Zaragoza, España. 23 de Junio 2000. 20h 15´
Comisaría zona norte.
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Le aseguro, mistress Redfield – dije en impecable inglés – que estamos haciendo todo lo posible para encontrar a su
hijo. Comprendo que todos nuestros esfuerzos sean pocos para una madre cariñosa, pero en este momento, todos los efectivos disponibles se hallan en el río, rastreándolo en todas direcciones para dar con el paradero del muchacho.
Profundamente conmocionada, destilando abundantes lágrimas y atacada por breves convulsiones, la mujer se esforzó por articular una respuesta.
- Le agradezco, joven, ¿cuál dijo que era su nombre?
- Ferrer, cabo Ferrer, para servirla.
- Ah, yo sé que ustedes hacen lo que pueden, pero quiero a mi niño, mi pequeño Paul. ¿Verdad que no ha podido ahogarse? Me dijeron que el río no es profundo... Y él nada muy bien... Seguro que salió a la orilla y se perdió buscándonos ¿verdad?... ¿Van a traerlo pronto?... Dígame que sí, por favor, cabo, no puedo soportar...
Desconsoladas, madre e hija se abrazaron para continuar sumidas en un llanto perenne, inconsolable. Nosotros, impotentes, nada podíamos hacer que no fuese contemplarlas en silencio, respetando su dolor, compartiendo ese tiempo inagotable que sucede a toda pérdida.
Río Ebro. Lugar del siniestro. 21h 10´.
- Aquí no hay nada, sargento. Excepto este pañuelo bordado con lentejuelas. Sabe Dios dónde pueda haber ido a parar el chico.
- Nos jugamos mucho, Ramírez. Hay que encontrarlo como sea. Los americanos tienen malas pulgas. Son capaces de ponernos un pleito si no somos capaces de encontrarlo.
- Usted sabe lo difícil que va a ser. Si se ha hundido en el Pozo...
- Vamos, Ramírez, eso son supersticiones. Estamos en el 2000. ¿Quién se va a tragar ese cuento?
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