Pero él ya no podía oírla. Su cuerpo surcaba velozmente las aguas del Ebro en persecución del objeto que llamara la atención de Jenny. Ya que no disponía de excesivas oportunidades para demostrarle su afecto, cuando podía complacerla en algo se esforzaba al máximo. Sin embargo, el objeto flotante se había visto arrastrado
aguas abajo y ahora estaba lo bastante lejos como para que cualquier otro muchacho hubiese desistido de su propósito. Pero no él. Así que siguió nadando con elegancia de campeón, cada brazada lo acercaba un poco más al objeto brillante. Cruzó bajo la arcada del puente. A la distancia que ahora le separaba de su presa, creyó ver que se trataba de un pañuelo o un trapo, pero
adornado con algo que brillaba al reflejo del sol. Unas brazadas más y lo tendría en sus manos. La niña contemplaba en silencio la escena, con el corazón angustiado. Vio como su hermano tomaba un último impulso para atrapar el pañuelo, lo vio desaparecer bajo el agua. Sus ojos recorrieron la zona, esperando verlo reaparecer, triunfante, en cualquier momento. Los segundos fueron pasando. La chica, aun a sabiendas de que su voz no podía llegar hasta su hermano, le llamaba quedamente, como rezando.
Pero el muchacho parecía haber sido tragado por las aguas. Un minuto más tarde, Jenny corría llorando y gritando hacia el lugar en que su madre y otra turista americana, sentadas en un banquito de madera charlaban animadamente sobre la decadencia de la Vieja Europa.
- Mamá, mamá... Es Paul... Se ha caído al agua... No le veo... Mamá...
- Espera, Jenny, habla más despacio. ¿Qué ocurre?
- Se tiró al río... Pero ahora no sale... Mamá... Ayúdale, por favor...
Las dos mujeres se levantaron al unísono y salieron corriendo hacia el lugar que el dedito suplicante de Jenny señalaba temblando.
- Paul... Paul... – gritaba la madre - Paul... – gritaban las tres.
Un corrillo de curiosos se fue formando en torno a las dos mujeres y la niña que gritaban un mismo nombre con idéntica desesperación, pero ninguno de ellos comprendía el idioma de las desconocidas.
Nadie pudo informarles de que aquel lugar no era precisamente el mejor para darse un chapuzón.
|