---------------------------------------- E l C r o n i s t a d e l a r e d www.aragoneria.com/cronista ---------------------------------------- EL CABALLERO SILENCIOSO por Domingo Horcas -Y juré que borraría su estirpe de la faz de la tierra- dijo sir Gareth. Todos los oídos presentes en el comedor de La Belladona escuchaban con atención, pues ni siquiera en esa posada situada en la encrucijada de todos los caminos donde se habían alojado poderosos reyes, brujos y magos de fama extendida por todos los rincones del mundo, mercaderes dueños de riquezas fabulosas, doncellas de belleza legendaria y guerreros capaces de las más arriesgadas empresas, se narraban todas las noches historias como aquella que el joven había desgranado entre jarra y jarra de vino. Yusuf Ibn Fadl, llegado el día anterior por el camino del Este a lomos de un caballo exhausto, cubierto por el polvo y la sed del desierto, quedó fascinado desde el comienzo de la historia. Imaginó a sir Gareth cuando era un niño cuya mirada no estaba velada por ese aire de tristeza, un niño todo ojos y corazón abiertos de par en par viendo como su hermano mayor y su padre, sir Brian, practicaban en el patio del castillo el arte de la esgrima siguiendo los consejos del maestro de armas. Yusuf sintió como propios los deseos de Gareth de crecer rápido, muy rápido, y unirse a ellos en los ejercicios que practicaban cada mañana, cabalgar junto a su padre en las partidas de caza, compartir con su hermano correrías nocturnas y visitas intempestivas a las alcobas de las doncellas. Yusuf casi podía ver la alegría en su cara soñando con el día en que su brazo podría derrotar al de sir Brian en un entrenamiento y éste lo mirase orgullosamente y palmease su espalda como diciendo: "Gary, hijo mío, ya te he enseñado todo cuanto sé". Y tan vívido había sido el relato que la mano de Yusuf buscó la empuñadura de su alfanje sintiendo la excitación que se desató en el castillo cuando el vigía dio la voz de alarma y todos corrieron a las almenas. Sin embargo, a Olaf Wolfson, venido desde las tierras frías del Norte, le gustó más la parte en que sir Gareth describió al Caballero Silencioso. Tanta pasión ponía el joven en su relato que los ojos de Olaf fueron los de Gary oteando desde la muralla. Incluso desde lo alto, el caballero, protegido con una armadura color de bronce que destellaba bajo el sol y un escudo negro sin adornos ni insignias, parecía enorme, y enorme el caballo negro que corveteaba ante la reja del castillo. El intruso nada decía y se limitaba a tranquilizar a su montura palmeando en su cuello, a mirar hacia arriba desde la visera enrejada del yelmo. Pero algo en su aspecto, en su actitud, algo en él incitaba a la lucha, porque hasta los niños como Gary notaban en el pecho la llamada de la guerra, como si se oyera el clarín y el fragor de una batalla invisible, y el aire oliese a sangre, a sudor y miedo de los enemigos. Y T'sabeka, un rico comerciante de piel tan negra como la obsidiana llegado por el camino del Sur, disfrutó con el relato de la lucha. Pese a su ancianidad aún gozaba escuchando la narración de un buen combate, y el presenciado por Gary fue uno de los mejores que se hayan disputado nunca. Sir Brian abandonó la muralla al tiempo que arrojaba al suelo la espada sin filo de los entrenamientos y ordenaba que le trajeran la espada de batalla que había recibido de manos de su padre. Mientras aguardaba el descenso del puente levadizo, el maestro de armas le ajustó la cota de malla, el peto y el yelmo, y colocó en su brazo izquierdo el escudo con el león y el dragón enfrentados que durante generaciones su familia había llevado a la guerra. El Caballero Silencioso había desmontado y aguardaba con la espada desenvainada, una hoja de inusual brillo dorado. Y comenzó una pelea que se prolongó durante horas, pues si bien sir Brian gozaba de la merecida fama de ser el mejor espadachín del reino, su rival poco o nada