Las razones de la Tierra Por Sergio Borao Llop. 5.

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relato

Las razones de la Tierra
Por Sergio Borao Llop

VI

En la Selva de Oza anochece antes. Las primeras sombras se abalanzaban sobre el valle cuando Ferrer terminó de organizar su modesto equipaje. Cerró la cremallera de la tienda y se dirigió hacia el restaurante, con intención de cenar a gusto, hecho infrecuente en su rutina de policía soltero. A su derecha, frente al edificio de recepción, quedaban los baños. Un poco más allá, el río tronaba quedamente provocando pequeños saltos en su apresurada marcha. Se acercó a él y permaneció allí durante algunos minutos, escuchando el sonido de las aguas, dejándose mecer por la indescifrable melodía, tratando quizá de adivinar significados que se le escapaban. El recuerdo de otra corriente le trajo de vuelta. Sintió hambre. Reanudó el camino.

No dejó de sorprenderle la presencia del jeep de la guardia civil junto a la entrada del bar. En el interior, dos agentes conversaban con Marcial. Ferrer se acercó al grupo, se presentó y se ofreció para ayudar en lo que hiciese falta.

- Por el momento, no será necesario - dijo el que parecía estar al mando - Vamos a esperar un día más. Las presuntas desapariciones abundan en verano: parejas que montan una tienda en lo más recóndito del bosque para sentir la soledad en toda su extensión, grupos de excursionistas que pasan al otro lado de la frontera y se quedan allí un par de días, incluso montañeros que buscan rutas vírgenes de ascenso. Si fuese invierno, daría la orden de búsqueda inmediatamente, pero ahora es conveniente esperar. ¿Llevaban equipo para acampar?

- No estoy seguro - respondió Marcial - No vi cuando se marcharon. Los habituales suelen avisarme si consideran que puede haber un retraso en sus excursiones, pero a éstos no les había visto antes.

- ¿Puede describirlos?

- No demasiado bien. Ella es morena, no muy alta, delgada y, en apariencia, bastante alegre. En cambio, él es bastante serio. Más o menos de mi estatura, fornido y de pelo castaño.

- ¿Algún rasgo distintivo? Cicatrices, tatuajes...

- No pude fijarme bien. Al fin y al cabo, no supuse que fueran a desaparecer. Sólo les vi al llegar, cuando se inscribieron.

- Está bien, pero por el momento no es prudente hablar de desaparición. Si esta noche no regresan, mañana comenzaremos la búsqueda. ¿No sabrá hacia dónde fueron?

- Ya le dije que no les vi partir.

- Quizá algún otro acampado - intervino Ferrer - haya visto algo.

Hubo un corto pero significativo silencio. Al parecer, su intromisión no había sentado bien. Reiterando la promesa de iniciar la investigación al día siguiente, los números de la guardia civil se despidieron. Las ruedas del jeep chirriaron al entrar en contacto con el asfalto de la carretera. Ferrer, sonriendo, palmeó el hombro de su amigo y dijo:

- Anda, sírveme algo para cenar, que el aire de la montaña me ha abierto el apetito.

- ¡Te vas a chupar los dedos! - exclamó Marcial devolviendo la sonrisa. Luego se dirigió a la cocina. Al regresar, indicó: - Siéntate allí. Enseguida te servirán - señalaba una mesa en el rincón del fondo, junto a la puerta del cuarto que servía de almacén. Por su ubicación, era el lugar ideal para cenar sin otra compañía que el rumor de las conversaciones ajenas.

Sentado junto a la ventana, contempló las montañas destacándose contra el cielo grisáceo. Se dejó llevar por la sensación de plenitud que siempre le asaltaba al hallarse en contacto con la naturaleza, especialmente en cualquier lugar de la zona pirenaica. Pero además, aquí en la Selva de Oza ese sentimiento era más fuerte. Quizá contribuyese a ello la menor explotación de que había sido objeto por parte de las empresas dedicadas al turismo. Quizá fuese por la apariencia inexpugnable de sus laderas cubiertas de abundante arbolado. Lo cierto es que allí uno podía sentirse lo bastante lejos de la civilización, se podía respirar, llenarse los pulmones con el aire fresco e incontaminado, cerrar los ojos y escuchar la infinidad de minúsculos sonidos que pueblan la noche, soñar...

Paladeó con evidente satisfacción la suculenta cena. Después del café, pudo fijarse en que la mayoría de los clientes habían abandonado el local. Sólo unos pocos habían permanecido allí, atentos a la pantalla de televisión situada junto a la entrada. Marcial vino a sentarse junto a su amigo, llevando en la mano dos vasos pequeños y una cubitera con una botella de pacharán en su interior. Charlaron despreocupadamente hasta pasada la medianoche. Al despedirse, Ferrer pudo notar que la angustia del otro había desaparecido o, al menos, se había visto atenuada por la animada charla y el calorcillo del licor. Se felicitó por haberse decidido a visitar aquella parte del mundo. Al ir hacia su tienda, notó que la noche estaba siendo bastante fresca. Tras asegurarse de que todo estaba en orden, se embutió en el saco y se durmió en el acto.

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