el pie antes de que ataque. Pero el instinto asesino del hombre se ve desplazado por la sensación de plenitud que le inunda. El olor que se expande por el aire, el color que llena la retina, son como una música suave que pacifica el alma. Además, la víbora no parece tener la menor intención de molestarle. Acaso únicamente se haya asomado a ver quién osa turbar la paz de la mañana.

El camino se ha ido estrechando. Ahora difícilmente podría acoger a un automóvil. Ferrer puede cerciorarse de que las rodadas bajo sus pies han desaparecido. Rumores cuya proveniencia no puede precisar, le traen a la cabeza viejas historias escuchadas en el pasado. Se sospecha que en este valle, entre estos mismos árboles que ahora le contemplan, tuvo lugar la épica batalla en la que fue derrotado Carlomagno. Si uno mira con atención las oscuras copas que ondean al capricho de la brisa, no es posible evitar la sensación de que cualquier cosa puede ocurrir.

Una cabaña queda atrás. Por su aspecto desolado, parece evidente que hace tiempo que cayó en desuso. El camino gira hacia la izquierda y se estrecha todavía más. Ferrer toma un largo trago de la cantimplora y saca de su mochilita unos frutos secos, buena compañía para cualquier excursión por la montaña. Apoyado sobre una roca, a la sombra, mientras descansa, contempla las laderas circundantes. Todo es un tapiz verde oscuro, con pequeños claros que dan lugar a la fantasía. Hacia arriba, donde el sendero se pierde en una curva, un destello.

Se incorpora, parpadea un par de veces y mira con atención hacia el lugar donde le ha parecido sorprender un casi imperceptible movimiento. En efecto, algo parece desplazar el ramaje de los matorrales altos, pero no es posible distinguirlo bien a esta distancia. Por eso, Ferrer comienza a caminar deprisa hacia arriba. Poco a poco, consigue ir desentrañando el misterio. Una pareja trata de abrirse paso a través de una cortina de matojos, buscando el sendero. Al llegar al punto más cercano, el policía agita los brazos y saluda en voz alta, pero los otros parecen muy ocupados en atravesar la barrera vegetal y apenas le hacen caso.

Cuando finalmente consiguen trasponer los últimos obstáculos y acceden al camino, Ferrer trata de hablar con ellos, pero ante su sorpresa, los jóvenes salen corriendo sendero abajo sin preocuparse de responder al saludo del hombre que les mira desconcertado. Siguiendo los dictados de su instinto, trata de alcanzarles, pero se detiene unos centenares de metros más allá, respirando agitadamente y sintiendo como golpes los latidos de su corazón desbocado. No ha podido dejar de reconocerlos. Son, a juzgar por la descripción dada por Marcial, los dos excursionistas desaparecidos.

Del bolsillo de la mochila, saca el teléfono móvil y llama al camping. Un escueto "diga" le responde.

- Oye, Marcial. Acabo de ver a los dos chicos que se habían perdido. Creo que van hacia allá. He intentado seguirles, pero corrían demasiado. Me estoy haciendo viejo.

Se despidió alegando falta de batería ante lo que se insinuaba como un efusivo agradecimiento por parte de su amigo. Luego, reanudó la ascensión. Unos minutos le bastaron para certificar que se había perdido. Ni rastro del sendero. A su alrededor, sólo árboles, colosos de oscura copa rodeándole. La espesura le impedía ver nada a más de cincuenta o sesenta metros. En el suelo, aquí y allá, pequeños dibujos formados por la luz solar, filtrada por el frondoso techo de ramas oscilantes.

Trató de orientarse por el sol, pero, hombre de ciudad al cabo, no supo si caminar hacia él o en su contra. Determinó que la línea recta suele ser una buena solución en cualquier caso. Avanzó, sin saberlo, hacia el oeste.

Un par de horas más tarde, aún no había conseguido dar con la senda ni con rastro alguno que le permitiese albergar una esperanza. Hacia su derecha, le pareció advertir una claridad y caminó hacia allí. Llegó a un claro bastante grande. Pudo notar que el suelo parecía haber sido removido recientemente. No había hierba y sí muchas huellas que iban y venían, entrecruzadas, superpuestas, formando un complejo entramado del que no era posible extraer una conclusión lógica.

Desde el borde del claro, Ferrer contemplaba la escena irracional tratando de hallar una explicación. De repente, todas aquellas huellas se vieron habitadas, la presencia de una multitud justificó el estado de la tierra. Ferrer no dio crédito a sus ojos. Ante ellos se estaba desarrollando una batalla feroz. No sólo vio a los guerreros acometiendo con saña. También escuchó el entrechocar de aceros. Olió la sangre dolorosamente derramada. Sintió el retumbar del suelo, oyó los juramentos, los gritos de dolor. Supo que no era una ilusión. Trató de retroceder con cautela, para no ser visto, pero sus piernas no le obedecieron. Sus pies se habían quedado aferrados a la tierra, paralizados por el pánico. Poco a poco, sintió como le abandonaban las fuerzas. Le pareció que había sido visto. Tal vez alguien se acercó. En eso, perdió la consciencia.

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