tenía que envidiarle. Ni siquiera el maestro de armas había visto en su dilatada vida tan acertadas estocadas, tantas fintas, tan buen oficio en la práctica de la esgrima. El mutismo del Caballero Silencioso era aterrador. Detenía con su arma las estocadas de sir Brian y atacaba a su vez, siempre en silencio: en ningún momento brotaba sonido alguno de sus labios. A medida que la tarde transcurría, los golpes de sir Brian perdieron fuerza y precisión. No así los del Silencioso, que se movía como una rueda de carro bien engrasada, ajeno al cansancio, a la furia e impotencia que comenzaba a asomar en la mirada de sir Brian. En el corazón de Gary nació una certidumbre: antes de que el sol se despeñara por el abismo de occidente la lucha habría finalizado, y no conforme a sus deseos. Y así fue. Con las últimas luces del crepúsculo la hoja dorada del Caballero Silencioso abolló un escudo con un león y un dragón, cortó, como la hoz de un campesino siega el trigo en verano, el metal de un peto y una cota de mallas y, bajo el metal, desgarró piel y músculos en una grieta por la que se escapaba la vida en cada latido. Sir Brian se derrumbó como una armadura vacía y el Silencioso no esperó siquiera a que terminara de caer. Dio media vuelta, como si la muerte de un enemigo más careciese de importancia, y soltó el primer sonido desde que apareció junto a las puertas del castillo, un silbido agudo y penetrante que arañó en el estómago de Gary como la espada dorada en la coraza de su padre. El caballo negro acudió a la llamada, y montura y jinete se alejaron sin una mirada atrás. Y los ojos de quien un día sería conocido como sir Gareth iban de la espalda del caballero que se perdía en la distancia al cuerpo tendido junto a las murallas, y de allí a las caras incrédulas de su hermano y el maestro de armas. Una determinación nació dentro de él y, sin que nada pudiera evitarlo, arraigó y fue creciendo y creciendo. -Durante siete años estudié y aprendí todo lo que mi maestro de armas pudo enseñarme. Mientras mi hermano administraba el patrimonio familiar yo me hice cargo de otras obligaciones. Practiqué día y noche con la espada, la ballesta y la lanza, y no hubo diana en la que no viese una coraza del color del bronce. En el mutismo de los muñecos de paja que me servían como blanco escuchaba otro silencio. Otros siete años cabalgué detrás de rumores y leyendas. Voy allá donde se ha oído hablar de un caballero que lucha en silencio, sin que medie provocación. Y siempre es igual: jamás habla ni se queja. Lucha, amaga, golpea sin un gemido, sin un jadeo, sin un juramento. No insulta, no provoca. Y no perdona. Si lo encontráis, evitadlo. Es mejor volver la grupa, clavar las espuelas y galopar, no importa donde os lleven los caballos si os alejan de él. -¿Y un caballero cristiano como tú jamás tiene miedo? -preguntó Yusuf con una media sonrisa torciendo sus labios. -Hay ocasiones en que el valor de poco sirve. A más arrojo y gallardía demostrados por el rival, más fuerte y despiadado es el brazo del Caballero Silencioso. Y sólo los locos carecen de miedo, pero incluso en los corazones más cristianos hay fuegos que arden con más calor que la hoguera del miedo. Yusuf Ibn Fadl se levantó de su lugar en la mesa y dijo: -Entre los de mi pueblo es costumbre ofrecer un regalo a quien nos conmueve con una historia. Sólo dos cosas poseo: Mi espada -y mostró un alfanje de cuyo filo, tan afilado como las lenguas de las comadres charlando de brujería junto al fuego, parecía gotear la sangre invisible de cientos de enemigos- y mi caballo. De Al-Janîar aún no puedo prescindir -añadió palmeando la empuñadura de su arma mientras una mirada torva oscurecía aún más sus ojos negros-, de modo que mi caballo es tuyo. Sé que es una advertencia innecesaria, pero he de decirlo de todos modos: sólo puede ser montado por alguien de noble corazón. Ahora está cansado, pero si le permites un par de días de descanso