Piedra 2. ELFOS 01. Escritos de Leyenda, Fantasía y Obras Similares

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La piedra secreta

María J. Gutiérrez Lera

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Pero, aunque renovadas, no eran sensaciones nuevas. Neb lo observaba todo con escepticismo. Los mismos gestos, las mismas caras, idéntico silencio. Y los neófitos, centro de cada mirada, envejecidos de pronto, responsables, embutidos en máscaras de guerra.

Neb los vió marchar con absoluta apatía. No sentía nada especial, nada distinto. Sólo un incipiente temor y una lejana repugnancia, mientras trataba de olvidar con todo ahínco que algún día no lejano no podría retrasar más el momento de partir un alba hacia la caza arriesgada y el bautismo de los adultos, como el resto.

Despacio, desganado, se encaminó hacia su cueva. No tenía ganas de pintar hoy, pero le llevaron los pies sólos, de tan aprendida como tenía la dirección del refugio. Se tumbó con las manos bajo la nuca, abatido. La lámpara de grasa lucía más tenue que de costumbre, desencantada de su trabajo esa mañana, o de luto fingido, como en la aldea. Sobre sus ojos, los tres trazos del dibujo daban ahora una maravillosa impresión de exactitud. Precisión y exactitud de no sabía qué, porque aún no había adivinado lo que iba a representar con ellos, pero, por alguna razón, conocía que no había ni una sóla mota fuera de su sitio. Se sintió repentinamente satisfecho y se aplicó de nuevo al estudio de los trazos. Pero la cabra estaba desvaída; el bisonte, desdibujado, y así, de pronto, no había fiera alguna en esas rayas rojas. Neb las miró extrañado, sorprendido de su asombrosa propiedad de cambiar de aspecto sin moverse. Las repasó lentamente, con ojos expertos. De nuevo una dulce impresión de cuerpo humano le calentó los miembros y las mejillas. Se incorporó en lo que podía, alzándose sobre los codos, y dejó caer atrás la cabeza. Era bello lo que estaba entreviendo, aunque no tenía forma, ni sentido. Intrigado, sintiéndose ignorante, apagó la lámpara y salió.

Dos días después regresaron los cazadores. Neb, a pesar de su disgusto por la ceremonia, no quiso perderse un ápice de lo sucedido. Los jóvenes volvían todos. Delante, erguido y satisfecho, un muchacho de espaldas anchísimas se adornaba con una piel áspera de oso. Le aclamaron y gritaron y hubo danzas y regocijo ante su choza. Los otros portaban sus piezas, más pequeñas, y fueron dejándolas apiladas en montones. Se asarían a la noche siguiente en honor de los guerreros recién venidos. Pero al final traían un joven en andas, muerto, y hubo llantos y gemidos de mujeres, y cesaron las danzas.

Antes de retirarse, los jóvenes que partirían en la caza del año venidero cuchichearon a ocultas de los mayores. Entre ellos estaban Rogo y Neb.

-¿Qué animal lo mató?

-¡No sé!

-Pues era fuerte, yo lo ví cazando con su padre, antes.

-Pero hay animales más fuertes aún, muchísimo más fuertes. Ellos antes nunca habían cazado animales grandes, igual que nosotros.

-Ya estaba muerto cuando lo encontraron, con la azagaya en la mano.

-Yo he oído decir a los ancianos que los dioses son buenos con los guerreros que mueren en la Gran Prueba. Los dejan volver caminando a otros sitios y cazar en la Llanura.

Pero una voz se alzó más negra que las otras.

-Siempre cae alguno.

Neb, lleno de escalofríos, se alejó hacia su choza. Hablarían días y días de ese suceso, pensarían en el joven muerto durante semanas. "Más que en el triunfador", se dijo. Todos los años era lo mismo. Los muchachos se impresionaban por lo ocurrido, y al año siguiente alguno de ellos ocupaba el lugar del caído, sobre las andas.

© copyright 2000 María J. Gutiérrez Lera

"Media docena de cuentos variopintos"

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