V
Es un poco más tarde, llegando al lugar llamado "La Boca del Infierno", cuando uno cae en la cuenta de que se encuentra en un sitio único, no comparable a ninguna otra zona pirenaica. El color predominante es el verde, pero no tiene nada que ver con ese tono claro que puede apreciarse en el vecino Valle de Zuriza, o en el del Roncal, situado más al oeste, ya en la provincia de Navarra. Este es un verde oscuro, inquietante, posiblemente causado por la abundancia de abetos o por la permanente sombra producida por las escarpadas laderas.
Ferrer ha visitado en repetidas ocasiones casi todos los valles pirenaicos. Ninguno despierta en él ese desasosiego. Cada uno de ellos tiene sus características peculiares: En Benasque puede ser la proliferación de ibones; en el Valle de Tena, las interminables pistas esquiables; las profundas gargantas en Guara. En la Selva de Oza es la tenebrosa magia del paisaje, los abruptos barrancos, las amenazantes paredes montañosas y hasta el cauce del Aragón Subordán, que en verano conduce una masa de agua rojiza valle abajo, al encuentro de otros ríos o torrentes, de otras aguas en cuya compañía seguir viaje hasta las tierras bajas.
Tal vez fue en ese momento, al contemplar las cercanas laderas que parecían querer cerrarse sobre el lecho del río sellando la estrecha carretera que serpentea siguiendo el rumbo marcado, cuando Ferrer creyó recordar algo, mas no hubiera podido decir qué. Era una tenue sensación, nacida, de eso estaba seguro, de su conversación con Mariví. Imprecisas imágenes, ahogadas palabras, desfilaban por su recuerdo sin llegar a concretarse. Se concentró en la conducción. A la izquierda, la pared de roca aparentaba ir a desplomarse de un momento a otro sobre el viajero. Al otro lado, la ladera bajaba casi vertical hasta el río. En esas circunstancias, un despiste podía resultar fatal. Apenas se cruzó con una docena de autos, casi todos de matrícula francesa o navarra.
Llegó al camping sobre las cinco de la tarde. Paró junto a la recepción, que también era bar y restaurante. En el interior, algunos veraneantes, quemados por el sol, jugaban a las cartas o veían la televisión. Ferrer se acodó en la barra y esperó. El encargado terminó de servir unos cafés y se acercó a él.
- ¡Eladio! - exclamó con sorpresa - ¡Cuánto tiempo!
- Hola, Marcial - respondió Ferrer estrechando efusivamente la mano de su amigo - ¿Qué tal va todo?
- Bien, pero... ¿qué quieres tomar?
Sabedor de que la masiva afluencia de navarros había conseguido que Marcial tuviese el mejor pacharán del país, pidió una copa. Algo en el semblante o en las palabras de su amigo había activado una señal de alarma en la mente analítica del policía. Renunció a cualquier averiguación. "Ya habrá tiempo" pensó. Se limitó a degustar el sabroso licor y a conversar de trivialidades. Algunos de los allí presentes le contemplaban sin el menor disimulo. Finalmente, optó por solicitar una plaza para acampar. Marcial dejó a su esposa al cuidado del bar y salió con él. Le condujo hacia el extremo más meridional del camping.
- Estamos en plena temporada - explicó - y hay muy pocas plazas libres... Ahí, a la derecha, junto a la valla.
- ¿Al lado de la carretera? ¿Por qué no allí, al lado del río?
Marcial no respondió enseguida. En esa leve vacilación, Ferrer halló la excusa perfecta para tratar de enterarse de qué era lo que le tenía en ese extraño estado de nerviosismo.
- ¿Ocurre algo?
- Bueno, no quiero que corras ningún peligro. Eso es todo.
- ¿Qué clase de peligro?
- Toda la semana hemos tenido riadas. Hace dos noches casi llegó el agua hasta las tiendas más cercanas...
- Todos los años hay riadas, Marcial. Y nunca pasa nada. Sé que hay algo que te preocupa. ¿No piensas contármelo?
El tono decidido del policía desató la lengua del amigo. Contó que unos excursionistas habían desaparecido el día anterior. Su tienda estaba allí, junto al río, pero ellos no habían dado señales de vida desde veinticuatro horas antes. Confesó que no sabía como reaccionar. También dejó entrever que tenía miedo a que las autoridades cerraran el establecimiento, debido precisamente a la cercanía del cauce que, con los deshielos, crecía repentinamente, aunque hasta ese momento jamás había sobrepasado la altura considerada como límite, no habiendo llegado a poner en peligro la vida de los acampados. Ferrer trató de tranquilizar a su amigo, pero al mismo tiempo, le instó a que avisase a la guardia civil. Cuando menos, había que informar. Luego, ellos decidirían si se emprendía la búsqueda o, por el contrario, era mejor esperar otro día. Marcial prometió llamar de inmediato al cuartel más cercano. Ferrer palmeó su hombro y le vio alejarse en dirección al edificio de la entrada. Luego sacó todo lo necesario y se entregó a la tarea de montar la tienda de campaña.