Resumen de lo publicado en el número anterior:
Un anciano llamado el Tío Gregorio relata a las jóvenes del pueblo la historia de los Gnomos del Moncayo, habitantes del interior de la tierra, a cuyas moradas pudo llegar un pastor, donde descubrió un inmenso tesoro que se encontraba junto al nacimiento del manantial donde las muchachas van a por agua. La fuente está encantada por los gnomos, y el Tío Gregorio recomienda a las muchachas que se marchen de la fuente antes de que se ponga el sol.
II
Marta y Magdalena eran hermanas. Huérfanas desde los primeros años de la niñez, vivían miserablemente a la sombra de una parienta de su madre que las había recogido por caridad, y que a cada paso les hacía sentir con sus dicterios y sus humillantes palabras el peso de su beneficio. Todo parecía contribuir a que se estrechasen los lazos del cariño entre aquellas dos almas, hermanas, no sólo por el vínculo de sangre, sino por los de la miseria y el sufrimiento; y, sin embargo, entre Marta y Magadalena existía una sorda emulación, una secreta antipatía, que sólo pudiera explicar el estudio de sus caracteres, tan en absoluta contraposición como sus tipos.
Marta era altiva, vehemente en sus inclinaciones y de una rudeza salvaje en la expresión de sus afectos: no sabía ni reír ni llorar, y por eso ni había llorado ni reído nunca; Magdalena, por el contrario, era humilde, amante, bondadosa, y en más de una ocasión se la vio llorar y reír a la vez como los niños.
Marta tenía los ojos más negros que la noche, y de entre sus oscuras pestañas diríase que a intervalos saltaban chispas de fuego como de un carbón ardiente.
La pupila azul de Magdalena parecía nadar en un fluido de luz dentro del cerco de oro de sus pestañas rubias. Y todo era en ellas armónico con la diversa expresión de sus ojos. Marta, enjuta de carnes, quebrada de color, de estatura esbelta, movimientos rígidos y cabellos crespos y oscuros, que sombreaban su frente y caían por sus hombros como un manto de terciopelo, formaba un singular contraste con Magdalena, blanca, rosada, pequeña, infantil en su fisonomía y sus formas, y con unas trenzas rubias que rodeaban sus sienes, semejantes al nimbo dorado de la cabeza de un ángel.
A pesar de la inexplicable repulsión que sentían la una por la otra, las dos hermanas habían vivido hasta entonces en una especie de indiferencia, que hubiera podido confundirse con la paz y el afecto; no habían tenido caricias que disputarse, ni preferencias que envidiar; iguales en la desgracia y el dolor, Marta se había encerrado para sufrir en un egoísta y altivo silencio, y Magdalena, encontrando seco el corazón de su hermana, lloraba a solas, cuando las lágrimas se agolpaban involuntariamente a sus ojos.
Ningún sentimiento era común entre ellas; nunca se confiaron sus alegrías y pesares, y sin embargo, el único secreto que procuraban esconder en lo más profundo de su corazón se lo habían adivinado mutuamente con ese instinto maravilloso de la mujer enamorada y celosa. Marta y Magdalena tenían, efectivamente, puestos sus ojos en un mismo hombre.
La pasión de la una era el deseo tenaz, hijo de un carácter indomable y
voluntarioso; en la otra, el cariño se parecía a esa vaga y espontánea ternura de la adolescencia, que, necesitando un objeto en que emplearse, ama el primero que se ofrece a su vista. Ambas guardaban el secreto de su amor, porque el hombre que lo había inspirado tal vez hubiera hecho mofa de un cariño que se podría interpretar como ambición absurda en unas muchachas plebeyas y miserables. Ambas, a pesar de la distancia que las separaba del objeto de su pasión, alimentaban una esperanza remota de poseerle.
Cerca del lugar, y sobre un alto que dominaba los contornos, había un antiguo castillo abandonado por sus dueños. Las viejas en las noches de velada referían historias llenas de maravillas acerca de sus fundadores. Contaban que hallándose el rey de Aragón en guerra con sus enemigos, agotados ya sus recursos, abandonado de sus parciales, y próximo a perder el trono, se le presentó un día una pastorcita de aquella comarca y después de revelarle la existencia de unos subterráneos por donde podía atravesar el Moncayo, sin que se apercibiesen sus enemigos, le dio un tesoro en perlas finas, riquísimas piedras preciosas y barras de oro y plata, con las cuales el rey pagó sus mesnadas, levantó un poderoso ejército y, marchando por debajo de la tierra durante toda una noche, cayó al otro día sobre sus contrarios y los desbarató, asegurando la corona en su cabeza.
Después que hubo alcanzado tan señalada victoria, dicen que dijo el rey a la pastorcita: “Pídeme lo que quieras que, aun cuando fuese la mitad de mi reino, juro que te lo he de dar al instante”. “Yo no quiero más que volverme a cuidar mi rebaño”, respondió la pastorcita. “No cuidarás sino de mis fronteras”, le replicó el rey, y le dio el señorío de toda la raya y la mandó edificar una fortaleza en el pueblo más fronterizo a Castilla, adonde se trasladó la pastora, casada ya con uno de los favoritos del rey, noble, galán, valiente y señor asimismo de muchas fortalezas y muchos feudos.
La estupenda relación del tío Gregorio acerca de los gnomos del Moncayo, cuyo secreto estaba en la fuente del lugar, exaltó nuevamente las locas fantasías de las dos enamoradas hermanas, completando, por decirlo así, la ignorada historia del tesoro hallado por la pastorcita de la conseja; tesoro cuyo recuerdo había turbado más de una vez sus noches de insomnio y de amargura, presentándose a su imaginación como un débil rayo de esperanza.
La noche siguiente a la tarde del encuentro con el tío Gregorio, todas las
muchachas del lugar hicieron conversación en sus casas de la estupenda historia que les había referido. Marta y Magdalena guardaron un profundo silencio, y ni en aquella noche, ni en todo el día que amaneció después, volvieron a cambiar una sola palabra relativa al asunto, tema de todas las conversaciones y objeto de los comentarios de sus vecinas.
Cuando llegó la hora de costumbre, Magdalena tomó su cántaro y le dijo a su hermana:
–¿Vamos a la fuente?
Marta no contestó, y Magdalena volvió a decirle:
–¿Vamos a la fuente? Mira que si no nos apresuramos, se pondrá el sol antes de la vuelta.
Marta exclamó al fin con acento breve y áspero:
–Yo no quiero ir hoy.
–Ni yo tampoco –añadió Magdalena después de un instante de silencio, durante el cual mantuvo los ojos clavados en los de su hermana, como si quisiera adivinar en ellos la causa de su resolución.
|