comprobarás que Al-Amra es un animal magnífico. Inclinó el turbante insinuando una reverencia y se sentó de nuevo. Tras unos instantes, quien se levantó fue Olaf Wolfson. -Entre mi gente no se acostumbra a ofrecer regalos a los buenos narradores, pero tal vez en adelante yo instaure tradición tan acertada -dijo haciendo oscilar sus trenzas rubias con una vigorosa afirmación-. Yo sólo poseo una piel de oso blanco, innecesaria en estas latitudes, el hacha que el abuelo de mi abuelo entregó a su hijo y que yo debo legar algún día a mi primogénito, y esta maza, que no es Mjollnir, el martillo de Thor, pero que fue forjada con hierro extraído de las entrañas de la Montaña Sagrada. Mostró un enorme mazo con mango de madera oscura y una tira de piel en la empuñadura. La cabeza metálica tenía un brillo especial, como si no reflejara la luz de las lámparas de aceite de la posada y luciera con un fuego interno. -El Martillo del Trueno es un arma poderosa aunque muy pesado, pero en tu brazo observo el vigor necesario para empuñarlo. Sin embargo debo advertir que sólo puede ser blandido contra los enemigos. Tuyo es desde hoy. Se sentó empujando el Martillo en dirección a sir Gareth y vació de un trago la jarra de cerveza que espumaba sobre la mesa. T'sabeka tomó la palabra. -A diferencia de mis compañeros transporto en los baúles y alforjas de mi caravana riquezas que muchos no pueden ni siquiera imaginar: oro, piedras preciosas, ébano, perfumes desconocidos. Puedes elegir lo que gustes o a cualquiera de mis esclavas. Son dulces y cariñosas, capaces de hacer olvidar a un hombre la sed del camino, el fuego de la guerra y el frío de las noches solitarias. Sin embargo, yo te ofrezco esto. Se quitó del cuello un fino cordón de piel curtida del que pendía un objeto marfileño: un colmillo grande y curvo. -Los dioses de la selva me fueron propicios y quisieron que fuese yo quien capturase al leopardo que, allá por los años de mi juventud, asoló el país donde nací. Este colmillo mordió la carne de muchos hombres y mi sangre fue la última que saboreó. Desde entonces me acompaña como recuerdo de vidas que se fueron y dioses que permanecen. Deseo que te ayude a encontrar aquello que buscas. El alba sorprendió a cuatro amigos que se despedían en la encrucijada. Yusuf Ibn Fadl murmuró "Que Alá os guarde" y se alejó hacia el Norte a lomos de un caballo que hasta la víspera había pertenecido a sir Gareth. Olaf Wolfson, con los ojos enrojecidos por las pocas horas de sueño y la mucha cerveza, dijo "Nos encontraremos en el Valhalla" y, aligerado del peso del Martillo del Trueno, se encaminó al Sur con su piel de oso blanco y el hacha recibida de manos de su padre apoyada contra su hombro. T'sabeka apoyó la palma de su mano en su negro pecho, inclinó la cabeza y, sin decir nada, se puso en marcha hacia el Oeste encabezando su numerosa comitiva. Y sir Gareth espoleó a Al-Amra por el camino del Este y, aunque nunca volvió a ver a sus amigos ni sus caminos volvieron a cruzarse, jamás pudo olvidarlos. En el transcurso de los siguientes siete años cabalgó persiguiendo los ecos de las victorias del Caballero Silencioso. Su brazo rescató a doncellas cautivas en torres inexpugnables; su lanza y su ballesta liberaron comarcas de la crueldad de los tiranos; el Martillo del Trueno acabó con más de un gigante que aterrorizaba países que a partir de entonces fueron felices. Sin embargo no eran esos sus objetivos. Llegaba a una aldea o un castillo y formulaba siempre la misma pregunta. Y siempre obtenía idéntica respuesta: el Silencioso había pasado por allí unas semanas atrás dejando el correspondiente cadáver tendido en el campo de batalla. Pero poco a poco, bien gracias a su tenacidad y a poseer un caballo como Al-Amra, o bien a que el colmillo de leopardo colgado de su cuello guiaba sus pasos por senderos acertados, se fue acercando y el rastro de las andanzas de aquél a quien perseguía era cada vez más