El caballero silencioso 7/7. El Cronista de la Red 3.0
Domingo Horcas |
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Durante un tiempo continuó el intercambio de golpes, esquivados o detenidos con la espada o el escudo, hasta que sir Gareth, iluminado por una súbita revelación, comprendió que no podría vencer luchando de esa manera.
Liberó su mente de todo propósito, dejó de prestar atención al estrépito de la batalla inexistente que sólo percibían sus oídos.
Y cuanto más cerraba los sentidos, más infatigable era su pecho, más certero su brazo, más rápidas sus piernas.
Y más amplio el terreno que retrocedía el Caballero Silencioso, más evidentes sus dificultades para evitar las acometidas frías y desapasionadas de sir Gareth.
Con el rápido y certero movimiento que sólo permite la experiencia de una vida que no ha sido más que una sucesión de luchas,
la espada de sir Gareth penetró entre la rendija que separaba yelmo y coraza del Silencioso.
Y el caballero de armadura broncínea se desplomó como si de repente se hubiesen licuado todos los huesos de su cuerpo.
Hubo un tiempo en que sir Gareth vivió atormentado por el sueño de arrancar el yelmo de esa armadura y descubrir las facciones que se ocultaban
detrás de la visera, saber cómo eran los ojos que ni siquiera se detuvieron a contemplar la agonía de su padre,
cómo eran los labios que jamás pronunciaban palabra alguna. Y cayó en la cuenta de que ahora ya no importaba.
No sentía ni siquiera curiosidad, sólo el agotamiento de unos músculos exigidos hasta el límite de sus fuerzas y el cansancio de una mente necesitada de horas de sueño sin sueños. Dejó caer la espada ensangrentada en el suelo y se sentó, las manos cruzadas en el regazo, la espalda recostada contra una roca y la mirada fija en la figura tendida sobre la tierra.
Cerró los ojos y no encontró lo que siempre había imaginado encontrar al final de este camino.
Despertó cuando el sol moría por el Oeste. Se puso en pie sin echar una ojeada más al cadáver recostado en la roca con las manos en el regazo,
como si la muerte de un enemigo más careciese de importancia, y recogió del suelo su espada dorada y el escudo sin adornos ni insignias.
Dejó oír un silbido penetrante que sólo había escuchado una vez en su vida y, quien nunca más sería llamado sir Gareth,
montó en su caballo negro como el humo del infierno sintiendo en los oídos el fragor de una batalla lejana.
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©del relato Domingo Horcas
©de las fotografías Miguel A. Latorre
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