Becquer 1. Elfos revista 01.

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E n el fondo de las aguas un invierno... (Leyenda aragonesa)

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Becquer: leyendas desde el Moncayo

Desgraciadamente, en España se ha dado poca importancia a los autores clásicos que se han ocupado de las leyendas populares y han llegado a escribir una cierta literatura fantástica española. Dejando a un lado las obras caballerescas y el romancero -extraordinariamente recopilado por Menéndez Pidal-, a nadie se le ocurre encuadrar a Cervantes o a Calderón, como creadores de narrativa fantástica o recopiladores de leyendas de época, a pesar de que en no pocas ocasiones se internan por estos derroteros, y parece más serio considerar El Quijote materia de denuncia social que reflejo de personajes, tradiciones y anécdotas del imaginario popular del momento.

Más cercanos a nuestros días, autores como Fernández Flórez o Ramón J. Sender alumbran verdaderas páginas legendarias que quedan ensombrecidas dentro del conjunto de su obra. En ELFOS queremos rendir un pequeño homenaje a un auténtico reinventor de leyendas populares autóctonas difundidas a los cuatro vientos desde la oscuridad de una celda monacal en el Monasterio de Nuestra Señora de Veruela, al pie del monte Moncayo. Gustavo Adolfo Bécquer, junto a su hermano Valeriano, el ilustrador, recogió leyendas, tradiciones y misterios autóctonos, y los convirtió en argumentos centrales de muchos relatos y artículos. En esta primera entrega, os ofrecemos tres escritos. El primero es un fragmento sobre la leyenda de la fundación milagrosa del Monasterio en el que escribió; el segundo, un artículo completo sobre los espíritus de los fundadores, cuyas tumbas cercanas no dejarían de impresionar la portentosa imaginación del escritor; y el tercero, una descripción de su entrada en el monasterio para dirigirse a su celda, bajo la sombra de las misteriosas imágenes de las gárgolas y las estatuas funerarias.

El Monasterio de Veruela

La fundación de este célebre monasterio, del cual ya hemos tenido ocasión de hablar, se debe al famoso príncipe de Aragón don Pedro Atarés, señor de Borja. Refieren las crónicas, y en la localidad se conserva aún la tradición de esta maravilla, que sorprendido el piadoso magnate por una horrible tormenta en las faldas del Moncayo y en lo más intrincado y espeso del monte, creyendo su hora llegada, se encomendó tan de veras a la Virgen, a quien profesaba tan particular devoción, que la Divina Señora, movida por sus ruegos, descendió a la tierra, calmó la tempestad, y después de significarle el deseo de que se erigiese allí un monasterio en memoria del milagro, desapareció dejando, en el lugar que ocupaba, la santa imagen que le prestó nombre.

(aquí sigue una descripción artística del Monasterio)

Gustavo Adolfo Bécquer

Texto publicado en la revista El Museo

El monasterio de Veruela

(Enterramiento del fundador y sus hijos)

Al ofrecer a mis lectores algunas vistas del monasterio de Veruela, célebre por su antigüedad y su magnificencia, en Aragón, donde se encuentran tantos otros edificios del mismo género, dignos del estudio y la admiración de los inteligentes, notamos que el famoso don Pedro Atarés, a quien se debe, dispuso al morir que sus restos fuesen colocados en una humilde sepultura, en el dintel de la puerta que da ingreso al templo desde el claustro.

En efecto: después de recorrer las extensas alas del claustro procesional, severa y sencilla muestra del arte gótico en su primer período, bañada en la media luz misteriosa que pasa al través de las piedras blancas y transparentes, que en vez de vidrio, cubren el vano de las ojivas de la luna, y contrastando, merced a su forma especial que recuerda el género a que pertenece la iglesia y a la ornamentación bizantina que engalana, con las descarnadas líneas de los pilares y los arcos apuntados que a ella conducen, se encuentra la puerta que da paso al Santuario, y en el dintel, una losa ancha y obscura, sin otra figura o inscripción que una espada toscamente labrada en el hueco. Esta losa, desgastada en parte y rota, cubre el enterramiento del poderoso príncipe que edificó a Santa María de Veruela, y fue tronco de la ilustre casa de los Borjas, tan célebre en la historia de nuestro país y la de Italia, a donde pasaron algunos de sus descendientes.