reciente. Una mañana avistó un enjambre de cuervos y buitres sobrevolando el cielo de una llanura interminable y polvorienta que aún no habían comenzado su festín: el cuerpo de un hombre que todavía regaba la arena con la sangre de sus heridas. Se trataba de un guerrero armado con dos sables de hoja ancha. Su piel era amarillenta y su ojos oblicuos estaban abiertos pero ciegos. Sir Gareth los cerró con el respeto de un guerrero hacia un igual caído en combate. Tras musitar una oración levantó la mirada y en el horizonte distinguió la nube de polvo que sólo puede levantar el galope de un caballo. Aunque nunca llegó a advertirlo, al vislumbrar ese pequeño punto perdido en la lejanía, el amuleto que un día le entregara T'sabeka se desmoronó como un puñado de tiempo perdido, como un manojo de huesos viejos. Durante horas cabalgó sin descanso. Sólo un corcel como Al-Amra hubiese podido dar alcance al fugitivo cuando un nuevo día despertaba en el cielo y la llanura chocaba con unas montañas pedregosas. En la boca de un desfiladero, el Caballero Silencioso esperaba. Era exactamente tal y como lo recordaba: un guerrero alto y corpulento con una armadura que brillaba al sol con los tonos rojizos del bronce y un escudo negro sin insignia alguna que parecía beber la luz como la arena del desierto absorbe el agua de una cantimplora rota. Sintió en su pecho la antigua sensación, la misma que sintió de niño mirándolo desde las almenas. En sus oídos volvieron a sonar los tambores de la guerra, el clarín de una batalla lejana llamando a la lucha, los relinchos de los caballos, el entrechocar metálico de las espadas, los insultos, gritos de ánimo y gritos de dolor, y su nariz saboreó el olor enloquecedor de la sangre y el miedo en el cuerpo de sus enemigos, y su propio miedo desapareció, consumido por las ansias de golpear y tajar. No pensó en sir Brian, muerto tantos años atrás por aquella espada de brillo dorado que el Silencioso extraía calmosamente de su vaina, no pensó en todos los años preparándose para aquel único momento, en los años transcurridos con la única compañía de su caballo y la pasión que lo devoraba por dentro. Todo se esfumó: la memoria de su padre, siempre presente en su recuerdo, el cansancio de una noche a lomos de su caballo. Todo desapareció excepto la rabia y las ansias de lucha, de entregarse a esa batalla fantasma que percibía con unos sentidos que no eran los habituales. Más tarde sir Gareth pensaría que Al-Amra se asustó del caballo de su enemigo, un animal gigantesco de un negro tan oscuro que el de Al-Amra parecía pálido en comparación, una bestia de ojos completamente rojos cuya piel humeaba como si ardiese por dentro. En cada resoplido brotaban de sus ollares unos surtidores de vapor que olían a azufre y de su belfo goteaban unos espumarajos que parecían hervir en el suelo. Sí, Gareth pensó que su montura se aterrorizó, pero se equivocaba. Al-Amra se encabritó y arrojó a su jinete al suelo, sacudió la cabeza en un gesto casi humano, volvió la grupa y se alejó, llevándose su ballesta y su lanza. Fue la última vez que lo vio. Se puso en pie dificultosamente por el peso de su armadura y observó como desmontaba el Silencioso con la hoja dorada ya desnuda en su mano. Sir Gareth desenfundó la espada que había pertenecido a su padre y la sintió viva, como si fuese aquella hoja larga y afilada la que controlase y dirigiese a la mano y estuviera deseosa de cruzarse de nuevo con aquella de reflejos dorados. Y, sin preámbulos, comenzó una lucha larga y denodada, pues si el Silencioso había derrotado a sir Brian, uno de los mejores espadachines del rey, su hijo Gareth aún superaba la maestría de su padre con las armas y se encontraba en la plenitud de sus fuerzas. A ratos, la ventaja parecía decantarse hacia Sir Gareth, que hacía retroceder a su rival con la furia de sus acometidas; en otros, la victoria parecía próxima al Silencioso, sobre todo en el momento en que, de