III
Las
muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas.
La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la noche
comenzaba a cerrar de cada vez más oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose
mutuamente y cada cual por diverso camino, salieron del pueblo con dirección a
la fuente misteriosa. La fuente brotaba escondida entre unos riscos cubiertos
de musgo en el fondo de una larga alameda de álamos. Después que se fueron
apagando poco a poco los rumores del día, y ya no se escuchaba el lejano eco de
la voz de los labradores que vuelven caballeros en sus yuntas, cantando al
compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de
percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado, y las voces de los
pastores, y el ladrido de los perros, que reúnen las reses, y sonó en la torre
del lugar la postrera campanada del toque de oraciones, reinó ese doble y
augusto silencio de la noche y de la soledad; silencio lleno de murmullos
extraños y leves que lo hacen aún más perceptible.
Marta
y Magdalena se deslizaron por entre el laberinto de los árboles y, protegidas
por la oscuridad, llegaron sin verse al fin de la alameda. Marta no conocía el
temor, y sus pasos eran firmes y seguros. Magdalena temblaba con sólo el ruido
que producían sus pies al hollar las hojas secas que tapizaban el suelo.
Cuando
las dos hermanas estuvieron junto a la fuente, el viento de la noche comenzó a
agitar las copas de los álamos, y el murmullo de sus soplos desiguales parecía
responder el agua del manential con un rumor acompasado y uniforme.
Marta y
Magdalena prestaron atención a aquellos ruidos que pasaban bajo sus pies como
un susurro constante y sobre sus cabezas como un lamento que nacía y se apagaba
para tornar a crecer y dilatarse por la espesura. A medida que transcurrían las
horas, aquel sonar eterno del aire y el agua empezó a producirles una extraña
exaltación, una especie de vértigo que, turbando la vista y zumbando en el
oído, parecia transtornarlas por completo.
Entonces,
a la manera que se oye hablar entre sueños con un eco lejano y confuso, les
pareció percibir entre aquellos rumores sin nombre sonidos inarticulados, como
los de un niño que quiere y no puede llamar a su madre; luego, palabras que se
repetían una vez y otra, siempre lo mismo; después, frases inconexas y
dislocadas, sin orden ni sentido y por último... por último, comenzaron a
hablar el viento vagando entre los árboles y el agua saltando de risco en risco.
Y hablaban así:
El agua:
¡Mujer,
mujer! ¡óyeme..., óyeme y acércate para oírme que yo besaré tus pies mientras
tiemblo al copiar tu imagen en el fondo sombrío de mis ondas ¡Óyeme, que mis
murmullos son palabras!
El viento:
¡Niña! ¡niña gentil, levanta tu cabeza, déjame en paz besar tu frente, en tanto que agito tus cabellos!, niña gentil,
escúchame, que yo sé hablar también y te murmuraré al oído frases cariñosas.
Marta:
¡Oh, habla, habla, que yo te
comprenderé, porque mi inteligencia flota en un vértigo como flotan tus
palabras indecisas!, habla misteriosa corriente.
Magdalena:
Tengo
miedo. ¡Aire de la noche, aire de perfumes, refresca mi frente que arde! Dime
algo que me infunda valor, porque mi espíritu vacila.
El agua:
Yo
he cruzado el tenebroso seno de la tierra, he sorpendido el secreto de su
maravillosa fecundidad y conozco todos los fenómenos de sus entrañas, donde
germinan las futuras creaciones. Mi rumor adormece y despierta. Despierta tú, que lo comprendes.
El viento:
Yo
soy el aire que mueve los ángeles con sus alas inmensas al cruzar por el
espacio. Yo amontono en el Occidente las nubes que ofrecen al sol un lecho de
púrpura y traigo al amanecer, con las neblinas que se deshacen en gotas, una
lluvia de perlas sobre las flores. Mis suspiros son un bálsamo. Ábreme tu
corazón y lo inundaré de felicidad.
Marta:
Cuando
yo oí por primera vez el murmullo de una corriente subterránea, no en balde me
inclinaba a la tierra prestándole oído. Con ella iba un misterio que yo debía comprender al cabo.
Magdalena:
Suspiros
del viento, yo os conozco vosotros me acariciabáis dormida cuando, fatigada por
el llanto, me rendia al sueño en mi niñez y vuestro rumor se me figuraban
palabras de una madre que arrulla a su hija.
.............
El
agua enmudeció por algunos instantes, y no sonaba sino como agua que se rompe
entre peñas. El viento calló también, y su ruido no fue otra cosa que ruido de
hojas movidas. Así paso algún tiempo, y después volvieron a hablar, y hablaron así:
El agua:
Después
de infiltrarme gota a gota a través del filón de oro de una mina inagotable,
después de correr por un lecho de plata y saltar como sobre guijarros entre un
sinnúmero de zafiros y amatistas, arrastrando, en vez de arenas, diamantes y
rubíes, me he unido en misterioso consorcio a un genio. Rica con su poder y con
las ocultas virtudes de las piedras preciosas y los metales, de cuyos átomos
vengo saturada, puedo ofrecerte cuanto ambicionas. Yo tengo la fuerza de un
conjuro, el poder de un talisman y la virtud de las siete piedras y los siete colores.
El viento:
> Yo vengo de vagar por la llanura, y como
la abeja que vuelve a la colmena con su botín de perfumadas mieles, traigo
suspiros de mujer, plegarias de niño, palabras de casto amor y aromas de nardos
y azucenas silvestres. Yo no he recogido a mi paso más que perfumes y ecos de
armonías. Mis tesoros son inmateriales: pero ellos dan la paz del alma y la
vaga felicidad de los sueños venturosos.
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