Cerca de la sepultura de don Pedro y en una fosa cubierta con una piedra no menos sencilla y humilde, fue enterrada su esposa, nobilísima dama que edificó a sus espensas la catedral, de Tarazona; y más tarde, y a medida que fueron muriendo sus hijos, varones famosos en las armas, que peleando con don Jaime en Valencia, hicieron célebre el sobrenombre de los Borjas, con que les apellidaban en el ejército, vinieron a buscar su último asilo al lado de sus progenitores y a la sombra de las santas bóvedas del templo, obra gigantesca de su familia, la cual, durante siglos, había de pregonar a las generaciones la piedad y munificencia de los que le edificaron. En un ángulo del claustro se encuentran reunidas estas antiguas sepulturas, dignas de estudio por más de un concepto. Religiosamente conservadas durante la estancia de los monjes, guardaron intacto su sagrado depósito por espacio de muchos siglos, pero en nuestra época han sido violados más de una vez, esparciendo al aire las cenizas que contenían y deteriorándolas de una manera lastimosa.

Gustavo Adolfo Bécquer

Texto publicado en la revista El Museo.

CARTA SEGUNDA

(fragmento)

 

Pero apenas las puertas se abren rechinando sobre sus goznes enmohecidos, la abadía aparece con todo su carácter. Una larga fila de olmos, entre los que se elevan algunos cipreses, deja ver en el fondo la iglesia bizantina con su portada semicircular llena de extrañas esculturas, por la derecha se extiende la remendada tapia de un huerto, por encima de la cual asoman las copas de los árboles, y a la izquierda se descubre el palacio abacial, severo y majestuoso en medio de su sencillez. Desde este primer recinto se pasa al inmediato por un arco de medio punto, después del cual se encuentra el sitio donde en otro tiempo estuvo el enterramiento de los monjes. Un arroyuelo, que luego desaparece y se oye gemir por debajo de tierra, corre al pie de tres o cuatro árboles viejos y nudosos: a un lado se descubre el molino medio agazapado entre unas ruinas, y más allá, oscura como la boca de una cueva, la portada monumental del claustro con sus pilastras platerescas llenas de hojarascas, bichos, ángeles, cariátides y dragones de granito que sostienen emblemas de La Orden, mitras y escudos.

Siempre que atravieso este recinto cuando la noche se aproxima y comienza a influir en la imaginación con su alto silencio y sus alucinaciones extrañas, voy pisando quedo y poco a poco las sendas abiertas entre los zarzales y las yerbas parásitas, como temeroso de que al ruido de mis pasos despierte en sus fosas y levante la cabeza alguno de los monjes que duermen allí el sueño de la eternidad. Por último, entro en el claustro; donde ya reina una oscuridad profunda: la llama del fósforo que enciendo para atravesarlo vacila agitada por el aire, y los círculos de luz que despide luchan trabajosamente con las tinieblas. Sin embargo, a su incierto resplandor, pueden distinguirse las largas series de ojivas, festoneadas de hojas de trébol, por entre las que asoman, con una mueca muda y horrible, esas mil fantásticas y caprichosas creaciones de la imaginación que el arte misterioso de la Edad Media dejó grabadas en el granito de sus basílicas: aquí un endriago que se retuerce por una columna y saca su deforme cabeza por entre la hojarasca del capitel; allí un ángel que lucha con un demonio y entre los dos soportan la recaída de un arco que se apunta al muro; más lejos, y sombreadas por el batiente oscuro del lucillo que las contiene, las urnas de piedra donde bien con la mano en el montante o revestidas de la cogulla, se ven las estatuas de los guerreros y abades más ilustres que han patrocinado este monasterio o lo han enriquecido con sus dones.

Los diferentes y extraordinarios objetos que unos tras otros van hiriendo la imaginación, la impresionan de una manera tan particular, que cuando, después de haber discurrido por aquellos patios sombríos, aquellas alamedas misteriosas y aquellos claustros imponentes penetro al fin en mi celda ...

Gustavo Adolfo Bécquer

Fragmento de la Carta Segunda de "Cartas desde mi celda"

 

También la revista ELFOS es un lugar para la creación. Los hermanos Bécquer publicaron sus artículos e ilustraciones en los medios de la época, las revistas como El Siglo o El Museo. Si hubieran vivido en este nuevo milenio, probablemente hubieran difundido su obra a través de Internet. El relato que viene a continuación forma parte de "Media docena de cuentos variopintos", podéis leerlo ahora, si queréis.

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