un terrible mandoble que adormeció la mano de Gary, consiguió desarmarlo. Cuando el Martillo del Trueno que tomó de su cintura se le escurrió de entre los dedos, Gareth pensó que aún estaban entumecidos por el terrible golpe que habían sufrido parando la anterior estocada. Se equivocaba. Recogió el mazo del suelo y otra vez se le resbaló. Puso todo su empeño en aferrar ese mango que tantas veces había estrechado, como si con la fuerza de su voluntad intentase controlar la mano de otra persona, y esta vez lo consiguió. Pero, por más que quiso, no pudo blandirlo contra el Silencioso: su brazo permaneció inmóvil junto al costado, como si el Martillo hubiese cobrado tal peso que fuese imposible levantarlo sobre la cabeza para golpear. Y mientras tanto, el Silencioso, haciendo honor a su nombre, no jadeaba, nada decía, y esperaba sin prisa alguna, y si el silencio puede ser burlón, aquél sin duda lo era. Con un gesto invitó a que Gareth se deshiciera del arma inútil que aferraba su mano derecha y recobrase la espada para reanudar la lucha. Durante un tiempo continuó el intercambio de golpes, esquivados o detenidos con la espada o el escudo, hasta que sir Gareth, iluminado por una súbita revelación, comprendió que no podría vencer luchando de esa manera. Liberó su mente de todo propósito, dejó de prestar atención al estrépito de la batalla inexistente que sólo percibían sus oídos. Y cuanto más cerraba los sentidos, más infatigable era su pecho, más certero su brazo, más rápidas sus piernas. Y más amplio el terreno que retrocedía el Caballero Silencioso, más evidentes sus dificultades para evitar las acometidas frías y desapasionadas de sir Gareth. Con el rápido y certero movimiento que sólo permite la experiencia de una vida que no ha sido más que una sucesión de luchas, la espada de sir Gareth penetró entre la rendija que separaba yelmo y coraza del Silencioso. Y el caballero de armadura broncínea se desplomó como si de repente se hubiesen licuado todos los huesos de su cuerpo. Hubo un tiempo en que sir Gareth vivió atormentado por el sueño de arrancar el yelmo de esa armadura y descubrir las facciones que se ocultaban detrás de la visera, saber cómo eran los ojos que ni siquiera se detuvieron a contemplar la agonía de su padre, cómo eran los labios que jamás pronunciaban palabra alguna. Y cayó en la cuenta de que ahora ya no importaba. No sentía ni siquiera curiosidad, sólo el agotamiento de unos músculos exigidos hasta el límite de sus fuerzas y el cansancio de una mente necesitada de horas de sueño sin sueños. Dejó caer la espada ensangrentada en el suelo y se sentó, las manos cruzadas en el regazo, la espalda recostada contra una roca y la mirada fija en la figura tendida sobre la tierra. Cerró los ojos y no encontró lo que siempre había imaginado encontrar al final de este camino. Despertó cuando el sol moría por el Oeste. Se puso en pie sin echar una ojeada más al cadáver recostado en la roca con las manos en el regazo, como si la muerte de un enemigo más careciese de importancia, y recogió del suelo su espada dorada y el escudo sin adornos ni insignias. Dejó oír un silbido penetrante que sólo había escuchado una vez en su vida y, quien nunca más sería llamado sir Gareth, montó en su caballo negro como el humo del infierno sintiendo en los oídos el fragor de una batalla lejana. (c) copyright 2000 by Domingo Horcas. Todos los derechos reservados -------------------------------------------------------------------------------------------------Tú también puedes publicar tus creaciones en El Cronista de la red. Sólo tienes que enviar tu colaboración por correo electrónico, poniendo en el asunto del mensaje: "colaboración para El Cronista". Envía tus relatos, poemas, novelas, artículos... a cualquiera de estas dos direcciones: chema-cronista@encomix.es mendivil@aragoneria.com -------------------------------------------------------------------------------------------------